lunes, 28 de julio de 2014

El Derecho como ciencia

(Extraído del libro "Teoría dialéctica del Derecho", de Luis Alberto Pacheco Mandujano, Ideas Solución Editorial, Lima, junio de 2013, páginas 38-64).



Primera pregunta obligatoria que debe hacerse tanto el jusfilósofo, cuanto también el jurista y el estudioso serio del Derecho: ¿quid jus est?

Al procurar responder la interrogante de larga data, recorreré previamente por dos planos que merecen importante atención: el del Derecho entendido desde y con la ciencia, y el del Derecho entendido y comprendido desde la filosofía. Sin embargo, dado que es mi interés revestir esta investigación de seriedad dialéctica científica, tal recorrido lo desarrollaré vinculando el contenido de los referidos planos con la historia, pues sabido es que nada se desarrolla fuera de ella.

Para lo primero, definiré en primera instancia lo que debe entenderse por ciencia y, acto seguido, qué es la ciencia del Derecho. Lo segundo resulta de un abarcar temas y elementos de naturaleza trascendental, lato sensu verbum, propios del Derecho. Empero, debo remarcar de una vez que el objeto de atención de este libro no abarcará mayor desarrollo que el que se hace en este lugar sobre el primer plano, sino, más bien, tal desarrollo será privilegio del segundo.

No obstante esta limitación impuesta por la exigencia misma y los fines de mi propósito tético, nada me impide realizar un acercamiento tangencial, por lo menos, a los problemas teóricos y prácticos que en forma tan apasionada se debaten en la discusión de si el Derecho –entendido el término como sinónimo de ciencia jurídica– es o no ciencia. Además, se me presenta la ventaja de que este acercamiento me otorgará la posibilidad de permitirme sentar ciertas bases epistemológicas mínimas sobre las que, me parece, debería reconducirse la polémica, para hacerla mucho más objetiva y científica de lo que en la actualidad es. Pero, por sobre todo, si me dispongo a tratar este tema ahora, es en realidad porque el hecho me permite conectar este asunto con los prolegómenos del tema central de mi investigación: el descubrimiento científico[1] del ser del Derecho, que no es otro más que uno que tiene su origen en las relaciones materiales propias del ser social. Para lograr tal fin, he tomado por método de investigación el que habrá de caracterizar el despliegue de este trabajo: el método científico dialéctico.

Delimitadas entonces las fronteras de esta parte del primer capítulo del libro, sin más, toca ingresar ya al primer plano antes referido.

Para ello, comenzaré por referirme al hombre, pero el hombre en sociedad, por supuesto; el ser que en cierto estadio de avance de las fuerzas productivas, se pregunta por el ser;[2] el ser que, históricamente, entre otras varias cosas, se ha cuestionado y se cuestiona aún el qué y el por qué de las cosas. Ese hombre que, desde antiguo, para responder a sus autointerpelaciones, va tratando de encontrar sentido en las cosas del mundo y en su existencia porque, como ha apuntado bien Watzlawick, “los seres humanos tendemos a buscar un orden en el curso de los hechos”.[3]

Las diversas explicaciones que se han ido dando a lo largo de nuestra existencia como raza, sobre todo respecto de lo que es, como clara consecuencia del avance de las relaciones sociales de producción, han ido también generando en nosotros una serie de conocimientos que, en razón de su valor gnoseológico, bien pueden ser reunidos en tres grandes grupos o familias que se suceden uno respecto del otro en grado ascendente, de principio a fin: un conocimiento vulgar, un conocimiento científico y un conocimiento filosófico,[4] intrínsecamente relacionados a la evolución de las condiciones materiales de existencia. Entre estos, al mismo tiempo, existe una serie de niveles poco más poco menos acercados o separados.

Resulta innegable, pues, que con ellos –los conocimientos– el hombre ha ido descubriendo, siempre de la mano del progreso material de la sociedad, ese sentido existencial antedicho.

Ahora bien, recordando el carácter tangencial con el cual desarrollaré esta parte del capítulo en torno al entendimiento científico del Derecho, he de centrar mi atención, por el momento, en el tema del llamado conocimiento científico. De ahí que, como condición primera para develar correctamente lo propuesto, necesariamente deba formular la siguiente pregunta: ¿qué es la ciencia?

Frente al conocimiento vulgar que caracterizó el imaginario colectivo de los antiguos hombres –específicamente de aquellos que pertenecieron a las diversas culturas que van desde el período de la descomposición del régimen primitivo hasta el esclavismo–, ganado por las explicaciones míticas que ellos mismos se dieron para interpretar y entender al mundo, su medio natural, al hombre y su sociedad, sobrevino en la antigua Grecia –por la labor de los sabios, primero, y la de los filósofos, después– un marcado interés por desarrollar una episthmh,[5] en lugar de conformarse con una simple dόxa,[6] para alcanzar la alήqeia[7] de la realidad. Es por eso que, por ejemplo, en los albores de la historia de la filosofía antigua, Thales recomendaba recurrir al lógoz[8] antes que al μθος,[9] para entender racionalmente el άrcή[10] del kosmwz.[11] Fue precisamente esto lo que posibilitó el surgimiento de la filewsofia,[12] la que fue fundada sobre la base de ese característico bίoz qewrhticóz[13] helénico, lo que constituyó el primer intento serio de hacer ciencia hace unos veintisiete siglos atrás.

Desde entonces, al interior de la filosofía se desarrolló primero la matemática, la que adquirió el carácter de ciencia autónoma con los pitagóricos,[14] y, algún tiempo después, con Aristóteles, la lógica, comprendida como la ciencia destinada a determinar la validez de las formas del pensamiento y de los razonamientos.

Con esta forma superior del conocimiento, ora objetiva, ora rigurosamente ordenada y sistemática, se fue desarrollando de manera necesaria y paralela el método científico. Es este el momento real del surgimiento de la ciencia, aún cuando adoleciese entonces de muchos defectos, imprecisiones y demás limitaciones impuestas por el momento histórico, lo cual resulta –justamente por eso– muy comprensible.

Sin embargo, en el Libro IV de su Metafísica,[15] superando a Parménides y a su maestro Platón, Aristóteles definió su filosofía primera o cuestión del saber por excelencia, como la ciencia de las primeras causas y de los primeros principios, esto es, la ciencia que consideraba universalmente el ente en cuanto tal, o sea, la totalidad de las cosas en cuanto son. Mas, como quiera que semejante labor trataba de ser también desarrollada por la teogonía característica del conocimiento vulgar, el μθος,[16] el propio estagirita aclaró que la ciencia no podría distinguirse verdaderamente del conocimiento vulgar ni llegaría a ser realmente ciencia sino solo cuando determinase el por qué o la razón de ser necesaria de lo que se afirma. De ahí que en el Libro I de los Segundos Analíticos –cuarto texto del Organόn,[17] en el cual Aristóteles abordó el problema de la ciencia–, se lea la genial precisión y puntualidad para definir la misión de la ciencia: “scire simpliciter est cognoscere causam propter quam res est et non potest aliter se habere”.[18] La ciencia se consolida así, ya propiamente, como el producto más complejo que ha creado el ser humano.

Desde entonces, ella evolucionó ineluctable e inconteniblemente, a pesar de haber sufrido largas etapas de receso –el obscurantismo medioeval es prueba concreta de ese letargo–. Y aunque definirla no ha sido tarea fácil, en el siglo XX –el Siglo de la Ciencia–, teniendo en cuenta sus características fundamentales, constituye contemporáneamente una definición bastante completa la proporcionada por Ezequiel Ander-Egg, según quien la ciencia es “un conjunto de conocimientos racionales, ciertos o probables, que, obtenidos de manera metódica y verificados en su contrastación con la realidad, se sistematizan orgánicamente haciendo referencia a objetos de una misma naturaleza, cuyos contenidos son susceptibles de ser transmitidos”.[19]

A su turno, Mario Bunge prefiere definirla, más lacónicamente, solo como el “conocimiento racional, sistemático, exacto, verificable y por consiguiente falible”.[20]

Empero, ante todo, es menester enfatizar que “la ciencia es un sistema de conceptos acerca de los fenómenos y leyes del mundo externo o de la actividad espiritual de los individuos... cuyo contenido y resultado es la reunión de hechos orientados en un determinado sentido, de hipótesis y teorías elaboradas y de las leyes que constituyen su fundamento, así como de procedimientos y métodos de investigación [todo lo cual] permite prever y transformar la realidad en beneficio de la sociedad”.[21] De ahí precisamente que la fuerza del conocimiento científico radique en el carácter general, universal, necesario y objetivo de su veracidad, la cual se comprueba y puntualiza constantemente, de modo preferente y habitual, en el curso de la práctica social.

Ahora bien, si nos adentramos más profundamente en el asunto, constataremos que por regla general la estructura del conocimiento científico está integrada por dos elementos constitutivos. En principio, por el llamado elemento descriptivo, basado en proposiciones que enuncian las propiedades de determinados objetos que se captan a través de la experiencia, la que puede darse de tres diferentes modos: sensible, psicológico (denominado también “observación”) e intelectual (que enuncia propiedades de objetos captados a través del pensamiento, constituyendo los denominados axiomas o postulados); y, en segundo lugar, por el denominado elemento lógico-racional, gracias al cual se adquieren nuevos conocimientos y se explican y comprenden los objetos descritos. Este último elemento es el complemento necesario de la descripción pues sistematiza y desarrolla el entendimiento del objeto descrito, cumpliendo dos funciones: primero, aumenta nuestros conocimientos y, después, los esclarece.

De esta manera, con la participación de estos dos elementos, el conocimiento científico completo de un objeto puede responder a dos preguntas significativas: cómo es el objeto –lo cual nos remite inmediatamente a la descripción del mismo– y por qué es así el objeto –que corresponde a la parte explicativa, lógico-racional, del conocimiento de la cosa–.

Por otro lado, como bien han detallado Kédrov y Spírkin, la ciencia moderna es un conjunto extraordinariamente subdividido de ramas científicas diversas. Al clasificarla, Bunge –que es del mismo parecer  que los anteriores, tal vez por ser partidario del realismo científico– las divide en ciencias formales o ideales y en ciencias fácticas o materiales. Sobre esta base, dice el epistemólogo argentino que “esta ramificación tiene en cuenta el objeto o tema de las respectivas disciplinas: también da cuenta de la diferencia de especie entre las proposiciones que se proponen establecer las ciencias formales y las fácticas: [pues] mientras las proposiciones formales consisten en relaciones entre signos, las proposiciones de las ciencias fácticas se refieren, en su mayoría, a entes extracientíficos: [esto es] a sucesos y procesos... [Y esta] división también tiene en cuenta el método por el cual se ponen a prueba las proposiciones verificables: mientras las ciencias formales se contentan con la lógica para demostrar rigurosamente sus teoremas... las ciencias fácticas  necesitan más que la lógica formal: para confirmar sus conjeturas, necesitan de la observación y/o experimentación. En otras palabras, las ciencias fácticas tienen que mirar las cosas y, siempre que les sea posible, deben procurar cambiarlas deliberadamente para intentar descubrir en qué medida sus hipótesis se adecuan a los hechos”.[22]

En esta cita he puesto de relieve algunos elementos internos constitutivos y fundamentales de la ciencia. De entre ellos, para quienes hayan profundizado en el tema, resulta patente el hecho de que la proposición se erige como una especie de elemento-eje por cuyo torno gira y desarrolla la ciencia,[23] elemento fundamental que, como conditio sine qua non, permite su construcción, despliegue y progreso. Viene ya después el objeto que se identifica, en todas sus dimensiones, a través de la proposición y, por último, el método que lo estudiará.

En general, esta clasificación de las ciencias sirve para comprender los elementos-principio que debe reunir un conocimiento que pretenda alcanzar el estatus de ciencia. Pero, cierto también es que “ni la observación, ni la generalización, ni el uso hipotético deductivo de aserciones, ni la mensura, ni la utilización de instrumentos, ni la construcción, ni todos ellos juntos –precisa Nino–, pueden ser tenidos como esenciales para la ciencia. Porque se pueden encontrar ramas científicas en donde no se usan esos criterios o tienen poca influencia”.[24] La matemática, por ejemplo, no recurre ni a la observación ni mucho menos a la experimentación como técnica de verificación de sus procedimientos deductivos.

Puntualizando su antedicha aseveración, Carlos Santiago Nino dice de tales elementos-principio que “no son ni necesarios ni suficientes [en forma absoluta], pero pueden estar presentes en mayor o menor grado y contribuir a garantizar lo que reconocemos como científico. Su desaparición conjunta remueve de una actividad el carácter científico; su presencia en alto grado crea condiciones reconocidas como preeminentemente científicas”.[25]

Sin embargo, pese a tan precisa explicación, la influencia del neopositivismo y del neokantismo en el siglo XX, en especial de quienes provienen de la Escuela de Baden, permanece entre nosotros cuando se niega que las ciencias fácticas sociales sean en realidad ciencia. Los neokantianos de la Escuela de Friburgo, por ejemplo, se han dedicado de manera especial a fundamentar la contraposición entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, basándose en la teoría kantiana de la razón pura y la razón práctica y en el criterio de que no sería posible alcanzar un conocimiento científico de los problemas sociales, los cuales son únicamente accesibles, según dicha escuela, al examen normativo y teleológico (finalista), o sea, a la especulación metafísica. El Derecho, como rama de las ciencias sociales, ha tenido así que sufrir las consecuencias.

A pesar de todo ello, después de lo explicado y reconociendo en la teoría jurídica la permanente presencia de los elementos-principio propios del conocimiento científico, el Derecho, entendido como teoría que comprende y explica las regulaciones normativas de las relaciones sociales actuantes en la realidad objetiva, ya podemos decirlo, sí es ciencia.

Claro que esta explicación resulta, por ahora, muy incipiente y, tal vez, hasta bastante elemental. Pero téngase en cuenta que se basa en fundamentos básicos y propios de un verdadero análisis epistemológico. Además, por otro lado, es necesario que esta forma de análisis hecha aquí, haya sido así: ya había quedado dicho antes que la naturaleza de mi investigación no me permitía abarcar ni profundizar más en el tema.


Todos los entendidos en el tema conocen –y los profanos al menos suponen– las ventajas que tenemos y a las que accedemos al reconocer la naturaleza científica del estudio del Derecho. Evidentemente, me refiero aquí al estudio del Derecho entendido no como forma objetiva de existencia de la realidad, sino como teoría jurídica. Y, obviamente que cuando hablo de ventajas, no me refiero al prestigio trivial del que se vanaglorian los científicos de preponderante influencia neopositivista y/o neokantiana. ¡No! Me refiero más bien a las ventajas académicas, sociales, teóricas y prácticas que el nivel nos permite alcanzar, posibilitándonos conocer la verdad que entraña nuestro objeto de estudio: el Derecho. Pero, como ello es de suyo común, no voy a hacer mayor referencia sobre el particular.

Más bien, precisaré aquí lo que me parece que serían algunas de las consecuencias que seguiríamos obteniendo de seguir alineadamente –como sucede hoy– a esos que niegan la naturaleza científica del Derecho. Entre otras varias, citamos las siguientes:

a)    Primero, seguimos corriendo el riesgo de caer en el infecundo campo del agnosticismo socio-jurídico, al asumir que no es posible alcanzar o desarrollar un conocimiento científico de las relaciones jurídicas que operan en la sociedad. Ello traería la lamentable consecuencia de asumir una posición escéptica –por puro ignorante gusto– sobre el conocimiento que bien podríamos obtener de nuestro objeto de estudio y la consecuente alienación totalizante de nuestra consciencia;

b)    Segundo, dejaríamos al Derecho, entendido tanto como el conjunto de relaciones normativo-sociales reales cuanto como teoría científica que estudia las leyes objetivas que reflejan dichas relaciones, como escribe Hegel, “abandonado a la contingencia subjetiva de la opinión y del arbitrio”,[26] lo que conllevaría a un subjetivismo tan grande que, a la larga, cualquier bien intencionado profano, por su simple versada opinión, asumiría por derecho propio la investidura de jurista, magistrado judicial, abogado o estudioso del tema, o de todos a la vez.

Es esto precisamente –al menos en el Perú– lo que sucede en nuestras Facultades de Derecho y, de modo más patético y clamoroso, en el Poder Judicial y en el Ministerio Público. La experiencia obtenida sobre el particular indica que, hoy por hoy, literalmente cualquier alevino profano –con las honrosas minúsculas excepciones–, ha asumido las condiciones antedichas por su libre albedrío o, como diría Virchow, por la práctica de la libertad en la ciencia,[27] lo cual consiste en pensar, escribir y opinar con especial desahogo sobre cosas que se ignoran en absoluto. Es esta la realidad que nuestros horrorizados profesores universitarios y nuestros muy omniscientes estudiosos magistrados judiciales –repito, con salvadas excepciones– se niegan a reconocer impelidos por el mismo hecho de que, entre otras causas más, la permanencia de este statu quo resulta toda una ventaja para sus intereses: continuar negando la naturaleza científica del Derecho resulta política, social y económicamente todo un gran beneficio para ellos. La idea central de los efectos prácticos obtenidos con esta situación sería más o menos esta: “No existiendo ciencia del Derecho, no existe tampoco necesidad de ser científico del mismo. Y, como no lo soy, ni tampoco es mi interés serlo, asumo sin más la posición que me toque ocupar, ora como ‘jurista’, ora como magistrado, ora como profesor universitario o lo que, en fin, me toque ser”.

c)       Tercero, al negar la naturaleza científica del estudio del Derecho, este se convierte en mero tecnή.[28] Sin embargo, se pretende olvidar (¿acaso sea a propósito?) que la tecnología es resultado de la técnica que proviene de una previa base científica.[29] Por lo mismo, si asumimos que, en efecto, el estudio del Derecho no se eleva al estatus de ciencia sino únicamente constituye mera tecnología del conocimiento, cabe preguntarse cuál sería entonces la base científica de la que provendría su técnica. Si se responde recurriendo al lugar común de que esta la constituye la sociología, lo cual es una verdad a medias –y como toda verdad a medias, finalmente es una falsedad–, no podemos sino advertir que, por ello mismo, nos encontramos ante un típico caso de sociologismo –que no es lo mismo que influencia sociológica– que no hace sino contaminar flagrantemente a la ciencia del Derecho,[30] de lo cual toca a nuestra futura tarea su expectoración. Mas de todo esto se infiere entonces que aun aquellos que hablan del estudio del Derecho como disciplina, es decir, como mera técnica, finalmente, sabiéndolo o no, tienen también que aceptar el carácter científico de la ciencia del Derecho. Empero, resulta patente el hecho de que, con lo anterior, no tenemos ante nosotros más que una tremenda incongruencia de quienes plantean semejante desatino, por decir lo menos. Es que, finalmente, como muy bien resume V. Malpartida Castillo, Presidente de la Corte Superior de Justicia de Ica, desde dentro del endriago, y reseñando la situación académica de nuestros magistrados, nuestros intelectuales y nuestros académicos en el Perú, vivimos “en un país donde se opina muchas veces careciendo de fundamentación o con una muy pobre”.[31]

d)    Por último, al asumir cierto grupo en especial la postura según la cual el estudio del Derecho no posee un carácter científico como sí las ciencias ideales y las ciencias naturales,[32] basados en ciertas proposiciones mal repetidas de otros tantos ciertos gurúes del conocimiento moderno, por y con su ignorancia, cortan de raíz toda posibilidad de asumir el sentido cambiante del mundo y de la ciencia que trata de conocerlo y que, por ende, también es cambiante. Afortunadamente, esto solo ocurre en sus cerrados entendimientos. Pero sus actitudes y proceder, por supuesto, tiene repercusión objetiva y real. Con su vocación obscurantista, aquellos no hacen sino convertirse en amodorrados tributarios de charlatanes y narradores de cuentos como Toffler, Fukuyama, Johnson o, más cercanamente a nuestras latitudes, Cornejo, Cuauhtémoc Sánchez y Coelho, entre otros más, ideólogos todos ellos del irracionalismo instaurado, propiciado y subvencionado por el orden mundial imperante del cual ellos, siendo algunos de sus más férreos militantes, siguen y defienden[33] bonzaicamente; orden mundial al cual ahora se llama con el eufemismo de globalización, punto de partida desde donde asumen posición negativa respecto de las ciencias sociales, las cuales les resultan –de modo especial a sus sectores más avanzados y radicales– en extremo peligrosas.

Con ellos, nuestros profanos estudiosos del Derecho hacen cierto tipo de masa amorfa y, al repetir sus adormecedores discursos, se limitan todos ellos, viles representantes del impenitente cretinismo académico, entre sumos sacerdotes y píos fieles, a regurgitar y glosar verdades de perogrullo que son asumidas como verdades universales. Pero lo cierto es que, como muy bien señalaba Engels, en el terreno del conocimiento de la sociedad, el que “quiera salir a la caza de verdades definitivas de última instancia, de verdades auténticas y absolutamente inmutables, conseguirá poco botín, como no sean trivialidades y lugares comunes de lo más grosero”.[34] Así entonces, aquellos pigmeos y profanos pertenecientes a la misma familia, no deberían merecer más atención que la que les corresponda. Más bien, a quienes en verdad debe combatirse en todo terreno, es a los pontífices a los cuales aquellos siguen, porque son quienes responden de manera directa a intereses político-sociales superiores del stablishment moderno. Es a ellos a quienes debemos decirles que, en Derecho, “el imperativo de la utilidad de la ciencia impone la claridad de las ideas, la apreciación de los elementos irracionales que existen en el ordenamiento jurídico [para erradicarlos y traer en su lugar elementos racionales que reflejen objetivamente el mundo real], que se tenga en cuenta la realidad social que la norma regula y, de manera fundamental, que se busque el fin de esta”,[35] el cual se inscribirá en la cabal labor de construcción de una sociedad más íntegra, verdaderamente moderna y justamente organizada, donde se imponga finalmente la norma social más justa teniendo en cuenta la regla: “a cada quien de acuerdo a sus necesidades y de cada quien de acuerdo a sus posibilidades”.


Todo lo dicho nos lleva a entender que, en conjunto, y por sus efectos prácticos, al asumir la calidad científica del Derecho, como bien lo considera el profesor Manuel Abanto Vásquez, tal proceder “demuestra palpablemente cómo pueden y deben actuar teoría y práctica, doctrina y labor judicial, para tratar de dar solución más justa a los problemas”.[36] La ciencia es teoría, sí, pero no etérea ni vaga, sino también práctica, característica que constituye el criterio insuperable de su verificación, tal como lo han demostrado los clásicos del marxismo. Empero tal certera aserción, no se piense tampoco que la teoría es condición simple de la práctica, o al revés. Entre ellas existe, más bien, una relación dialéctica de condicionalidad recíproca. Parafraseando a Stalin, también diremos, con justa razón, que la práctica es ciega si la teoría no alumbra su camino, y viceversa.

Por fin, para redondear literariamente el tema, creemos que resulta pertinente citar al Mefistófeles de Goethe que, para poner énfasis a la importancia de la ciencia, recita esta prosa:

“Si desprecias el entendimiento y la ciencia,
los más altos dones del hombre,
te habrás entregado al diablo
y deberás perecer”.[37]


Y si de demonios hablamos, al fin y al cabo, no nos queda entonces más que evocar aquí a Marx y decir con él, como Dante, “a la puerta de la ciencia, como a la del infierno, debiera estamparse esta consigna:

Qui si convien lasciare ogni sospetto;
Ogni viltà convien che qui sia morta”[38]


 El estudio del Derecho adopta la forma de ciencia y, de esta manera, se convierte en objeto de crítica de la filosofía del Derecho.[39] Precisamente en este sentido, aún cuando no comparta con su teoría egológica, debo reconocer que Carlos Cossio considera correctamente que la ciencia del Derecho “tiene que ser el tema en cuyo torno gire la filosofía del Derecho”.[40]

Creo que esta consideración resulta correcta porque, de no asumir tal verdad, toda labor desarrollada en los campos del Derecho resultaría estéril, por intonsa, y por lo mismo, fracasada. Precisamente la amenaza de este peligro lo llevó a sentenciar que “resultan tan vacías e infecundas las filosofías del Derecho que no son filosofía de la ciencia del Derecho... El ajuste entre ciencia y filosofía presupone la existencia de la ciencia porque la filosofía trabaja sobre la ciencia, y no a la inversa; y solo cuando la filosofía reflexiona sobre la ciencia puede abrigarse la esperanza de que el conocimiento filosófico le resulte de algún provecho al científico”.[41]

El propio Reale subrayó por eso la importancia de destacar el carácter científico del Derecho, y aun a pesar de toda su carga neokantiana, reconoció que “la filosofía del Derecho se refiere propiamente a una inquisición permanente y desinteresada de las condiciones morales, lógicas e históricas del fenómeno jurídico y de la ciencia del Derecho”.[42]

El carácter científico del estudio y comprensión del Derecho, entonces, justifica la realización de la investigación que presento en este libro. Asimismo, debo reconocer la importancia y compromiso que la filosofía –científica, por supuesto[43]–, entendida como teoría crítica, tiene para con la ciencia en general. En este aspecto, Marx resaltó la enorme importancia de la filosofía como condición previa para el conocimiento y desarrollo de la ciencia. Después de haber culminado sus estudios de Derecho en Bonn, él había dicho: “sin la filosofía no me abriré camino”.[44]

La filosofía, como nivel superior del saber humano,[45] se caracteriza por el hecho de ser analítica, crítica y radical, fundamentalmente. Pero, que quede esto claro: al hablar en este volumen de “filosofía”, me estoy refiriendo a la ciencia sobre las leyes universales a que se hallan subordinados tanto el ser (es decir, la naturaleza y la sociedad) como el pensamiento del hombre en el proceso del conocimiento”.[46] Desecho, pues, cualquier consideración de la filosofía con la infectante especulación metafísica.

Y es justamente en el contexto de este marco general que se ubica la filosofía del Derecho –como lo explicaré mejor más adelante– como parte de la filosofía general, llamada a formularse interrogantes tales como: ¿Qué es el Derecho? ¿Cuál es la esencia real del Derecho? ¿Cuáles son las leyes generales que rigen el desenvolvimiento real del Derecho? ¿Cuál es el fin y el valor del Derecho? ¿Son de aplicación universal las normas del Derecho o tan solo lo son, más bien, sus leyes generales, sus principios?

Preguntas sencillas de formular desde la perspectiva semántica y gramatical, pero profundas en el sentido último de su contenido por constituir los cuestionamientos fundamentales más esenciales que a lo largo de la historia, verdaderos juristas, estudiosos del Derecho, científicos sociales, eruditos y demás interesados en el tema, de aquí y allende, se han autoimpuesto con la finalidad de aprehender, con la debida rigurosidad científica y, más aún, filosófica, el Derecho; y de cuyas esclarecidas respuestas tenemos hoy,  los ejes centrales en torno a los cuales giran todas las tesis que, abordando estos asuntos vigentes aún ahora –y, por supuesto, otros más–, han pretendido resolver aquellos graves problemas que el avance del conocimiento científico en el campo del Derecho genera, ya desde el plano histórico-social, o desde la vertiente axiológica, o desde la misma dialéctica, o, más abstracta y racionalmente, desde la fundamentación puramente lógico-formal, y, más aún, científica. No obstante, lamentablemente, siempre en forma excluyente unas tesis respecto de las otras.

Las teorías y nociones que se han ido generando para tratar de explicar el Derecho como forma objetiva de la realidad social, sin embargo, apuestan por una gnoseología del Derecho, la cual no puede ser completa si no atiende, previamente, el problema central del mismo: el ser del Derecho.

Ahora bien, no obstante que tal problema central está referido al ser del Derecho, mi tesis no apuesta por un ontologismo jurídico, si entendemos al mismo como la contaminación proveniente de una ontología idealista en sí misma metafísica que, por anticientífica, deviene caduca.[47] Por tanto, asumiendo el carácter científico de la filosofía, la búsqueda del ser del Derecho me lleva en este libro a desplegar mi investigación por el sendero de la dialéctica. Esto me resulta absolutamente claro y definitivo.

Por otro lado, se me antoja considerar que ha sido la filosofía del Derecho la que ha venido a constituirse en la filosofía llamada a comprender la vida de los hombres en sociedad, en tanto esta no es anárquica, caótica, a-reglada, sino todo lo contrario, que exhibe relaciones normadas por intereses sociales, dependientes de los modos de producción que contienen sus correspondientes relaciones sociales de producción; sociedad de la cual, comprendiendo su pasado, se comprenderá con mayor claridad la posibilidad de su futuro, lo que implica la premisa de que el Derecho, al margen de toda definición provisional que pueda dársele –incluida la mía propia–, se descubre como un sistema regulador del orden social y de la vida colectiva. Esto nos revela que la filosofía del Derecho debe conocer y comprender, previamente, una concepción racional y universal acerca del mundo jurídico, todo lo que explica que la filosofía del Derecho –lo adelanté antes– no puede ni debe ser considerada jamás como una simple rama del Derecho sino, más bien, parte integrante de la filosofía general, tal como Heinrich Henkel ha dicho sobre esta cuestión: “es posible considerarla [a la filosofía del Derecho] como rama de un sistema general. Resulta entonces ‘parte’ de este, al lado de las filosofías de la naturaleza, la historia, la religión, el arte, etc.”[48]

De otro lado, como ya lo he apuntado antes, conviene precisar que la filosofía estudia también a la sociedad –en tanto en cuanto sus leyes más generales de transformación–, donde anida, vive y se desenvuelve, conjuntamente con ella, el Derecho. De esta manera, se encuentra que la filosofía es, en efecto, “una de las formas de la consciencia social que está determinada, en última instancia, por las relaciones económicas de la sociedad”,[49] de lo que rápidamente se deduce que “ha sido siempre la concepción del mundo de determinados grupos o clases sociales”.[50]

La filosofía marxista-leninista, concepción científica del mundo cuya base teórica la constituye la filosofía materialista que compagina orgánicamente con la dialéctica materialista e histórica, es la filosofía de las clases sociales mayoritarias, pero oprimidas del orbe. Es la “fase nueva y superior en el desarrollo de las concepciones materialistas... creada por Marx y Engels, los grandes maestros y guías de la clase más avanzada y revolucionaria de la sociedad moderna: el proletariado”.[51]

Este es el partido en filosofía al que me adscribo, dada su condición de concepción científica del mundo y su característica finalidad liberadora. Como Barreto en el Brasil –aunque ciertamente con las distancias del caso–, diré también que “yo no hago un secreto de mi fe filosófica: soy materialista”;[52] y, más aún, soy materialista dialéctico.

La realización de esta tesis se justifica, entonces, por dos motivos fundamentales: primero, porque en ella se procurará desentrañar el ser, la esencia, del Derecho, labor de interés teórico para quienes estamos abocados a elucidar los mayores temas acerca de la problemática del mundo jurídico; y, en segundo lugar (la razón más importante), porque esta producción intelectual contiene la crítica[53] con la que se construye la teoría que sometemos a consideración de los especialistas.

Pero debo dejar en claro que la labor desplegada en este libro no constituye expresión de un aventurerismo intelectual ni mucho menos. No me atrevería a acometer la delicada y responsable tarea de enfrentar críticamente el pensamiento realiano sobre el Derecho si no me encontrase debidamente pertrechado con los instrumentos científicos que el hecho amerita. Por eso, como podrá verificar el lector en las siguientes páginas, para alcanzar los fines propuestos en este libro, he tenido que abordar cuestiones fundamentales de la filosofía e, inclusive, he debido abarcar de modo amplio algunos temas relativos a la historia de la filosofía, lógica, gnoseología, axiología, etc., hasta echar mano reminiscente de la historia universal, para desarrollar una comprensión dialéctica, integrante, totalizadora, de mi objeto de estudio.

En los tiempos actuales, donde desgraciadamente la estupidez[54] prima sobre la reflexión profunda, y se vive una sensación de relajamiento social, espiritual, académico, que limita la capacidad de los hombres de razonar sobre aspectos elementales y fundamentales de la sociedad, se advierte un clamoroso déficit de conocimientos de los más elementales rudimentos de la filosofía y de su historia, además de una obscena y procaz incultura en materia de historia universal. ¿Cómo filosofar y reflexionar entonces? Qué diría Hegel sobre esta vergüenza; él, que hacía partir su reflexión desde el saber absoluto, esto es, desde el filosofar. Peor aún cuando existen juristas y estudiosos del Derecho que insólitamente preguntan “¿para qué la filosofía?”. A esta raza de enanos mentales, debemos encararlos de la mano de Carnelutti y decirles que “ninguna rama de la ciencia vive sin respirar filosofía, pero esta necesidad es sentida en el Derecho más que en cualquier otra... el jurista se convence cada vez más de que, si no sabe sino Derecho, en realidad no conoce ni el mismo Derecho”.[55]

De cara a la realidad, por ende, estoy consciente de que para polemizar y cuestionar una teoría jusfilosófica de preeminente relevancia como la teoría tridimensional del Derecho de Miguel Reale, dado el déficit antes indicado, se hace necesario realizar el paso previo por los ámbitos que he abarcado en este volumen, conforme recomienda el método dialéctico: ir de lo simple a lo complejo. Estoy convencido que solo así se podrá construir una filosofía auténticamente científica, evitando incurrir en especulaciones metafísicas, e inclusive disparatar cantidades industriales de estupideces que lleguen a ser monumentales.

De esta manera, a la luz de este conjunto de consideraciones, me propongo en este libro la tarea de aplicar el método de la filosofía científica al estudio del Derecho, forma objetiva de existencia de la realidad social, con el objeto de develar su esencia, su ser, para obtener un conocimiento real y científico de él. Y qué mejor partido que la filosofía marxista-leninista podría elegir para concretizar dicha tarea en este trabajo de investigación, el cual podría constituir más tarde un instrumento coadyuvante en el proceso de transformación de la sociedad, con lo que, en última instancia, se realizaría en la práctica concreta la más sublime forma de hacer filosofía según lo establecido por Marx en su inmortal undécima tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.[56]

Dichas estas palabras, someto ahora a consideración de los lectores, los resultados de mi trabajo, en la forma de una Teoría dialéctica del Derecho.






[1]       Y ya no especulativo, característica permanente de la generalidad de los estudios que versan sobre el Derecho.

[2]       Al respecto, y para ampliar el sentido de esta proposición que proviene de Martin Heidegger, cfr. Barreda Delgado, A. y otros. Texto de Filosofía. Facultad de Educación de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. Lima, 2000, p. 81.

[3]       Sic. Watzlawick, Paul. Münchhausen’s Pigtail or Psychotherapy & Reality. Essays and Lectures. New York: W. W. Norton & Company. Cit. Francis, C. A., Abimael Guzmán – Sendero Luminoso. Un modelo mental de la Realidad. En: Revista Paz (Centro de Estudios y Acción para la Paz – CEAPAZ). Edición Julio/Diciembre 1994. II Época. Año 2 N° 30-31, p. 167.

[4]     Advertirá el lector que la postura asumida aquí por nosotros, sobre el particular, es eminentemente hegeliana, con las precisiones dialécticas marxistas, claro está. Rechazamos, por tanto, por arbitraria, mítica y anticientífica, la epistemología de R. Blanché, tan difundida en nuestro medio y que, en el caso peruano, ha sido recogida, por ejemplo, por Domingo García Belaúnde (cfr. Blanché, R. La Epistemología. Oikos-Tau Ediciones. Barcelona, 1973; asimismo, García Belaúnde, Domingo. Conocimiento y Derecho. Apuntes para una Filosofía del Derecho. Colección Biblioteca Jurídica Contemporánea No. 4. Segunda edición, Editorial San Marcos, Lima, 2004, p. 26).

[5]        Loc. griega: episteme. Conocimiento profundo, ciencia.

[6]        Loc. griega: dóxa. Opinión, especulación no formal. En términos generales, lo contrario a ciencia (episteme).

[7]        Loc. griega: alétheia. Verdad.

[8]        Cfr. nota 5.

[9]         Loc. griega: mythos. Mito.

[10]       Loc. griega: argé. Elemento-principio.

[11]       Loc. griega: kosmos. Cosmos, universo ordenado.

[12]       Loc. griega: phileosophía. Filosofía, amor por la sabiduría.

[13]       Loc. griega: bios theoretikós. Vida teorética.

[14]       Cfr. Marías, Julián. Opus cit., p. 16.

[15]      Al morir Aristóteles, los libros de la Filosofía Primera fueron colocados por sus discípulos y estudiosos detrás de los libros de física y, por esta razón, se llamaron tά metά tά fisicά (tá metá tá phisiká), de donde proviene el nombre de metafísica. Más tarde, desde la edición de Andrónico de Rodas, el libro se ha llamado tradicionalmente así, Metafísica (Cfr. Marías, Julián. Opus cit., p.60).

[16]      Cfr. nota 33.

[17]      Loc. griega: Organón. Libro de Aristóteles conocido como la “Propedéutica” de la Lógica.

[18]     Cit. Garrigou-Lagrange, Réginald. Opus cit., p. 65. La cita transcrita dice: “conocer no es sino conocer la causa propia de lo que la cosa es y no puede ser de manera distinta de lo que es”.

[19]    Sic. Ander-Egg, Ezequiel. Técnicas de Investigación Social, p. 33. Cit. ARCE, A. C. Conceptos, Métodos y Modelos de la Investigación Científica, p. 17.

[20]     Sic. Bunge, Mario. La ciencia, su método y su filosofía. Ediciones Siglo Veinte. Buenos Aires, p. 5.

[21]    Sic. Kédrov, M. B. y Spírkin, A. La Ciencia. Colección 70. Tomo 26. Editorial Grijalbo. México, 1968, p. 7. El agregado aclaratorio es nuestro.

[22]     Sic. Bunge. Mario. Opus cit., p. 8. Los agregados aclaratorios y los textos resaltados son nuestros.

[23]     Una explicación más amplia acerca de la proposición y su importancia en la ciencia la he dado en mi opúsculo “¿Es la ecuación algebraica una proposición lógica?”, Editorial GÜE’S Grafic, 2003.

[24]     Sic. Nino, Carlos Santiago. Introducción al análisis del Derecho, Barcelona, 1983, pp. 318-319. Cit. Morillas Cueva, Lorenzo. Metodología y Ciencia Penal, p. 11.

[25]      Sic. ídem, infra, p. 12. El agregado aclaratorio es nuestro.

[26]      Sic. Hegel, G. W. F. Principios de la Filosofía del Derecho. Editorial Sudamericana, p. 17.

[27]      Cfr. Engels, Federico. Dialéctica de la Naturaleza. Editorial Grijalbo, p. 22.

[28]      Loc. griega: tekné. Arte.

[29]      Cfr. Barreda Delgado, Armando y otros. Opus cit., p. 89.

[30]   Cfr. Morillas Cueva, Lorenzo. Metodología y Ciencia Penal. Granada, 1991, p. 23. Aquí, recurriendo a Karl Larenz [vid. Metodología de la Ciencia del Derecho. Traducción de Enrique Gimbernat. Barcelona, 1966, pp. 33-35] y a otros, Morillas dice textualmente que “no es la ciencia del Derecho una ciencia de hechos como la sociología, sino una ciencia normativa, cuyo objeto no es algo que sucede sino un complejo de normas”, lo que no necesariamente debería significar asumir una posición neopositivista.

[31]     Sic. García Belaúnde, Domingo. Opus cit., p. 7.

[32]    En realidad estos profanos y desubicados “estudiosos” malentienden el significado real de lo que significa ciencia y, en su contumaz tozudez, creen que sólo la matemática, la lógica, las ciencias naturales (física, química y biología) y los derivados de éstas acaparan con título absoluto de propiedad el grado y carácter de ciencia. ¡Y no conocen matemática, ni física, ni química, menos biología! ¡Pero opinan! Esto, resulta más que evidente, es cuestión de ignorancia elevada a la máxima potencia en el mismo conocimiento epistemológico de la propia ciencia.

[33]     Sobre esta clase de charlatanes, Gonzalo Portocarrero dice: “los nuevos ideólogos, los intérpretes de la época, pontifican con que esto es todo: no hay nada que esperar y ya acabo la historia” (Sic. Portocarrero, Gonzalo. “¡Viva el socialismo!”. En: Márgenes. Encuentro y Debate. Revista Sur, Casa de Estudios del Socialismo. Año IV, No. 7, enero de 1991. Lima, p.129). González-Prada los llamaría hoy, como en su tiempo, “mercachifles de felicidad ajena”. Vargas Llosa los sentencia contundentemente, acusando a la literatura de estos intelectuales modernos de “bazofia literaria”. En el centro del Perú, el joven literato y analista Sandro Bossio los califica de “escritores fútiles y llorones... [que] han convertido la literatura de valores en el más grande rollo de papel higiénico del mundo” (Sic. Bossio, Sandro. “Por qué no recomendar libros de autoayuda”. En: “Sólo 4”. Suplemento sabatino del diario “Correo” de Huancayo. Edición del 15 de mayo de 2004. El agregado aclaratorio es nuestro).

[34]      Sic. Engels, Federico. Anti-Dühring, p. 78.

[35]     Sic. Sainz Cantero, José Antonio. Lecciones de Derecho Penal. Barcelona, 1979, pp. 111 y ss. Cit. Morillas Cueva, Lorenzo. Opus cit., p. 14. Los agregados aclaratorios son nuestros.

[36]     Sic. Roxin, Claus. La Imputación Objetiva en el Derecho Penal. Traductor y editor: Manuel A. Abanto Vásquez. Incluye artículo introductorio de Paz M. De la Cuesta Aguado, Profesora titular de Derecho Penal de la Universidad de Cádiz. Traducción del libro: Strafrecht. Allgemeiner Teil (extracto de los capítulos 11 y 24). Editorial C. H. Beck. Munich, 1994. Impreso por IDEMSA, en Lima, mayo de 1997, p. 14.

[37]     Sic. Hegel, G. W. F. Fenomenología del Espíritu. Traducción de Wenceslao Roces. Fondo de Cultura Económica. México, 1966, p. 214. La cita que se ha trasladado aquí es una versión ligeramente modificada de los versos 1851-1852 y 1866-1867 del Fausto de Goethe, 1ª parte. Ídem., también, en Hegel, G. W. F. Principios de la Filosofía del Derecho, p. 18.

[38]    Sic. Marx, Carlos. Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política. En: Marx, Carlos y Engels, Federico. Obras escogidas en dos tomos, Tomo I, p. 346. La transcripción literaria dice: “Déjese aquí cuanto sea recelo;/ Mátese aquí cuanto sea vileza”.

[39]      Cfr. Calsamiglia, Alberto. Introducción a la Ciencia Jurídica. 2ª edición, 1988. Editorial Ariel, S.A. Barcelona, p. 12.

[40]      Sic. Cossío, Carlos. La Teoría Egológica del Derecho y el Concepto Jurídico de la Libertad. Editorial Losada, S. A. Buenos Aires, 1944, p. 16.

[41]      Sic. Ibídem.

[42]      Sic. Reale, Miguel. Introducción al Derecho. Ediciones Pirámide, S. A. Sexta Edición. Madrid, 1984, p. 30.

[43]     A pesar de su postura filosófica, que es adversa a la nuestra, a Mario Bunge le asiste razón cuando afirma que “la filosofía puede y debe construirse con el método de la ciencia y sobre la base de los logros y fracasos de la investigación científica... [porque] la investigación científica presupone y controla ciertas importantes hipótesis filosóficas” (Sic. Bunge, Mario. La Investigación Científica. Su estrategia y su filosofía. Traducción de Manuel Sacristán Luzón. Editorial Ariel, Barcelona. 4ª. Edición, 1997, página 319. El agregado aclaratorio es nuestro). Esta precisión bungiana, aunque correcta en la forma, debe ser completada en esencia con la puntualidad que la dialéctica marxista nos ofrece, y que es explicada un tanto más adelante.

[44]     Sic. Vásquez Tasayco, Alberto. Materialismo Dialéctico. Universidad Nacional del Centro del Perú, Huancayo, 1975, p. 40.

[45]     Hegel, en este aspecto, hace partir su filosofía desde lo que él llamó saber absoluto, el cual identificó con el saber del ser. El saber absoluto es en Hegel, por antonomasia, el grado superior del saber humano y punto de partida inicial del saber filosófico.

[46]    Sic. Rosental-Iudin. Diccionario Filosófico, p. 175. En realidad, la definición corresponde a Engels. Cfr. Engels, Federico, Anti-Dühring, p. 131.

[47]     Cabe recordar las sabias palabras de Mao Zedong sobre el tema: “el idealismo y la metafísica son las cosas más fáciles del mundo porque permiten a la gente que disparate a gusto, sin basarse en la realidad objetiva ni someterse a la prueba de ésta. En cambio, el materialismo y la dialéctica requieren esfuerzos. Se fundamentan en la realidad objetiva y se someten a su prueba. Si uno no hace esfuerzos, caerá en el idealismo y la metafísica” (Sic. Tse-Tung, Mao, Citas del Presidente Mao Tse-tung. Ediciones en Lenguas Extranjeras. Pekín, 1966, p. 220). Esto mismo es lo que he demostrado en la primera y segunda parte de mi libro “Sofía y Teodoro: Diálogo en torno a la prueba lógica y ontológica de la existencia de Dios (La paradoja de la inexistencia del Ser Divino)”. 1a edición, 2007. EDIMZA S. A. Huancayo, Perú.

[48]    Sic. Henkel, Heinrich. Introducción a la Filosofía del Derecho. Cit. García Máynez, Eduardo, Filosofía del Derecho. Editorial Porrúa, S.A. México, 1974, p. 18. El agregado aclaratorio es nuestro.

[49]      Sic. Rosental-Iudin, opus cit., p. 175.

[50]      Sic. Dynnik, M. A. Opus. cit. Tomo I, p. 13.

[51]    Sic. Kuusinen, Otto V. y otros. Manual de Marxismo-Leninismo. Título de la obra original: Fundamentos de Marxismo-Leninismo, segunda edición, corregida y aumentada conforme al texto de la segunda edición rusa reelaborada; 5 de enero de 1966. Editorial Grijalbo S.A. México D. F., México, p. 16. Empero, urge traer a colación aquí mismo y ahora, lo que muy bien aclara Recaséns Siches –aunque finalmente termine tergiversando toda la concepción marxista después– sobre el materialismo marxista, al puntualizar que este, “con el materialismo [filosófico] tradicional, físico o biologista, nada tiene en común, como no sea la fortuita coincidencia en la palabra materialismo. Aquí el vocablo materia no denota cuerpo o ser extenso [únicamente], ni bioquímica, sino realidad económica. Por tanto, materialismo en Marx no es el término antagónico de espiritualismo, sino de idealismo.” (Sic. Recaséns Siches, Luis, Tratado General de Filosofía del Derecho. Segunda edición. Editorial Porrúa, S.A., México, 1961, p. 450. Los agregados aclaratorios son nuestros).

[52]      Cit. Dynnik, M. A. Historia de la Filosofía, Tomo IV, p. 358.

[53]      Según la filósofa peruana Pepi Patrón, siguiendo consideraciones dialécticas, “la crítica no es sinónimo de atacar o destruir algo o a alguien. Significa discernir; separar, en el sentido de poner las cosas en su lugar apropiado” (sic. Patrón, Pepi. Tsunami Crítico en: “Domingo”, Revista del diario “La República”, Lima, 2 de enero de 2005, p. 19).

[54]    En el sentido sartriano del término. Jean Paul Sartre escribió en su novela El idiota de la familia, que una de las armas fundamentales de las clases dominantes de la actualidad es la estupidez, la que se distribuye gratuitamente a través de los procesos educativos directos (ministerios de Educación y escuelas públicas) e indirectos (medios de comunicación de prensa masiva). Para Sartre, estupidizar significa enseñar a ser idiota al ciudadano común, a través del lenguaje y de los demás elementos comunicativos, castrándoles la capacidad de razonar sobre aspectos elementales y fundamentales de la sociedad, tales como la política.

[55]      Cit. Mantilla Pineda, Benigno. Opus cit., p. IX.

[56]     Cfr. Marx, Carlos. Tesis sobre Feuerbach, en: Marx, Carlos y Engels, Federico. Obras escogidas en dos tomos, Tomo II, p. 403. Los énfasis son nuestros.