lunes, 2 de julio de 2012

Quodlibetum VI (1)

Sobre la ceguera del animal humano y los

modelos mentales de las cosas:
un breve relato de experiencia personal
entre la política y la academia



Luis Alberto Pacheco Mandujano[2]
Lima, al inicio del otoño de 2011 



“Todos partimos del ‘realismo ingenuo’, es decir, la doctrina de que las cosas son lo que parecen. Creemos que la hierba es verde, que las piedras son duras y que la nieve es fría. Pero la física nos asegura que el verdor de la hierba, la dureza de las piedras y la frialdad de la nieve no son el verdor, dureza y frialdad que conocemos de nuestra experiencia, sino algo muy distinto.”

Bertrand Russell



Son varios los recuerdos de mi primera niñez –acontecidos durante el último tercio de la década de los años 70 del siglo pasado– los que han asaltado siempre mi memoria. Fuera de aquellos que se relacionan con hechos estricta y gratamente familiares y propios de mi infancia, destaco en este momento –porque para eso escribo este breve quodlibetum– uno en particular que se relaciona con sucesos que despertaron y avivaron en mí la innata capacidad de admiración y sorprendimiento de este mundo, capacidad que llevamos dentro todos los seres humanos.

Éste, que aún brilla con inusual nitidez en mi memoria, evoca una de mis tantas y sosegadas tardes vividas en casa de mis adorados abuelos paternos (los únicos que tuve, porque los otros habían fallecido muchísimo antes que yo naciera), cuando contaba los cuatro años de edad –y algunos meses más–, mientras jugaba con un extenso tren que yo mismo había construido conectando, unas tras otras, varias cajas vacías de fósforos, tal como solían hacer los niños de entonces. Llevando este singular juguete en la mano, el que cumplía acciones, unas veces terrestres, y otras aéreas, por el patio de la casa, me detuve delante de un balde de latón que, ya viejo y en desuso, hacía las veces de un macetero que albergaba en él grandes, frondosos y siempre verdes geranios, de esos que abundan característicamente en Huancayo –la tierra que no me vio nacer pero sí crecer–, y en ese momento, observando fijamente esas inolvidables hojas (cuyos frescos y penetrantes aromas recuerdo en este preciso instante, mientras escribo estas líneas, con impresionante detalle), me pregunté si mis abuelos, mis padres y las demás personas, podían ver los mismos colores y las mismas formas que en dichas plantas veía yo; y, más aún, si las cosas serían realmente así como las veíamos.

Evidentemente, no tuve respuesta para mis preguntas de entonces; en todo caso, supuse que éstas debían ser afirmativas. Después de todo, por qué no habría de ser así; al fin y al cabo era hombre, el rey de la creación, tal como me lo había enseñado mi venerada abuelita (a quien nunca pude llamar “abuela” a secas) con sus serenas y pausadas lecturas del veterotestamentario libro del Génesis, cuyas narraciones, las que esperaba ansioso y abrigado en cama cada noche antes de dormir, me llevaban a imaginar fantásticas imágenes del momento de la creación del universo a manos de Dios Todopoderoso.

Repetidas veces pensé, después de ese día, en lo mismo, sin poder encontrar respuesta alguna para las ya dichas interrogantes, a tal extremo que –puedo afirmarlo ahora– hasta llegué a sufrir de alguna forma por ello. Algo se retorcía en mi vientre. Era la angustia que me hacía sentir un ser minúsculo por no poder aclarar estas dudas y vacíos de conocimiento.

Y los años simplemente pasaron, pero el vacío generado por las cuestiones quedó latente en mí. Sin saberlo, esa espontánea e infantil duda sobre la perfectibilidad de la capacidad humana para conocer el mundo marcó en mí el inicio de lo que sería, a futuro, una constante autointerpelación que coexistió conmigo por muchos años y que me empujó a interesarme más aún por estos asuntos.

La preocupación regresó con fuerza a finales de la secundaria, entre 1988 y 1990, justamente cuando, por intermedio de mi inolvidable profesor de filosofía, el sacerdote claretiano Juan Rodríguez Reyes cmf, conocí mejor a René Descartes, el gran maestro racionalista, y a su contraparte, el empirismo de Francis Bacon y el sensualismo de John Locke; la teoría criticista de Immanuel Kant, después, que salvó a la filosofía de la crisis en la que se había hundido por causa de los extremos dogmáticos del racionalismo y del empirismo; a la monumental dialéctica idealista objetiva de Georg Wilhelm Friedrich Hegel y, por supuesto, en esa época, el totémico conocimiento metódico y científico que proporcionaba la teoría del materialismo dialéctico del marxismo ortodoxo, entonces muy vigente; todas ellas, teorías gnoseológicas que parecían ofrecerme la posibilidad de responder mi siempre pendiente inquietud, porque todas ellas se ocupaban de mi preocupación de niñez, reforzada en los años de adolescencia. Pero, ¿cuál de ellas sería la más aplicable –por definición de aproximación científica– al caso que me preocupaba? Menudo problema el que se presentaba ahora. En todo caso, por lo menos, ya sabía por dónde abordar el tema.

Sin embargo, este retorno no se pronunció con mayor interés científico sino hasta cuando llevé los cursos de filosofía y física en la Facultad de Ingeniería Química de la Universidad Nacional del Centro del Perú entre 1992 y 1993, carrera que no pude culminar porque el pico máximo de la llamada Guerra Popular desatada en el Perú entre 1980 y 1993, así como mis propias comprometedoras inclinaciones político-democráticas, que me pusieron al borde del límite, me arrancaron de un tiro de ese claustro universitario para, en un giro bastante perturbador, terminar colocándome –poco después de año y medio de haber vivido en condición de refugiado en clandestinidad– en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Peruana Los Andes, donde, además de reafirmar mi verdadera vocación profesional en el campo de las ciencias sociales, ya en período de relativa paz –que, a decir verdad, duró bien poco–, profundicé mis estudios de filosofía, aunque sin perder de vista mis intereses por las ciencias naturales y las matemáticas.

En la universidad, y por mis estudios, pude comprender con precisión y claridad que todo el mundo material en su conjunto, en todas sus formas y manifestaciones, constituye la realidad, es decir, aquello que existe objetiva e independientemente de la consciencia humana; realidad que, en suma cuenta, y en su intrínseco proceso de transformación, es posible ser conocida en su naturaleza más íntima con el apoyo decidido de las ciencias particulares.

Pero aún con ello, esta aproximación teórica no respondía con la satisfacción que yo mismo esperaba a las viejas preguntas.

La dictadura fujimorista desnudada con crudeza a partir de la segunda mitad de los años 90 me removió, en menos de una década y por segunda vez, de la vida académica; y, por decisión de consciencia, debí ponerme al frente de la actividad política de organización para el rescate de la democracia y del Estado de Derecho en el Perú, lo que me valió la persecución criminal por parte de un servicio de inteligencia estatal que ya no buscaba subversivos sino a enemigos del régimen dictatorial, como yo, que se habían mostrado intransigentes con la autocracia impuesta a manu militari a los peruanos.

Tras dos atentados terroristas que debimos sufrir mi familia y yo de parte de agentes del Estado,[3] y la ejecución de una feroz persecución policial y judicial, se me obligó a regresar a la clandestinidad en febrero del año 2000, aunque esta vez con el apoyo de organismos de defensa de los derechos humanos, y con un pedido de medida cautelar de protección personal dirigida contra el Estado peruano efectuado por Aprodeh[4] ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con sede en Washington D. C., así como la ejecución de dos asilos políticos en marcha, una en Colombia y la otra en Cuba.

Después de la vergonzosa fuga que protagonizó a fines de ese año el hoy ya comprobado dictador y violador de derechos humanos, Alberto Fujimori, la democracia fue retornando progresivamente al país, y cuando mi presencia en la vida política local ya no era necesaria –pues el objetivo mayor había sido alcanzado– retorné al Perú y regresé a lo mío íntimo: la academia. Me convertí entonces en profesor de Filosofía y Lógica en mi primer alma mater, la Universidad Nacional del Centro, función que desempeñé entre 2001 y 2005 –como ya lo había venido haciendo desde poco antes en otra universidad[5]– con mucho ímpetu y dedicación profesional. Y fue allí donde, estudiando más para enseñar mejor, entre la preparación de clases y la realización de las mismas, y como consecuencia de la cada vez más profunda y comprometida investigación académica en que me involucraba, elaboré y desarrollé un conjunto de ideas personales que pensé podrían responder por fin a mis antiguas preguntas.

Estas ideas adquirieron forma y cuerpo teórico, con rigurosidad científica, entre los años 2003 y 2004. He ahí la génesis de mi opera prima que lleva por título “Sofía y Teodoro: diálogo en torno a la prueba lógica y ontológica de la existencia de Dios (La paradoja de la inexistencia del ser divino)”,[6] libro que escribí casi de un tiro después de las discusiones y los debates de rigor que sostuve con colegas expertos en el tema que convocaba mi interés (físicos, matemáticos y psicólogos), y sobre todo para absolver mi propia inquietud: esta obra –que fuera elaborada en momentos en los que padecía de una sobrecogedora pero bendita fiebre científica, la que me calentó de pies a cabeza, extrayéndome a mí y a mi atención, casi por completo, del mundo real–, como sucedió también con gente como Nietzsche y Kierkegaard, básicamente fue escrita para mí, como se podrá comprender por lo ya explicado. Quizás por eso la obra no vio la luz sino hasta febrero de 2007 (excepción hecha del manuscrito que pocos amigos y colegas leyeron años antes para debatir conmigo, en el claustro universitario, en torno a mis ideas más osadas), cuando se me presentó la  oportunidad de publicar la primera edición impresa del texto.

En este libro se encuentra una singular hipótesis por la que, en su momento, fui tachado de “exagerado” y “atrevidamente desubicado”, en los mejores y más educados casos, y, en el peor, simplemente de “loco”. Dicha hipótesis se encuentra desarrollada en la página 22 del texto, donde se lee una particular respuesta que Teodoro ofrece, como explicación respecto de la visión que de los objetos tenemos los seres humanos, a una pregunta previamente formulada por Sofía: “… en verdad, no vemos los objetos que creemos ver, sino que únicamente vemos los rayos de reflexión que éstos producen y que originan ese reflejo luminoso en nuestras retinas…”, razonamiento que es inmediatamente completado por Sofía, al describir que “… dichos impulsos [luminosos] recorren los nervios ópticos, nacidos tras los globos oculares, en un complicado camino neurológico (quiasma óptico, cintillas ópticas, radiaciones ópticas, etcétera), hasta llegar a los lóbulos occipitales del córtex cerebral, donde se llega a formar la idea de la visión…”

La conclusión obvia de esta demostrada exposición es que el hombre es ciego[7] por naturaleza, pues, en realidad, no llega a ver el objeto –la cosa en sí–, sino sólo la luz que éste refleja hacia sus ojos, y es en su cerebro que, a partir de un complicado proceso físico-biológico,[8] se construye el concepto del objeto, es decir, la imagen o re-presentación mental de las cosas,[9] nada más. Empero, en buena cuenta, el hombre no logra ver nada.

Pero por tal afirmación, repito, fui calificado de “loco”. No obstante, dado que el sustento de mi proposición se hallaba en explicaciones fundamentales de orden físico y biológico que ya entonces me parecieron irrefutables, aún cuando no todos mis lectores aceptaran lo afirmado, yo continué desarrollando, sobre tal base teórico-práctica, mis estudios y doctrinas gnoseológicas y epistemológicas (ya desde la cátedra universitaria –la que mantengo aún hoy en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Peruana “Los Andes”–, ya desde el sosiego del estudio personal), proyectados hacia los demás campos de mi interés académico (Derecho, sociedad, política y cultura).

En noviembre de 2010, el recientemente jubilado de la famosa Cátedra Lucasiana de Matemáticas[10] en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, el profesor Stephen W. Hawking,[11] con la colaboración del notable físico teórico Leonard Mlodinow, publicaron el libro titulado “El Gran Diseño”,[12] cuyo objetivo principal fue responder a tres antiguas –pero substanciales– preguntas que se formularon ellos mismos, a saber: ¿Por qué hay algo en lugar de no haber nada?, ¿por qué existimos? y ¿por qué este conjunto particular de leyes y no otro?. El resultado de las investigaciones que realizaron a lo largo de sus vidas para responder dichas interrogantes, y que abarcaron vastos campos del conocimiento humano que van desde la filosofía hasta la física, pasando por amplios ahondamientos biológicos, matemáticos, históricos y hasta religiosos, dan forma al libro que se divide en ocho capítulos a lo largo de los cuales se examinan críticamente asuntos de capital importancia para la academia, que parten desde El misterio del Ser, cruzando por el análisis de la realidad, la formulación de una posible Teoría del Todo (el gran anhelo científico inconcluso de Albert Einstein), hasta llegar a dilucidar sobre el por qué de este Gran Diseño: el universo y todo lo que él contiene.

En este marco, en la página 56 del libro se lee lo siguiente: “… El cerebro es tan bueno en construir modelos que si nos pusiéramos unas gafas que invirtieran las imágenes que recibimos en los ojos, nuestro cerebro, al cabo de un rato, cambiaría el modelo y veríamos de nuevo las cosas derechas. Si entonces nos sacáramos las gafas, veríamos el mundo al revés durante un rato pero de nuevo el cerebro se adaptaría. Eso ilustra que lo que queremos decir cuando afirmamos «Veo una silla» es meramente que hemos utilizado la luz que la silla ha esparcido por el espacio para construir una imagen mental o modelo de silla…”

La conclusión evidente de esta afirmación es, como en mi caso, también, que el hombre es un animal ciego; el hombre sólo recibe en sus ojos la luz que los objetos reflejan al espacio, lo que después permite que su cerebro diseñe –como dice el mismo Hawking– la imagen mental o modelo de las cosas que nos rodean, sin que, en fin de cuentas, podamos ver las cosas en sí.

Después de leer este interesante libro inglés –cuya lectura he recomendado de inmediato a mis amigos y alumnos que en la universidad siguen con atención mis cursos de filosofía– debo confesar que, aún cuando yo mismo, en función de la consistencia de los argumentos científicos que hice míos, me encontraba bastante seguro de la verdad y validez de la hipótesis que presenté públicamente en mi referido libro en 2007, la cual ya exponía abiertamente desde la cátedra universitaria a partir de 2003, me he sentido no sólo fuertemente respaldado sino, sobre todo, sólidamente reafirmado. La reconocida autoridad científica del profesor Hawking no podría causarme menor sensación. En todo caso, y dicho de otro modo, se me ha confirmado como un audaz loco cuerdo en un mundo que más bien parecería estar lleno de cuerdos locos que aún no tienen ni idea de qué y cómo es, verdaderamente, la realidad en la que vivimos.

En la parte final de la recensión con que inicia mi libro, y que fuera escrita críticamente por el profesor y filósofo Raúl Varillas a modo de Presentación, éste consideró que en el indicado trabajo mío se encontraba lo que él denominó “un consistente y bien logrado aporte interdisciplinario [que posibilita] un diálogo entre la ciencia y la filosofía; trabajo provocador, que de hecho invita a la polémica y a la discusión”.[13] Y en junio de 2007, el ampliamente conocido y famoso escritor peruano, el profesor Sandro Bossio, opinando sobre mi libro y su contenido teórico, subrayó que se trataba del libro de filosofía más original y concienzudo de las letras regionales y aún nacionales”.[14]

Ambos académicos, que a la sazón se desempeñan como unos de los pocos más sobresalientes y reconocidos profesores universitarios del Perú, sabrán por qué escribieron lo que escribieron. Pero a estas alturas me parece que, si alguna vez alguien pensó que, por lo que escribieron Varillas y Bossio, debían ellos ser considerados como inconsistentes y amigueros, ahora más que nunca estoy convencido que a veces, y sólo a veces, las palabras que expresan sentimientos como los vertidos por ellos mismos no son meras flatus vocis que se lanzan así nada más y tan sólo como gesto de alguna forma particular de consideración tenida hacia alguien y hacia su trabajo, sino que, todo lo contrario, existe una intuición especial que lleva al hombre de ciencia a afirmar con contundencia, y sin temor a equívoco alguno, lo que afirma; si no, no lo haría. En suma cuenta, he quedado plenamente convencido que la mezquindad es infinita, como lo es también la estupidez, según la brillante aserción del profesor Einstein.

En fin. Al final, treinta y dos años después de la formulación de mis preguntas cardinales, creo que puedo considerar bien que las he respondido con colmada firmeza y plena satisfacción, sobre todo porque, gracias al profesor Hawking, el indiscutiblemente mayor científico viviente de nuestro tiempo, entiendo que en América Latina, liberados de la tara de la sordidez, también podemos destacar, y hasta con anticipación, sin que en esto nos defina alguna condición chauvinista ni patriotera, sino sólo premunidos de agudeza e inteligencia. Es sólo que en estas latitudes no contamos –como sí en Europa– con el mismo apoyo que la ciencia y los científicos necesitan. Sobra, más bien, envidia y mezquindad.

Pero la historia, para nosotros, recién empieza, porque cuando los celos vanos y la roña hayan sido extirpados definitivamente del todavía joven espíritu peruano, aún así quedará mucho pan por rebanar.




[1] Publicado en la Revista electrónica de la Red de Prensa No Alineados de París: http://www.voltairenet.org/article169792.html, el 9 de mayo de 2011.

[2] Profesor de Filosofía del Derecho y Antropología Jurídica de la Facultad de Derecho y CC.PP. de la Universidad Peruana Los Andes de Huancayo, Perú. Maestrías cursadas: i) Maestría en Derecho con Mención en Derecho Penal (EUPG-UNCP, 2004-2005); ii) Maestría en Filosofía e Investigación (EPG-UAP, 2007-2008); iii) Maestría en Derecho Penal y Derecho Procesal Penal (ESN-UC, 2009-2010). Alumno libre del doctorado de Derecho en la EUPG-UNFV (2000-2001). Website: www.luisalbertopacheco.blogspot.com

[3] El entonces existente y temido Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) que se hallaba al mando del siniestro asesor presidencial Vladimiro Montesinos Torres.

[4]  La Asociación Pro Derechos Humanos que dirige hasta hoy Francisco Soberón.

[5]  Mi incursión en la vida académica universitaria, en calidad de profesor, se dio en agosto de 1999, cuando contaba con sólo 23 años de edad, y asumí el dictado de las cátedras de Antropología Jurídica y Ciencia Política, en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la hoy llamada Universidad Católica Los Ángeles, hasta enero de 2000.

[6] Cfr. PACHECO MANDUJANO, Luis Alberto, Sofía y Teodoro: diálogo en torno a la prueba lógica y ontológica de la existencia de Dios (La paradoja de la inexistencia del ser divino). EDIMZA, primera edición, febrero de 2007, Huancayo, Perú, 44 páginas.

[7]  En el sentido estructural del término.

[8]  El cual explico con mayor detalle a lo largo de mi libro.

[9]  Id., páginas 24 in fine y 25.

[10] La misma que, fundada por Henry Lucas en 1663 y oficializada por Carlos II de Inglaterra en 1664, fue ocupada por Isaac Newton entre 1669 y 1701.

[11] Quien ocupó la cátedra desde 1980 hasta 2009.

[12] Vid. HAWKING, Stephen W. y Leonard MLODINOW, El Gran Diseño. Título original de la obra: The Grand Design.  Tercera impresión (diciembre de 2010) de la primera edición (noviembre de 2010). © 2010 de la edición para España y América, Editorial Crítica, S. L., Barcelona, 228 páginas.

[13]  Cfr. PACHECO MANDUJANO, L. A., opus cit., página X.

[14] Cfr. Revista Cultural “Sólo 4” del diario Correo de Huancayo, edición del 2 de junio de 2007, página 2. Cfr., también, http://www.voltairenet.org/article159605.html

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