jueves, 21 de diciembre de 2017

¿Qué es el Derecho?






En el programa televisivo de la Academia de la Magistratura de la República del Perú que dirige y conduce el Prof. Luis Alberto Pacheco Mandujano, en su condición de Director Académico de esta importante institución de relevancia constitucional, ensaya él una aproximación explicativa que procura dar cuenta de qué es y en qué consiste el Derecho, sobre la base de consideraciones epistemológicas contemporáneas.

El programa fue emitido en la ciudad de Lima, el 21 de julio de 2017 con motivo de celebrarse el XXIII Aniversario de creación constitucional de la Academia de la Magistratura.

Para ver el programa, debe clickearse en los siguientes links:




martes, 12 de diciembre de 2017

Prólogo a la primera reimpresión del libro "La superstición del divorcio y otros ensayos acerca de los derechos fundamentales" del Dr. Ramiro De Valdivia Cano




“Fragmentos, pensamientos fugitivos, decís. ¿Se les puede llamar fugitivos cuando se trata de obsesiones, es decir, de pensamientos cuya característica principal es justamente no huir?”

Emil M. Cioran[1]



El doctor Ramiro De Valdivia Cano, distinguido juez de la Corte Suprema de Justicia de la República del Perú, además de dilecto profesor de Derecho de diversas importantes universidades del país, me ha honrado sobremanera pidiéndome que dedique unas líneas considerativas al libro titulado La superstición del divorcio y otros ensayos acerca de los derechos fundamentales, el cual, gracias a la acertada decisión del Consejo Directivo de la Academia de la Magistratura cuya presidencia se encuentra ocupada en este momento por el señor fiscal supremo Pedro Gonzalo Chávarry Vallejos, es reimpreso por su Fondo Editorial después de haberse agotado la primera edición, con lo que se verá satisfecho el público lector que reclamaba este nuevo tiraje.

Al leer el libro de marras uno confirma lo que de él se dice en el ambiente del foro local peruano: su contenido resulta enriquecedor y provechoso para la cultura jurídica general de cualquier persona que, sin tener la necesidad de haber sido obligatoriamente formada y entendida en materia jurídica, pero que posee al menos cierto bagaje académico-social general, desea ilustrar y fijar claramente sus ideas en torno a los tópicos que Ramiro De Valdivia aborda en su trabajo. Se trata por eso, sin lugar a dudas, de un libro diáfanamente lecturable, tanto por la forma de su escritura como por la estructura con que los temas, a pesar de la más o menos relativa independencia temática que los define, van sobreponiéndose unos a otros de manera lógica y coetánea. Siendo así, sobre la base de una lectura que, por las características anotadas, atrae felizmente al lector antes que repelerlo,[2] ya sea por hostigamiento literario o por el uso de una prosopopeya pedante, podemos expresar las consideraciones que siguen a continuación.

El libro contiene ciento ocho artículos y ensayos más o menos breves que desarrollan asuntos variopintos vinculados al análisis jurídico-social de temas tales como el divorcio y situaciones reales que ponen sobre el tapete la discusión acerca del atropello, protección y vigencia  de los llamados derechos fundamentales. Y todos estos trabajos reflexivos tienen como base fáctica la sociedad moderna, contemporánea, sobre la que, en países como el nuestro, se construyen después categorías y conceptos jurídicos de validez erga omnes, con los que se asumen, con criterios políticamente correctos –que nuestro autor critica inteligente, sagaz y acuciosamente– cómo es que la sociedad debe ser según el panóptico autorizado y de moda: la sociedad del espectáculo –según frase acuñada por nuestro Nobel Mario Vargas Llosa,[3] inspirado seguramente en el pensamiento social del recientemente desaparecido profesor polaco Zygmunt Bauman[4]–, que no es sino la sociedad de consumo cuya cultura ha fagocitado la consciencia social de los hombres y mujeres del Perú y de gran parte del planeta.

Ramiro De Valdivia procede aquí, por tanto, sin tacha académica alguna y de manera correcta, como todo investigador y científico social que se respete, pues sabido es que las ideas, los pensamientos, las categorías abstractas que estructuran una teoría, una tesis social, cualesquiera fueren éstas, no son sino el reflejo más o menos inmediato de la realidad social. Y conociendo como conozco a don Ramiro, creo estar seguro que opera él de esta manera en sus trabajos académicos a sabiendas de que la crítica de los conceptos y de los juicios sociales, de las ideas, de los pensamientos, en suma cuenta, de la cultura oficial de una sociedad dada, viene a ser, en verdad, la crítica al sistema social de base material sobre el cual se erige y organiza la consciencia social de los hombres, donde se alojan las opiniones, las creencias, las representaciones ideales de las personas, las consideraciones ideológicas, el espíritu que impregna al actuar cotidiano de los seres humanos. Esta verdad, que es ley social,[5] la debe haber conocido y aprehendido nuestro autor en las aulas universitarias de su amada y jamás olvidada ciudad natal de Arequipa y tal vez, sobre todo,[6] la debe haber consolidado en la Universidad Nacional de San Agustín, donde cursó sus estudios de posgrado para hacerse doctor en Derecho público.

Es menester realizar esta precisión para comprender, como preámbulo a la obra que el lector tiene entre manos, el sentido crítico, esto es, analítico-dialéctico, con que se dicen las cosas en este texto: don Ramiro De Valdivia dice las cosas como son antes de expresarlas como le parece que son; es decir, entiende y explica los asuntos de que trata en este libro no como cree que ellos son sino, fundamentalmente, como son, gnoseología que su enjuiciamiento personal alcanza después de someter sus temas objeto de atención a un riguroso enjuiciamiento analítico social. De ahí la firmeza con que se sostienen las argumentaciones y la fuerza de la verdad que reviste a cada artículo integrante del libro.

Y lo que dice nuestro autor en todas las páginas que componen su libro lo dice de múltiples maneras aunque, al fin y al cabo, esa multiplicidad se proyecte en un único y sólo tema: la sociedad que vivimos ha logrado que las personas ya no sean personas, que los seres humanos sean cada vez menos humanos, que los hombres no sean sino consumidores hiperactivos, ansiosos y adictos de lo que no necesitan y que, añadidamente, les hace mal. En una sociedad como la que vivimos y sufrimos, donde según afirmación apodíctica de la cultura oficial no es tiempo de ideologías, la competencia ha pasado a convertirse en ideología esparcida por los medios de comunicación de la prensa masiva y es precisamente con ella que se da forma a la opinión pública,[7] mientras las ropas de etiqueta costosa y reconocida socialmente transfiguran para convertirse en la nueva piel de la persona. En este contexto, no se equivoca ni un ápice Raúl Pérez Torres[8] y sentencia bien al decir que “Dios es el mercado, el centro comercial la nueva iglesia y el cliente su esclavo fiel”.[9]

En una sociedad como esta, por consecuencia lógico-dialéctica, si las condiciones materiales de vida poseen tales características reales, resulta sumamente evidente y atronadoramente claro que los valores ya no pueden ser los valores, sino todo lo contrario. Como dice atinadamente el mismo Pérez Torres al respecto: “La honradez, la lealtad, la solidaridad, son lobos esteparios arruinados”. Por eso la pendejada implacable y amoral remplaza a la honradez, la incondicionalidad de sobón estilo Felpudini a la lealtad y el egoísmo más férreo, superficial y miserable a la solidaridad. Los valores de nuestros tiempos son, fundamentalmente, estos tres: la pendejada, la sobona incondicionalidad y el egoísmo. En semejante realidad, la libertad, por tanto, se confunde fácilmente con el libertinaje, antivalor que, estando de moda entre nosotros, es la materialización del proceder cobarde: huir de todo, haciendo lo que venga en gana, para evadir la responsabilidad madura y adulta que debe contraerse con la humanidad, con la naturaleza y con las cosas.

Que no se escandalice, entonces, nadie por escuchar a alguien hablar de la verdad. Todos creen que pueden hacer de todo y sin límite ni freno alguno. Y es precisamente todo esto lo que se reclama cuando se cree reclamar derechos fundamentales, aunque nadie se dé realmente cuenta que lo que pide a gritos es estulticia en lugar de auténticos derechos fundamentales. Y en esta atmósfera de estiércol macrométrico, donde todos aprendieron y se acostumbraron a comer, beber y respirar de esa bosta social, entonces, el Estado otorga, pues, lo que se reclama: estupidez, incultura, detritus colectivo. Basta prender el televisor para comprobar lo que aquí se afirma. Pero, claro, el idiota defensor de la pandémica atrofia de la cultura que caracteriza y define a los anunciantes, periodistas televisivos y faranduleros de la pantalla chica, así como a los gerentes de la gestión empresarial de la TV, dirán: “si no les gusta lo que ven, tienen la libertad de cambiar de canal”. ¡¿Pero qué clase de libertad es ésta si el menú televisivo siempre ofrece la misma bazofia?! Esto no es realmente libertad de nada ni para nada.[10] ¡Ah!, pero el que diga lo contrario es un nerd, un resentido social, un cucufato católico escolástico, ¡incluso es terrorista! Y, claro, siendo así como son las cosas, el párrafo final del artículo catorce de la Constitución es una blasfemia antiliberal que filtró en esta carta política algún puritano medioeval. Este es el horror ético de nuestros tiempos. He aquí el cretinismo absoluto que tanto temían los creadores de la cultura.

En este sistema social de pobreza del espíritu, donde todo se compra porque todo se vende, el hombre ya no sólo es homo videns, ahora es homo cretinus.[11] Y siendo como es, su también cretina arrogancia se hincha como fugu en mar abierto y crece, al igual que se incrementa su veneno, sobre la base de la ignorancia y la incultura, sobre la tarima en la que descansa su desapego por la moral, su desacato por el bien y su amor por lo útil y lo práctico. El nuevo hombre, el homo cretinus, el utilitarista y pragmático ser humano, ebrio en estado comatoso, conduce el vehículo de su vida atropellando todo a su paso y, vociferante, va reclamando derechos que se ha ganado por el sólo hecho de existir. Desde la comodidad de su asiento, mueve los dedos para digitar su control remoto que le permite sin cansancio cambiar el canal de su vida, sintiéndose satisfecho de su nueva cultura y de haber logrado obtener lo que tiene. Así procede porque es su derecho. Derecho absoluto, inmutable, uno, solo, macizo y contínuo. Así de parmenídeo.

Es aquí donde Pérez Torres acierta nuevamente al precisar que “el pueblo gordo de avaricia, tambaleándose en la nueva realidad, no sabe qué hacer con lo que tiene. Le han caído del cielo los hospitales, las universidades, las carreteras, el trabajo, el sueldo mensual, las pensiones. Ahora sí puede carajear, ahora sí puede insultar, solazarse y manifestar su ego escondido, ahora nadie le ningunea, puede hasta dilapidar y enseñorearse y pervertirse, porque es su derecho. Nadie le quita su derecho. El Estado vigila y propone su derecho. Se le entregó el pez sin enseñarle a pescar. Analfabeto de principios y de símbolos. Su egoísmo, su individualidad, su mediocridad, su ambición, están garantizadas”.[12] He aquí el summum de la nueva filosofía de los derechos humanos de los tiempos actuales. Reclamo absoluto, soberbio y pedante para el goce absoluto, soberbio y pedante de derechos; negación absoluta, violentamente negativa y obstinadamente canceladora para el incumplimiento absoluto, violentamente negativo y obstinadamente cancelador de deberes y valores. Inequidad, en suma cuenta, en la relación derechos-deberes.

Este empanzamiento de antivalores en las personas constituye el caldo de cultivo generador de ideas como las que cuestiona y critica sagazmente Ramiro De Valdivia. Ideas tales como estas: “si la pareja no resulta, el divorcio es la solución”, o “este es mi cuerpo y yo decido”, cuando la irresponsable gestante –irresponsable por acción amoral y por omisión inmoral–  reclama su derecho fundamental al aborto y es defendida por cierto cretino sector feminista, presionando al Estado para que despenalice la figura delictiva del homicidio de los nonatos por tratarse, según la absurda creencia de estas gentes, de un derecho humano de la mujer el poder decidir si continúa con su embarazo; o, peor todavía, “el sexo es biológico y el género una construcción social”, argumento –si así se le puede llamar a semejante insensatez– confusionista que esparce el desorden y siembra el caos para generar un laberinto conceptual entre los ciudadanos para embrollar los pensamientos y sacar partido de ello, pues sabido es que a río revuelto, ganancia de pescadores. Y el resultado de concepciones como estas han terminado casi por destruir el sistema de valores que iluminaron el devenir humano y dinamitar instituciones fundamentales de un integérrimo orden social, como la familia y el matrimonio, instituciones que, en verdad, son objeto de los odios ontológicos que destilan embrutecedoramente esos militantes de la cultura de la muerte que hablan, con galimatías impertérritas y con el apoyo de fabulosas contribuciones económicas y políticas internacionales, en irónico nombre de los derechos humanos, diseminando sus ideologías enfermas a través de los medios de comunicación de la prensa masiva para inocular su veneno social a mayor alcance.

Sin que fuese vidente ni místico, el genial Jean-Paul Sartre, adelantándose tres o cuatro décadas al final de su vida, afirmó lo que en nuestros tiempos habría de suceder: el arma fundamental de las clases dominantes en el mundo es el arma de la estupidez; estupidez que no es sino el resultado de la imbecilización total y absoluta de la sociedad, la que comienza por adormecer la consciencia de la gente para vaciarla finalmente de contenido absoluto en sus espíritus personales. El resultado: esclavos modernos, tontos útiles, imbéciles, personas impotentes y débiles de mente.

No se equivoca, pues, Pérez Torres cuando sentencia con razón que hay “en la televisión denigrantes estereotipos de nosotros mismos, en el cine la manera más sofisticada de asesinar a tu padre, en la política falsos profetas, en la administración pública prestidigitadores del hurto, en la escuela el implacable ejemplo de las  drogas, en la familia la violencia y el alcohol como un mueble más, en la vida cotidiana la grosería, el trato burdo, el insulto brutal. Amores eternos que terminan en la comisaría. Deseos de que a nuestros hermanos les azote otro terremoto por no pensar como uno”.[13]

Ahora, claro, decir esto, a contracorriente de lo que establece el statu quo social, el establishment, es un herejía sin lugar a dudas. Lo reconoce el propio Ramiro De Valdivia en varias páginas de su libro. Pero ello, evidentemente, no lo amilanó para escribir los textos que conforman esta monografía colectiva. Ya lo dije antes: don Ramiro no dice las cosas como cree que son, sino que las dice como ellas son.

Es esto, precisamente esto, lo que hace que Ramiro De Valdivia sea un rara aviz en la magistratura nacional. Rara aviz porque siendo el ambiente en el que él se ha desenvuelto, en condición de magistrado, un espacio reservado para el poder antes que para la reflexión académica, no deja de llamar la atención que un juez de su categoría y jerarquía escriba como habla y hable y escriba como piensa, es decir, consecuente, reflexiva y académicamente, sin exhibir las pompas y posturas características de virrey envejecido con aroma a naftalina, con mucha suntuosidad, ninguna humildad intelectual y exagerado relumbrón, que es la imagen que proyectan hacia el pueblo algunos de sus arrogantes colegas y que, aunque no todos, sino algunos, estos algunos, sin embargo, son.

No veo, pues, por todo lo dicho, que en este libro se critique al positivismo jurídico. En esto disiento de la opinión de Cárdenas Krenz.[14] El libro critica, evidentemente, al sistema social y su espíritu vacío y marchito. Y con él, critica su Derecho. Por eso mismo, el autor propone entre líneas unas veces, y de manera directa otras, cuál es el camino para hacer frente al modelo de sociedad anaxiológica en la que vivimos: desarrollar una educación certera y verdadera, contraria a la educación oficial, ésta que trafica con el conocimiento para destruirlo sin rubor alguno.

Lamentablemente para nuestra patria, como en muchas otras patrias sudamericanas, la educación de hoy no es más un valor; es un negocio. Y cierta fe religiosa no es virtud teologal que oriente el camino del hombre para la salvación del alma; es concupiscencia que sirve al enriquecimiento, no del espíritu del pastor y del que corresponde a su comunidad de creyentes, sino al enriquecimiento del patrimonio personal de aquél. Si no, pregúntenle a los dueños de las universidades con mayor presencia en el Perú[15] y a los pastores protestantes investigados hoy por la fiscalía por lavado de activos, cómo son las cosas.

Habría, nada más ya, que agregar en este punto, con la misma glosa y sorna con la que Ernesto Famá cantaba el “Cambalache” de Enrique Santos Discepolo en “El alma del bandoneón” de 1935:

“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor,
ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador.
¡Todo es igual, nada es mejor,
lo mismo un burro que un gran profesor!
No hay aplazaos ni escalafón,
los inmorales nos han igualao...
Si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
da lo mismo que si es cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón.”


Si usted, amable lector, es como los televidentes de los tiempos actuales, piensa como ellos y no le gusta que aquí se digan las verdades tal como son y sin tapujos, no se haga problemas, cambie de canal o, más certeramente en este caso, cambie de libro o, mejor aún, deje de leer. Así pensará menos, dará razón a la siempre errada y pésima interpretación del texto veterotestamentario del Eclesiastés en el versículo 18 de su capítulo primero, y no le dolerá la cabeza. Pero si forma parte de aquellos que saben y sienten sed de la verdad, lo invito a imbuirse de una lectura como ésta, que es viva, sana y ejemplificadora en toda la dimensión del término.




                 Prof. Dr. H. c. Mult. Luis Alberto Pacheco Mandujano
                 Magister juris constitutionalis
                 Director de la Academia de la Magistratura
                 Lima, 8 de octubre de 2017
                 Día del Combate de Angamos








[1] Sic. Cioran, Emil M., Ese maldito yo. Título original Aveux et anathémes, traducción del francés de Rafael Panizo. TusQuets editores, Colección Marginales, N.° 98, 6.ª edición, junio de 2015, Barcelona, 2014.

[2] A diferencia de otros tantos escritores jurídicos que abundan en el mercado de la literatura jurídica con sus pesados libros de Derecho, pesados por dentro y pesados por fuera. Hoy, cuando cualquiera puede escribir y publicar sin más.

[3] Cfr. Vargas Llosa, Mario, La sociedad del espectáculo, Madrid, Alfaguara, 2012.

[4] Cfr. Bauman, Zygmunt, Vida de consumo, FCE, México, 2007.

[5] La ley social que rige las relaciones entre los hechos sociales y la cultura, el espíritu de un pueblo, donde se albergan los conceptos jurídicos, políticos, religiosos, en una palabra, supraestructurales, señala que las condiciones materiales de existencia determinan, en última instancia, la consciencia social de los hombres.

[6] Por el contenido epistemológico-social de los escritos que siguen a continuación en este libro, y fuera de las resaltantes consideraciones ético-cristianas que caracterizan a Ramiro De Valdivia, me aventuro a considerar que aprehendió él a mirar mejor la realidad social, con los pies puestos en la tierra, sobre todo en la Universidad de San Agustín mucho más que en la Universidad Católica de Santa María, en cuya Facultad de Derecho cursó sus estudios de pregrado, por evidentes y obvias razones. Él dirá después si esta especulación mía fue correcta o estuvo equivocada.

[7] Sobre la mal llamada o, mejor dicho, la mal conceptuada opinión pública, me he referido en mi reciente libro Problemas actuales de Derecho penal. Dogmática penal y perspectiva político-criminal, donde he precisado lo siguiente: “La opinión pública no es sino lo que los medios de comunicación de la prensa masiva, sirvientes de las grandes corporaciones económicas, determinan qué es lo que debe considerarse como tal. Es la consecuencia del in-formar, es decir, del dar forma a la consciencia social, tan vacía de contenido por lo general. La opinión pública es, pues, resultado del dictado de la agenda social por parte de tales medios. Ortega y Gasset, refiriéndose a la opinión pública, ha precisado con justa razón lo siguiente: ‘Vivimos rodeados de gentes que no se estiman a sí mismas, y casi siempre con razón. Quisieran las tales que a toda prisa fuese decretada la igualdad entre los hombres; la igualdad ante la ley no les basta; ambicionan la declaratoria de que todos los hombres somos iguales en talento, sensibilidad, delicadeza y altura cordial. Cada día que tarda en realizarse esta irrealizable nivelación es una cruel jornada para esas criaturas resentidas, que se saben fatalmente condenadas a formar parte de la plebe moral e intelectual de nuestra especie… Lo que hoy llamamos «opinión pública»… no es en gran parte sino la purulenta secreción de esas almas rencorosas’ [cfr. Ortega y Gasset, J., Obras completas, tomo II, Revista de Occidente, sétima edición, 1966, Madrid, página 139]”. Sic. Pacheco Mandujano, Luis Alberto, Problemas actuales de Derecho penal. Dogmática penal y perspectiva político-criminal, A&C Ediciones Jurídicas, Lima, julio de 2017. Para abundar más en el tema, cfr. Keyserling, H., “Diario de viaje de un filósofo”, Madrid, Espasa-Calpe, S.A., 1928, I, páginas 357-358.

[8] Raúl Pérez Torres (1941) es un narrador, poeta y periodista quiteño. En los años setenta del siglo pasado integró la redacción de la revista “La bufanda del sol”; en la década posterior dirigió la revista “Letras del Ecuador” de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. El novelista ecuatoriano Ángel Felicísimo Rojas estima que Pérez “es uno de los escritores representativos de su tiempo y de su generación. Es el suyo un sensualismo amargo y desbordado. Pero el veneno que destila tiene, para el lector más exigente, un sabor de pecado que embriaga. Es un poeta maldito que, con su palabra lacónica y penetrante, descubre los secretos más recónditos del alma, a la cual lleva, cuando menos se piensa, a sumergirse en antros de pesadilla donde todo es bajo, vil y canalla. Inclusive el erotismo que satura sus bellísimos relatos, está teñido de tragedia y remordimiento. Pero su lectura apasiona y atrae” (sic. http://www.literaturaecuatoriana.com/htmls/literatura-ecuatoriana-narrativa/raul-perez-torres.htm, consultada el 29 de septiembre de 2017).

[10] En su magnífico libro Homo videns, el profesor Giovanni Sartori, concluye respecto de esta falaz fórmula diciendo así: “¿Hay algún modo mejor de ser más libre mentalmente? Si Negroponte y sus seguidores hubieran leído algo, sabrían que Leibniz definió la libertad humana como una spontaneitas intelligentis, una espontaneidad de quien es inteligente, de quien se caracteriza por intelligere. Si no se concreta así, lo que es espontáneo en el hombre no se diferencia de lo que es espontáneo en el animal, y la noción de libertad ya no tendría sentido. Para ir al núcleo de la cuestión debemos preguntarnos ahora: ¿libertad de qué y para qué? ¿De hacer zapping (cambiar constantemente de canales)?”. Sic. Sartori, Giovanni, Homo videns. La sociedad teledirigida, Editorial Taurus, Buenos Aires, 1998, página 134.

[11] Entrevista a Giovanni Sartori: “Pasamos del homo videns al homo cretinus”. En: Diario La Nación, Buenos Aires, edición del 22 de junio de 2016.

[12]  Sic. Opera mundi, opus cit.

[13]  Ibídem.

[14]  Cfr., página 18.

[15] Sobre todo a los dueños de aquellas universidades que, amparadas por el cuestionable decreto legislativo N.° 882 de autoría del gobierno del hoy condenado por crímenes de lesa humanidad, se jactan pretenciosamente de tener más filiales distribuidas en todo el país y que gracias a sus lucrativos negocios educativos convirtieron a exsoldados rasos del ejército peruano en nuevos millonarios con avión privado gracias al deshonesto negocio de la educación falsa y barata.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Prólogo a la obra "Jurisprudencia Interamericana sobre el proceso penal" de P. Aldea







En su celebérrima conferencia ofrecida en la Sociedad Jurídica de Berlín en 1847, Julius von Kirchmann aseguró que “dos palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”. Un año más tarde, en 1848, aunque desde posiciones teóricas absolutamente antipódicas,[1] en su Manifiesto del Partido Comunista, Karl Marx y Friedrich Engels denunciaban a la clase burguesa encarándola sin tapujos, espetándole que “vuestro Derecho no es sino la voluntad de vuestra clase erigida en ley”.[2]

En ambos casos –independientemente de las posiciones ideológicas y políticas a las que respondían estos tres famosos pensadores sociales– coincide el hecho de que tanto Kirchmann como Marx y Engels identifican al Derecho exclusivamente con la norma jurídica, con la ley –en el sentido amplio del término–, producto resultante del quehacer legislativo. Craso error, aún para mediados del siglo XIX porque el propio Kirchmann ya había advertido intuitivamente que el origen del Derecho se encuentra en las relaciones sociales, y ni qué decir respecto de Marx y Engels, quienes comprometieron su vida entera al estudio de la sociedad, de cuya base material [las relaciones sociales de producción en combinación con las fuerzas productivas] surge la superestructura, donde se ubican los elementos integrantes de la consciencia social, es decir, de la cultura humana, entre ellos, el Derecho.[3]

¿Cómo fue posible, entonces, que estos teóricos de la sociedad pudieran identificar, reductivamente, al Derecho únicamente con su producto formal final: la ley?

El Derecho no sólo es ley. Mejor dicho, el Derecho no comienza ni termina en la ley. La ley es sólo, de hecho, como en el caso del iceberg, la punta que se aprecia sobre la línea marina, pero bajo ella se encuentra un sólido compacto mucho más grande y significativo. ¿Qué contiene ese sólido compacto no expuesto a los ojos del profano pero que, con mucha más razón que en el caso de la ley, debe ser analizada, aprehendida y entendida por el jurista verdadero y por los estudiosos de la sociedad si quieren comprender de veras la forma de su desarrollo y transformación?

Los romanos, recordados entre otras muchas obras de la cultura antigua por su Derecho, del cual los países de Occidente somos herederos, solían reflexionar sociológicamente diciendo ubi societas, ibi jus, es decir, allí donde hay sociedad, allí hay Derecho. Quiere esto decir que, independientemente del mecanismo formal o social mediante el cual las sociedades en el mundo determinen la regulación de sus conductas, esto es, ya sea con leyes, máximas o con normas consuetudinarias, lo cierto es que toda sociedad posee Derecho. ¿Incluso las sociedades primitivas, como las gens o las tribus que precedieron a las civilizaciones, poseían Derecho? En efecto, incluso ellas poseían Derecho.[4]

Siendo esto así, queda claro –aunque, por supuesto, la aserción requiere de una mayor explicación de índole antropológica, sociológica y filosófica que aquí no me es posible desarrollar porque no es el lugar para hacerlo[5]– que el Derecho es, ante todo, un fenómeno social que brota del corazón mismo de las relaciones humanas, de las relaciones sociales; es decir, el Derecho es una parte de la realidad social que surge de la necesidad de los hombres de ordenar su sociedad, mantener control sobre ella y resolver los conflictos cuando surgiesen discrepancias trascendentes entre los seres humanos. Y es que el hombre es, como bien reflexiona A. M. Tamayo Flores,[6] siguiendo en esto a A. Supiot,[7] un homus juridicus, es decir, un ser creador y destinatario de las normas de Derecho. Por ello, es evidente que el Derecho no podría haber sido jamás natural como apuntaba metafísicamente la vieja y superadísima Teoría del Derecho natural.

El Derecho no es, en efecto, un producto de la madre natura, sino, por el contrario, es obra de la cultura humana. Dicho de manera más precisa, el Derecho es un producto social, histórica y culturalmente determinado. Por tanto, el Derecho ha estado, está y estará siempre con los hombres mientras estos existan, pues ubi societas, ibi jus.[8]

Siendo así, es decir, siendo que el Derecho es, en esencia, un fenómeno social que brota de las entrañas mismas de las relaciones sociales, que con el paso del tiempo genera un producto normativo que va adquiriendo un corpus formal cada vez más organizado y complejo, porque cada vez más organizada y compleja es la sociedad de la que surge, cómo no desarrollar un instrumento teórico, con adeéne epistemológico, que tenga por objeto de estudio tanto el fenómeno social de marras como el conjunto de normas que componen un orden jurídico que sirve para afianzar, reforzar y consolidar el modelo de sociedad que se implementa en un espacio determinado, en un tiempo dado.[9] Sería absurdo y un contrasentido si no se desarrollase una ciencia al respecto. Esta ciencia, que “estudia las leyes más generales que rigen la… integración de la base económica y la superestructura, desde la precisión del Derecho considerado como forma objetiva de existencia de la realidad social –es decir, en el espectro de la regulación normativa de la sociedad–, y que dialécticamente se mueven en el tiempo y en el espacio”,[10] es precisamente la denominada ciencia del Derecho.

En esto consiste entonces, desde el punto de vista de su composición estructural, el Derecho, al que, por la naturaleza de sus objetos integrantes, podríamos llamar, como los romanos de antaño, Derecho objetivo.

Para decirlo, pues, con precisión gráfica, el Derecho objetivo está integrado por: i) el fenómeno social al que llamamos Derecho; ii) por un Orden jurídico, al que también llamamos Derecho; y, iii) por una ciencia jurídica a la que igualmente llamamos Derecho. Derecho, con D mayúscula, para distinguirlo del derecho, con d minúscula, es decir, del derecho subjetivo, esto es, de la facultad que –para decirlo en términos sencillos– tiene la persona de hacer o no hacer algo siempre y cuando ese hacer o no hacer algo no afecte el derecho de los demás. Entonces, así, se habla del derecho a la educación, del derecho al trabajo, del derecho a la salud, del derecho a la propiedad, entre otros tantos derechos más.[11]

La relación del Derecho –y sus elementos constitutivos– con del derecho configura el objeto central del estudio de la ciencia del Derecho y sus disciplinas contribuyen no sólo a la comprensión de dicho objeto sino, también, a la aplicación de sus mecanismos normativos y teóricos. Por tanto, el Derecho no es –otra vez queda claro– sólo norma.

Pero, ¿qué hay de la afirmación de Kirchmann según quien el Derecho no podría ser ciencia precisamente porque “dos palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”? ¿No es el Derecho, entonces, ciencia?

Otra vez, debo precisar que en mi Teoría dialéctica del Derecho me he ocupado ampliamente sobre el particular, y desde un estricto punto de vista epistemológico he desbaratado las tesis imprecisas, metafísicas y vanas que afirman que el Derecho no es ciencia. Pero aquí quiero resaltar, para acabar de una vez con él, un argumento que, a pesar de revelar debilidad intelectual en su propuesta, sin embargo, parece haber calado en el pensamiento de nuestros juristas y estudiosos del Derecho.

Dicho argumento pretende explicar que el Derecho no podría constituir una ciencia toda vez que no es posible realizar experimentos que verifiquen la verdad de las proposiciones jurídicas, así como se realizan experimentos en el caso de las ciencias naturales: la física o la química. En suma cuenta, gracias a semejante idea, se entiende que el Derecho no es poseedor de un laboratorio de experimentación y, por tanto, no constituye una ciencia. He aquí, más o menos sintetizado, el argumento de nuestros sesudos juristas y estudiosos del Derecho. ¡Qué horror!

Cuando Kirchmann afirmó que el Derecho no podía ser una ciencia porque “dos palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”, se refería a dos cosas: primero, que el Derecho está compuesto únicamente por la producción legislativa, esto es, por la ley; y, segundo, porque ese producto legislativo siempre se encuentra retrasado en relación al avance social, de manera que si se pretendiera desarrollar una ciencia del Derecho esta ciencia del Derecho resultaría siempre falsa porque, siendo su objeto de estudio la ley –ley que fotografía un momento dado de la sociedad para perennizarlo, separándose del avance social– realizaría un análisis y una comprensión de una sociedad que siempre ya-no-es, actividad que no tendría sentido científico.

Empero, a pesar del error de comprensión epistemológica de Kirchmann en este punto, este razonamiento –aunque jusnaturalista al fin y al cabo– al menos tiene cierto sentido; está equivocado, pero algún sentido lógico posee. Sin embargo, aquél otro, el que afirma que el Derecho no podría ser ciencia porque no se pueden realizar experimentos de sus proposiciones jurídicas, ¿qué sentido podría tener?

Quienes argumentan de tal forma ignoran de plano qué es la ciencia y qué tipos o clases de ciencia existen. Esos sesudos juristas y estudiosos del Derecho no tienen, evidentemente, ni la más remota idea de lo que es una ciencia formal y en qué consiste una ciencia fáctica, ni cuáles son las formas de ciencia que integran estas referidas clases de ciencia.

Por eso, para acabar de una vez por todas con semejante argumentación, quiero poner un ejemplo que pondrá de manifiesto la profunda estulticia que caracteriza y define el contenido de aquélla. Este es el ejemplo:

Un profesor de matemática ingresa a la clase, se acerca a la pizarra, coge la tiza y escribe lo siguiente:

Resolver:
    
                                                       Ö -3



Evidentemente, los estudiantes responderían a la orden diciendo que es imposible resolver este problema puesto que, como es sabido, la raíz cuadrada de un número entero es un número que al ser multiplicado por sí mismo da como resultado el número inicial radicado. Y como es ley matemática el hecho que ( + ) por ( + ) da como resultado ( + ), y el producto de dos números negativos, ( - ) por ( - ), da siempre un resultado ( + ), entonces jamás se podría obtener un raíz cuadrada negativa.

El diligente profesor dará la razón a sus estudiantes, porque ciertamente están en lo correcto, pero al mismo tiempo les asegurará que, aun así, no es posible dejar irresuelto el problema porque, justamente por eso, se llama problema, y es menester resolverlo. Pero, ¿cómo hacerlo? El profesor, entonces, explicará lo siguiente: ―Como no es posible obtener la raíz cuadrada de un número negativo, lo que haremos será multiplicar el número dado, pero en sentido positivo y dentro de la propia radicación, por la unidad en sentido negativo, quedándonos la operación así:

                                                          _________
                                                    = Ö ( 3 ) . ( -1 )



―Esto es posible porque el producto de ( 3 ) por ( -1 ) nos da como resultado ( - 3 ). Llegados a este punto, se encuentra entonces que, en verdad, existen, por tanto, dos raíces cuadradas a ser resueltas: la raíz cuadrada de ( 3 ) y la raíz de ( -1 ):


      ____    _____
= Ö ( 3 ) . Ö ( -1 )


―De lo que, resolviendo la primera raíz cuadrada se tendrá el siguiente resultado:

                                                                     ______
                                                    = 1,7320 Ö ( -1 )



Hasta aquí, ya se tiene resuelta la raíz cuadrada de 3; pero, ¿y qué hay de la segunda raíz? ¿Cómo debe ser resuelta? El profesor explicará, volviendo al punto inicial, que no es posible obtener la raíz cuadrada de un número negativo pero que, en este caso, se ha llegado a reducir el asunto hasta la mínima expresión negativa: -1. Y, como no existe raíz cuadrada de ningún número negativo, ya en su mínima expresión, esta operación se convierte en un número ideal que es simbolizado así: ύ

La respuesta final resolutiva del problema del cual se partió quedaría entonces así:


= 1,7320ύ


Ahora bien, hecho este desarrollo para llegar a la resolución del problema, preguntamos lo siguiente: ¿en qué laboratorio físico o químico o físico-químico se puede verificar la verdad de esta resolución y de la respuesta ofrecida? ¡Obviamente en ninguno! Y, ya que esta operación matemática no puede verificarse en ningún laboratorio, ¿la matemática no será por ello ciencia? ¡Jamás!

La matemática es una ciencia ideal, llamada también ciencia formal, cuyos objetos de estudio son los números y las figuras, entes ideales que, no existiendo en la realidad concreta, sin embargo constituyen simbólicamente el reflejo formal-abstracto de las cantidades o magnitudes que se vinculan con los objetos propios de la realidad objetiva y es sobre dicho reflejo formal que la matemática, ciencia apriorística, trabaja de manera científica gracias a su elegante y maravilloso método axiomático y sin necesidad de recurrir a ningún laboratorio donde se verifique experimentalmente lo que las operaciones matemáticas nos dan a conocer.

De esto se deduce que no todas las ciencias –la matemática es un caso patente– requieren de la verificación experimental de sus proposiciones. De hecho, como bien apunta C. S. Nino, “ni la observación, ni la generalización, ni el uso hipotético deductivo de aserciones, ni la mensura, ni la utilización de instrumentos, ni la construcción, ni todos ellos juntos, pueden ser tenidos como esenciales para la ciencia. Porque se pueden encontrar ramas científicas en donde no se usan esos criterios o tienen poca influencia”.[12]

El Derecho, entendido como ciencia, no es una ciencia ideal, pero es manifiesto y patente el hecho de que, al no ser una ciencia integrante de las ciencias fácticas exactas donde se encuentran la física, la química y la biología, fundamentalmente, la ciencia del Derecho no tiene porqué recurrir al uso de la experimentación en laboratorio, hecho que no le resta, aun así, condición científica. Y queda demostrada, asimismo, con ese sencillo ejemplo, la infertilidad del argumento de nuestros sesudos juristas y estudiosos del Derecho.

Ahora bien, en más de una ocasión se ha verificado que, a lo largo del último sesquicentenario, de entre las diversas disciplinas que conforman la ciencia del Derecho, y fuera de la Teoría General del Derecho, el Derecho penal ha sido la rama que más ha evolucionado en términos epistemológicos. Otras disciplinas constituyen meras –y necesarias– técnicas del conocimiento –es el caso del Derecho civil, el Derecho laboral liberal y los diversos Derechos procesales–, mientras algunas otras, como el Derecho constitucional, una verdadera tierra de fértil cultivo para la infértil metafísica. Esto último es tan cierto que hoy, en el seno del Derecho constitucional, ha venido a desarrollarse una novedosa corriente de pensamiento denominada neoconstitucionalismo cuya novedad de contenido estriba en la forma nueva y audaz de decir lo viejo, que ya decía el jusnaturalismo hace más de dos siglos, con terminologías de apariencias neologistas. Es decir, ¡pura metafísica!

Esta es la regla general en el caso del Derecho constitucional, lamentablemente, salvo casos específicos que han iniciado la noble tarea de cientifizar esta rama del conocimiento científico jurídico. Este es el evidente caso de L. Ferrajoli[13] o R. Alexi,[14] quienes desarrollan planteamientos epistemológicos objetivos, razonables, verificables metodológicamente y, sobre todo, racionales y no especulativos. Yo mismo he denunciado, sin tapujos, este hecho en dos publicaciones relativamente recientes,[15] y lo he hecho a riesgo de ser considerado un expectorado del club de amigos del Derecho constitucional. Francamente, poco me interesa e importa este efecto generado en mí; yo suelo guiarme en la academia por principios de orden epistemológico. Ya lo había dicho en uno de esos textos: amicus Plato sed magis amica veritas. Precisamente por ello es que considero, con Mosterin, que “el primer deber de los intelectuales es ser intelectualmente honestos y reconocer la realidad tal como es. No es una cuestión de poder, no es una cuestión de sojuzgar a nadie”.[16]

Este conjunto de reflexiones que he venido formando en torno al estatus científico del Derecho me ha venido a colación a propósito del libro del profesor Aldea, a quien conocí en los primeros días del mes de julio de 2015 en la Universidad de Castilla – La Mancha, en la diputación de Toledo, Reino de España, cuando comenzábamos los estudios de posgrado en el Master Oficial en Derecho constitucional que nos vincularon amicalmente, casi de inmediato, hasta el día de hoy. El profesor Aldea, sin embargo, me manifestó en la madre patria que ya me había conocido en la ciudad de Huaraz, capital de la Región Ancash, el año 2013, cuando yo desempeñaba el cargo de Gerente Central de la Escuela del Ministerio Público de la República del Perú y, con tal condición funcional, me hice presente en el seno de la fiscalía de jurisdicción huaracina con el objetivo de impartir una clase de teoría del delito para fiscales y asistentes en función fiscal. He lamentado mi mala memoria y no haber aprovechado mejor, con anticipación, la posibilidad de gozar de la amistad y sapiencia de este magnífico intelectual.

En España, sin embargo, fui testigo del gran conocimiento, de naturaleza francamente enciclopédico, y extraordinario dominio, que nuestro autor poseía del Derecho constitucional, al cual concebía, al igual que yo, como una disciplina de la ciencia jurídica que merecía ser mucho más que la metafísica a la que se encontraba aún reducida en pleno cuarto inicial del siglo XXI. De allí, a partir de esta premisa de concepción, el profesor Aldea se encargó de desarrollar planteamientos sistemáticos, metodológicamente aprehendidos, analizados y estudiados, para presentar ideas, si no arriesgadas, sí vanguardistas que hacían que mi iconoclasta forma de ver al Derecho constitucional se deleitara con la esperanza que depositaba en este bisoño colega mío –un auténtico constitucionalista por formación y decisión profesional– al ver que la impronta de su juventud ofrecía la posibilidad de contribuir a la necesaria y merecida gestación científica de esta rama de la ciencia del Derecho.

Es en este contexto de convergencias personales, amicales y científicas, que el profesor Aldea me pidió que escribiera la introducción a este libro suyo. Yo recibí esta propuesta, por supuesto, halagado, pero me parece que sin merecimiento alguno, pues bien sabe mi oferente que, aun cuando llevamos juntos los estudios en los claustros de la Universidad de Castilla – La Mancha, sin embargo mi especialidad es la filosofía del Derecho y el Derecho penal. Pero quizás sea por esto –voy a especular un poco–, y no tanto por la profunda amistad que nos vincula, que el profesor Aldea me haya solicitado le escribiera este Vorwort, que es como los alemanes llaman al exordio que principia una obra: una mirada desconfiada y desenfadadamente liberada de los prejuicios metafísicos que invaden nocivamente el constitucionalismo contemporáneo puede constituirse en un referente epistemológico fresco pero serio que permita emitir juicios razonables sobre lo que se predica en este campo del conocimiento jurídico, a la vez que asegura la existencia de un compromiso contraído, no con ese despreciable statu quo internacional al que muchos de los constitucionalistas actuales rinden pleitesía por conveniencias de orden mundano, sino, por el contrario, compromiso contraído con la ciencia jurídica y con la humanidad, no de manera puritana, sino de modo social.

Me place, por ello, introducir esta opera prima de P. Aldea, porque en sus dos vigorosos capítulos se encuentran elementos[17] que, habiendo sido concebidos en un ambiente donde se respiran provectas teorías metafísicas que envilecen al Derecho constitucional, prometen contribuir, contrario sensu, a la concreción científica de esta disciplina troncal del Derecho, lo que, a su vez, permite derivar la sistematización de la jurisprudencia del Tribunal Interamericano de Costa Rica que, independientemente de su conocida e invertida orientación política e ideológica actual, y con la novedad de presentarse en este libro tal jurisprudencia concordada con nuestro Código Procesal Penal, puede apuntar a desentrañar consideraciones lógicamente estructuradas, conteniendo razonamientos proposicionales que parten de la realidad objetiva en contextos sociales dialécticos de donde se extraen conocimientos a partir de procesos racionales que se elevan de lo abstracto a lo concreto, con el objetivo de objetivar el proceso en beneficio de la sociedad en su conjunto, primero, y de las partes entradas en conflicto, paralelamente. Y así cabe la posibilidad de explicar, no necesariamente a título de algoritmos lógico-objetivos, pero sí como conceptos categóricos centrales en el campo del Derecho procesal penal de influencia constitucional, esto es, en el ámbito del modelo procesal penal acusatorio garantista, categorías tales como el derecho de defensa y los medios para su preparación, el derecho a contar con un abogado y la defensa pública adecuada, la validez de los elementos probatorios, la presunción de inocencia, el plazo razonable, la complejidad del caso y la función jurisdiccional, así como la aplicación de estos conceptos a procesos especiales, como los de extradición o desaparición forzada.

Este libro resultará por eso, sin lugar a dudas, un texto de consulta obligatoria no sólo para los magistrados, juristas y abogados que trabajan diariamente con asuntos propios del Derecho constitucional, sino, también, para aquellos otros letrados que destinan sus esfuerzos cotidianos a la comprensión de un Derecho penal y procesal penal de base constitucional y, sobre todo, social-humanista. Y ni qué decir con respecto a los estudiantes de Derecho que, en buena cuenta, es el concepto que nos abarca a todos los que dedicamos nuestra vida entera a la ciencia del Derecho, a su comprensión y aprehensión, y a la que consideramos como instrumento teórico necesario de evaluación y enjuiciamiento dialéctico de la forma positiva de ordenación y también de transformación social. Este libro nos será, por tanto, de gran valor y utilidad por un largo tiempo, tanto por sus conceptos propios como por la sistematización que nos ofrece. Enhorabuena por ello al profesor Aldea.



Prof. Dr. H. c. Luis Alberto Pacheco Mandujano
Magister Iuris Constitutionalis
Lima, primavera de 2017






[1] Kirchmann rechazó la dialéctica de Hegel, aceptó parcialmente la Crítica de la Razón Pura de Kant y prefirió inclinarse hacia el jusnaturalismo racionalista.

[2]  Sic., Marx, K. y  Friedrich E., Manifiesto del Partido Comunista, SARPE, Madrid, 1983, pág. 44.

[3]  Recordada es la proposición angular de Marx en la que señalaba, y ciertamente con genial certeza, que “en la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se erige la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.” [sic. Marx, C., “Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política”; en: Marx, C. y F. Engels, Obras escogidas en dos tomos, tomo I, Editorial Progreso, Moscú, pág. 343]. Y agregaba Engels diciendo: “La estructura económica de la sociedad en cada caso concreto constituye la base real cuyas propiedades explican, en última instancia, toda la superestructura de las instituciones jurídicas y políticas, al igual que la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico” [sic. Engels, F., Anti-Dühring. En: Marx, C. y F. Engels, Obras completas, tomo XX, Editorial Progreso, Moscú, pág. 26].

[4]  Al respecto, cfr. Engels, F., El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado. En: Marx, C. y F. Engels, Obras escogidas en dos tomos, tomo II, Editorial Progreso, Moscú. Asimismo, Morgan, L. H., La sociedad ancestral, Editorial Ayuso, Madrid, 1987. También, Malinowski, B., Crimen y costumbre en la sociedad salvaje, Editorial Planeta-De Agostini, S. A., Barcelona, 1985. Desde un punto de vista de la etología, Morris, D. El mono desnudo, Editorial Debolsillo, Madrid, 2017.

[5] En todo caso, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., Teoría dialéctica del Derecho, Ideas Solución Editorial, Lima, 2013, págs. 38 y ss.

[6] Cfr. Tamayo Flores, A. M., Derecho en Los Andes. Un estudio de Antropología Jurídica, CEPAR, Lima, 1992.

[7] Cfr. Supiot, A., Homo Juridicus: Ensayo sobre la función antropológica del Derecho, traducción de S. Mattoni, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2007.

[8] En este punto, Marx se encontraba en un profundo y grave error de concepto cuando aseguraba que a la desaparición del Estado burgués seguiría la inexorable e ineludible desaparición del Derecho. Este problema lo he aclarado y desarrollado, reivindicando dialécticamente a Marx, en mi Teoría dialéctica del Derecho. Al respecto, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 38.

[9]  Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 83.

[10] Sic. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 132.

[11] En esta explicación se verifica el carácter multívoco, polisémico, del término Derecho.

[12] Sic. Nino, C. S., Introducción al análisis del Derecho, Barcelona, 1983, págs. 318-319. En este mismo sentido, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 47.

[13] Cfr. Ferrajoli, L., Principia iuris, tres tomos, Editorial Trotta, Madrid, 2011.

[14] Sólo para citar un ejemplo, cfr. Alexi, R., Teoría de los derechos fundamentales, primera reimpresión de la segunda edición en español, traducción y estudio introductorio de C. Bernal Pulido, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2008.

[15] Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “Quodlibetum IX: Breves consideraciones sobre la relación existente entre el Lenguaje y el Derecho”, en: Díaz Revorio, F. J. y Ma. E. Rebato Peño, La justicia constitucional en Iberoamérica: Una perspectiva comparada, Coordinadores: J. López de Lerma Galán y W. M. Jarquín Orozco, Universidad de Castilla – La Mancha, España; Ubijus Editorial S. A., Ciudad de México, 2016, págs. 97-113. También, Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “El inhumano Derecho Penal de una funesta concepción de los derechos humanos. Un punto de vista heurístico concerniente al entendimiento convenido [aunque no conveniente] del sistema teórico de los derechos humanos a partir de un caso concreto”, en: Pacheco Mandujano, L. A., Problemas actuales de Derecho Penal. Dogmática penal y perspectiva político-criminal, Editorial A&C, Lima, 2017, págs. 187-256.

[16] Sic. Mosterín, J., Epistemología y Racionalidad, Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, primera edición, junio de 1999, pág. 36.

[17]  Entre ellos, el control de convencionalidad y los criterios objetivos de su aplicación.