jueves, 14 de noviembre de 2019

Ni historia ni ciencias ni nada

La dramática situación educativa escolar y universitaria en el Perú




“Quien sabe respirar el aire de mis escritos, sabe que es un aire de alturas, un aire ‘fuerte’...”

Nietzsche, Ecce Homo







En una visita recientemente realizada con mis dos hijos mayores al Panteón de los Próceres, encontrándonos frente a la tumba de don Ramón Castilla y Marquesado, dos veces presidente del Perú (1845-1851 / 1855-1862), mientras evocábamos emocionados los grandes aportes hechos por su gestión presidencial a la nación, escuché a un jovencito de unos 15 ó 16 años, poco más o menos, preguntar a su madre que le acompañaba: —¿Quién fue Ramón Castilla? —La ingenua consulta denunció inmediatamente que el bisoño compatriota no tenía ni la más mínima idea de quién fue ese ilustre peruano.

Guardé silencio mientras fruncía el ceño, evitando dirigir la mirada hacia estas personas para no incomodarlas con mi gesto, pero dentro mío no podía dejar de pensar cómo es posible que este futuro ciudadano de la patria no supiese, a su edad, quién fue el Gran Mariscal del Perú, qué hizo y qué significó para el país, no sólo durante el siglo XIX, sino también para la centuria que nos vio nacer. La disyuntiva que me planteé inmediatamente fue: o es que este mozalbete no ha ido jamás al colegio –lo cual dudo mucho, porque su aspecto de chico bien indicaba que provenía de una familia de la pequeña burguesía limeña aspirante a la mediana–, o es que asistiendo a las aulas, lo hacía –como solían decir mis profesores escolares cuando se referían a los vagos en clases– sólo para calentar el asiento. Aunque también cabía suponer que si ninguna de estas alternativas pudiese responder a mi preocupación, tal vez sucediese que la causa de esta supina ignorancia de la historia del Perú se debía al hecho de que en el colegio de hoy se hace cualquier cosa menos estudiar realmente.

Para despejar estas dudas personales, decidí, pues, hacer un pequeño experimento dirigiéndome a mis sobrinos que se encuentran en edad escolar para formularles la simple y sencilla pregunta: ¿quién fue Ramón Castilla? Anticipé secretamente que, en el caso de que la respondieran, agregaría la cuestión relativa a su gestión: ¿qué hizo por el Perú? o, en todo caso, ¿porqué le recordamos? Lo que descubrí desgarró, nuevamente, mi consciencia patria.

De siete jovencitos, varones y mujeres de entre 12 y 16 años, a quienes apliqué la encuesta, los siete me dijeron que no sabían quién fue Castilla. Una de mis sobrinas, empero, me respondió, después de mover sus ojos en actitud reminiscente y asumir actitud cogitante, diciendo: —Me suena... ¿Creo que fue una autoridad, no?

Aunque mi universo de investigación ha sido muy pequeño –ocho personas, sumando a las de mis sobrinos la participación del joven que me generó la angustia gnoseológica– y la metodología empleada careció de rigurosidad epistemológica, sin embargo, la monolítica respuesta deviene altísimamente referencial del estado actual de la situación educativa y formacional de nuestros escolares. ¡No saben nada de historia! —¿Sabrán, entonces, algo de ciencias formales o de ciencias fácticas? —me pregunté. —¿Qué respuestas obtendría si les pidiera que me explicasen qué es una ecuación algebraica o qué moléculas deben intervenir reactivamente para producir el ácido sulfúrico y cuál debiera ser su balance molecular?

Tras las respuestas recibidas a mi pregunta de historia del Perú, volví de inmediato a mis sobrinos y apliqué sobre ellos las antedichas consultas. Todos quedaron mudos luego de escuchar el primer interrogante; no pudimos avanzar al segundo. No hacía falta. —¿Qué nos ha pasado? —me inquirí mientras suspiraba, decepcionado.

El 9 de mayo pasado, la ministra de Educación, Flor Pablo, al responder el pliego interpelatorio que le formulara el entonces existente Congreso de la República a raíz de un escándalo mediático generado por la publicación de unos textos educativos oficiales destinados al tercer grado de secundaria, imponiendo su visión del problema educativo, alegó que “Necesitamos una educación ciudadana con enfoque de género”.[1] Poco después, el 8 de septiembre, apodíctica ella, agregó que “la legitimidad y la legalidad del enfoque de género en el currículo supera lo que uno, dos o más congresistas puedan pensar al respecto, si les parece adecuado o no, porque es una política pública que está por encima de las opiniones de unos cuantos”.[2]

Con semejante recargado e intransigente discurso, no habla una ministra; habla la portadora de la verdad, la representante non plus ultra del dogma oficial del mundo políticamente correcto que evangeliza una buena nueva. No se trata, evidentemente, de una mujer de Estado la que dirige la cartera educativa de la república del Perú, es una sacerdotisa mayor de la novus ecclesĭa universalis que ha impuesto en la consciencia social del mundo occidental su monocorde diatriba de cuestionable credo de inversiones biológicas, psicológicas y jurídicas, imposición hecha por la fuerza del poder del financiamiento conspirativo, de la intolerancia dogmática y propiciando el terror entre sus adversarios y detractores a ser destruidos y ridiculizados política, social y personalmente, o sea, utilizando los mismísimos métodos de la inquisición medioeval. ¿Y qué ha logrado la ministra con su política pública?, ella que, al igual que sus antecesores, rayas más rayas menos, pertenece a la misma estirpe de zoócratas y misólogos que conducen al país. Pues, bueno, la realidad, que es mater et magistra, demuestra que los destinatarios de su política educativa, esto es, los jóvenes de las generaciones millennial, Z y T, saben bien, muchísimo mejor que nosotros, cómo masturbarse más satisfactoria, profiláctica, higiénica y placenteramente y, a la sazón, por si esto fuera poco, ahora están convencidos de que si ellos deciden ser algo diferente a lo que la materia biológica de sus cuerpos les impone –que responde a leyes inmutables del universo y que determina lo que son–, simplemente lo serán. ¡Al carajo la matemática, la historia y las ciencias en general! ¿Para qué las necesitamos, si lo primordial en este mundo plástico y pragmático es saber cómo masturbarse, cómo copular satisfactoriamente y cómo autopercibirse? ¿Para qué aprender y estudiar otras cosas que no sean éstas?

Y, claro, con tan significativa política pública que, además, es la única que en el ámbito educativo tiene el gobierno –pues otra no existe porque no le interesa desarrollar nada más–, que no sorprendan entonces los resultados de las últimas dos evaluaciones PISA[3] (2013 y 2015) en las que, habiéndose examinado a 65 y 69 países del orbe, respectivamente, nuestro querido Perú obtuvo en ambos casos los siguientes resultados:[4]

Materias
Puesto en
2013
Puesto en
2015

Ciencia

Literatura

Matemáticas


65 de 65

65 de 65

65 de 65

63 de 69

62 de 69

61 de 69


En 2013 nos colocamos en el último lugar en todos los rubros de evaluación, resultas desalentadoras que motivaron que el ministro de ese entonces, Jaime Saavedra, comentara al respecto, sin rubor y con una impresionante soltura de huesos: “Esta es una señal de alerta. Las mejoras en la educación no sólo son importantes, sino urgentes”.[5] Por el amor de Dios, esas tampoco eran las palabras de un ministro sino de un opinólogo que emitía el juicio personal de un tercero a quien, viendo las cosas desde fuera, no le correspondía asumir responsabilidad de nada.

“Hay que hacer”, “se debe hacer”, “se tiene que hacer”, son los lugares comunes de nuestros ministros, funcionarios de alto nivel administrativo y políticos en términos generales, cada vez que se les inquiere por los problemas que ellos deberían abordar para resolverlos si no solucionarlos. Jamás dicen “voy a hacer”, “he decidido implementar” o, mejor aún, “hice esto y estos son los resultados”. Jamás. Y por eso, Flor Pablo, pedagoga y andragoga de polendas (lo digo con la glosa y la sorna debidas, por supuesto, porque estas atribuciones no son ciertas), que suele masticar el lenguaje cada vez que habla antes que vocalizar como estadista, se permite declarar de la siguiente manera: En las escuelas pequeñas de la zona rural a un maestro también se le encarga ser director; quisiéramos generar un mínimo de escala, cuatro o cinco escuelas y nombrar a un director que las coordine a todas.[6]

Quisiéramos… Sí, nosotros también quisiéramos, pero, ¿alguien lo hará? Obviamente, ella no. Es, pues, una ministra de buenas voluntades, que no de buena fe, que casi llega a decir “quisiéranos”, pero que, felizmente para ella, se detuvo en su masticación gramatical, retrocedió ante el inminente atropello lingüístico y reparó antes de soltar el mote. ¡Esa es nuestra ministra de educación! (con minúsculas).

En 2015, al sabernos ubicados –en promedio– en el puesto 62 de 69 naciones evaluadas, el mismo Saavedra, a través de su twitter oficial y no en persona, dijo exaltado: “El Perú es el país que más avanzó en América Latina”.[7] ¡Vaya! ¡Qué tal salto dialéctico, cualitativo y cuantitativo, señor ministro! Sin duda, ubicados en el puesto 62 de 69 participantes, ¡se trata de un salto de tigre, un salto con garrocha olímpica!


¡Jesucristo! ¿A quién pretendía engañar este señor? La realidad señalaba que en 2015, en materia educativa, el Perú sólo era mejor que Kosovo, Argelia y Líbano. ¡Qué gran logro! ¡Somos mejores que los peores países del mundo en asuntos de educación!

Poor shit! —dirían los gringos, reflejando en sus rostros el sentimiento que combina la indignación y el asco, si se encontrasen en nuestros zapatos. Más aún porque PISA 2015 también consideró dos rubros estadísticos adicionales que fueron los que se muestran en el siguiente cuadro:


Proporción de alumnos
con nivel excelente en al menos
una asignatura
(nivel 5 ó 6)

Proporción de alumnos
con bajo rendimiento
en las tres asignaturas
(por debajo del
nivel 2)


Perú


0.6%[8]

46.7%[9]


Siendo esto así, de qué nos podemos quejar. Tenemos escolares que no podrían dejar al Perú en un buen lugar en ningún concurso internacional de matemáticas, ni feria de ciencias ni concurso de lecto-escritura pero, a cambio, sin duda alguna nos dejarán bien parados en cualquier certamen mundial de pajas. Además, en un universo cuyo sistema se funda en ideales –si así se le pueden llamar a los valores de esta sociedad– pragmáticos y utilitaristas, cuya cultura la inyecta y define la prensa masiva de contenidos excrementicios, ¿se necesita ser algo más que un pajero olímpico que se autopercibe como lo que él quiera creer que es? ¡Para nada! Aquí, no saber quién fue Castilla y qué hizo no podría ser motivo de vergüenza; no conocer el álgebra elemental o la aritmética escolar, tampoco. Y ya no digo nada acerca del lenguaje (ortografía, gramática y sintaxis), de la historia, de la educación laboral o de la educación cívica, porque me pondré a llorar. Vergonzoso es, por el contrario, no saber masturbarse, vergonzoso es señalar que lo invertido es lo anormal. Eso sí es motivo de vergüenza.

Este es el legado histórico de la gestión de nuestros grandísimos ministros de educación Saavedra, Pablo y de toda esa laya de tecnócratas de la enseñanza que han venido acribillando al sistema y a su otrora contenido desde 1994, poco más o menos; sobre todo de aquella última, cuyas alocuciones oficiales, referidas de manera única y exclusiva al llamado enfoque de género –que es la sola política que tiene, conoce y diserta cada vez que abre la boca, ya que no trata de nada más–, no constituyen de ninguna manera auténticas argumentaciones porque no exponen razones, sino meras δόξα. Ella, con sus adláteres, escupe inepcias, discursea roncerías, soflamas, monsergas ideológicas. No hay nada más.

Yo, que soy un misántropo acabado y un desadaptado social en relación a este sistema, por supuesto, siento náuseas y vomito hasta niveles de bulimia intelectual, para desintoxicarme de todo esto que, cumplidamente, el Ministerio de Educación oculta.[10] ¡Y la cosa no anda mejor en el nivel universitario!

En agosto celebré 20 años de ininterrumpido ejercicio de la docencia universitaria. Y en verdad lo celebré. Me reuní con mis hijos y preparamos juntos un almuerzo por tal acontecimiento. A mis 44 años de edad, cumplir dos décadas dedicadas, intensa y apasionadamente, a la enseñanza universitaria, en un país como el nuestro en el que tradicionalmente el conocimiento, el saber y la cultura son brutalmente despreciados, constituye un verdadero logro.

Durante todos estos años de βίου θεωρητικού aprendí mucho, no sólo porque es regla general que para enseñar previamente se tiene que estudiar; aprendí también porque estos años pasaron moldeando mi personalidad y mi experiencia con satisfacciones y frustraciones, generándome nuevos y valiosos amigos a los que conocí gracias a la academia, aunque también me granjeé envidias y odios gratuitos, a la vez que –y esto es lo más importante para mí– satisfice mis propias inquietudes y autointerpelaciones reflexivas, intelectuales. Con 20 años de vida dedicados a la enseñanza universitaria, hoy puedo definirme con mayor razón como un auténtico estudiante de Derecho, como se lo dije al maestro Carlos Fernández Sessarego en 2017 cuando me preguntó cuál era mi profesión, minutos antes de entrevistarlo para el programa de televisión que dirigía yo en ese momento,[11] cuando me desempeñaba como Director Académico de la Academia de la Magistratura. —Soy estudiante de Derecho, maestro —Le dije. —¡Yo también! —replicó de inmediato. Me sentí feliz.

Así, como estudiante de Derecho dedicado a enseñar, nunca –de veras, nunca– dejé de identificarme con mis estudiantes; por el contrario, me dediqué a auspiciar talentos, impulsar espíritus manifiestamente hiperbóreos, guapeé a gente de valía y, cómo no, hasta formé un grupo de estudios de filosofía y lógica, el Centro de Trabajo Intelectual Juan Croniqueur, que este 2019 cumplió 14 años de existencia y que gracias al élan vital que aún vigente insufla los espíritus de mis ahora colegas y amigos, se sigue reuniendo y abocando a los menesteres de estudio que les motivó juntarse hace casi tres lustros. De este grupo emergieron personas que hoy triunfan como profesionales, dentro y fuera del país, pero, sobre todo, me consta que son buenos ciudadanos, gente de bien y de elevada consciencia y sensatez social, sujetos cultileídos; en una palabra, seres humanos. Me felicito por haber formado e integrado este grupo de personas tan valiosas.

Pero la experiencia también me permitió conocer personajes completamente opuestos a aquellos. He sabido de cada pícaro que pintaba para lo malo y de quienes uno podía anticipar que terminarían mal, como de hecho ha sucedido ya en varios casos. Aprendí a cuidarme y guardarme de ellos. Empero, hasta en esta singular manifestación de personalidades puedo decir que podía encontrarse en ellas cierta forma de inteligencia y preocupación personal que les guiaba. Si me atengo a las enseñanzas hegelianas, puedo afirmar que aún a pesar de la negatividad que se halla ínsita en el ser para sí que rechaza (aufhoeben) al ser en sí, efectivamente algo bueno, algo positivo, puede derivarse en la fase sintética de contradicción. Vale decir, si uno les prestaba atención suficiente y les proporcionaba guía adecuada, estas almas, eventualmente algunas de ellas, podrían haberse reencausado, como de hecho llegó a suceder en algunos casos que, siendo pocos, no obstante, fueron (para parafrasear a Camus).

Desafortunadamente, esta historia de contrarios no se ha mantenido así como la conocí, ni mucho menos ha mejorado. Para desgracia nacional, ha terminado torciéndose casi por completo durante estos años recientes. El trabajo universitario me ha ido mostrando con mayor frecuencia este último lustro –poco más o menos–, que los hiperbóreos son apenas un recuerdo, los pícaros siguen pululando en las aulas universitarias casi sin posibilidad de redención y lo que ha venido a abundar son los estudiantes a quienes todo, absolutamente todo, les interesa un soberano rábano.

Ejemplo: hace tres años, dando una clase en la asignatura de Historia del Derecho que corresponde al segundo semestre de la carrera de Derecho en una universidad a la que renuncié el año pasado, mientras explicaba el contexto económico, social y cultural pre Segunda Guerra Mundial en el que se originó, evolucionó y feneció el Wiener Kries (1921-1936) que inspiró a Kelsen para desarrollar su totémica teoría pura del Derecho, se me ocurrió dirigirme en un momento determinado a una señorita que me estaba mirando pero que manifiestamente no me estaba atendiendo, para preguntarle –porque siempre me pareció adecuado y animado hacer participar activamente a mis alumnos en clases– quién fue Adolfo Hitler. La estudiante quedó muda. No lo sabía. Y no sólo no lo sabía, tampoco le importaba saberlo –lo advertí por el gesto de desprecio y desinterés que puso en el rostro–. Trasladé la pregunta a otro alumno, pero tampoco supo qué decirme. Examiné de manera directa a tres personas más y ninguna de ellas respondió la pregunta. Consulté, entonces, a la clase, si alguien sabía o recordaba quién fue tal personaje y, tímidamente, una señorita levantó la mano y reveló –sin responderme– una duda personal: —¿No era un presidente de Francia o algo así?

Les reprendí con tino y cuidado esta falta de formación académica y de preocupación por la historia mundial, pero les dio igual. Con una edad promedio de entre 23 y 27 años de edad, noté que no les interesaba nada de lo que se trataba. Me pregunté cómo se puede comprender la historia del Derecho, y el Derecho mismo, desvinculándolo de la historia de la humanidad; el Derecho, que es un producto histórica y culturalmente determinado. No lo sé. Sospecho –fundadamente, por supuesto– que para las nuevas generaciones de estudiantes de Derecho, éste solamente se reduce a aprender o, mejor dicho, a memorizar la ley, saber medianamente cómo se aplica y, en el caso de preguntarse de dónde viene ella, a asumir tácitamente y sin mayor reflexión que surge en el Congreso de la República donde, por iluminación de alguna naturaleza, los congresistas elaboran normas jurídicas que rigen nuestras vidas por cierto tiempo. Eso es todo. Difícilmente llegan a concebir algo más acerca del Derecho.

Otro ejemplo: en la clase de una asignatura que vincula derechos humanos, Constitución y Derecho penal en la Maestría de Derecho penal de una de las más prestigiadas universidades del Perú donde ahora me desempeño –como siempre, muy entusiastamente– como profesor, hablando sobre la estructura nocional hegeliana de la constitución de 1979, repetida en la Carta de 1993, explicaba que el contexto nacional y mundial en el cual se eligió a nuestros representantes para la Asamblea Constituyente del ‘78 se caracterizó por los efectos sociales, económicos y políticos que la Guerra Fría producía en el orbe; y, deteniéndome en mi discurso, me sentí tentado a sondear a mis alumnos para indagar en ellos qué sabían acerca de este conflicto. Me dirigí, en principio, a un estudiante que obviamente ya es abogado titulado y le pregunté qué fue la Guerra Fría. El preguntado se quedó helado y me dijo que no lo sabía. Giré hacia la izquierda y le hice la misma pregunta a una compañera suya; ésta, sin pronunciar palabra alguna, sólo movió su cabeza en sentido negativo. Alcé la mirada y le trasladé el interrogante al mejor de la clase esperando, por último, que nos ilustrara al respecto, pero fracasé en mi expectativa: él tampoco lo sabía. Nuevamente, entonces, decidí preguntar a la clase si alguien sabía la respuesta. Nadie dijo nada. Por el contrario, todos procuraron esconder la mirada. Y los gestos eran, igualmente, de desinterés. Si alguien, para que yo no siga haciendo este tipo de preguntas, hubiese podido decirme –groseramente, por supuesto– que esa era una clase de Derecho y no de historia, lo habría espetado sin más; pero algo de respeto por el profesor se mantiene aún, aunque temo que no sea así por mucho tiempo más. La edad promedio de los abogados que asisten a mi clase se ubica entre los 30 y los 35 años. —¡¿Pero si estas personas nacieron, más o menos, hacia finales de la Guerra Fría, cómo es posible que no sepan nada de ella?! —Y no lo saben; tampoco les interesa.

Quedo aterrado, porque en ese grupo humano tengo 29 abogados en ejercicio que se desempeñan como abogados litigantes, servidores públicos y hasta tengo dos fiscales adjuntas provinciales. Aterrado porque sé que estas personas seguirán ascendiendo en la vida profesional y, más temprano que tarde, de este conjunto de profesionales, que es bastante común a los grupos que son integrados por gente de esta generación y calaña, saldrán jueces y fiscales superiores que aspirarán a ser supremos; de ese grupo, tendremos personas que serán convocadas por los clubes políticos que promoverán sus candidaturas en las siguientes elecciones generales, regionales y municipales; de esa masa de gente obtendremos a quienes decidirán nuestras vidas desde el aparato estatal. ¿No es para sobrecogerse? —¿Y yo –me pregunto– qué estoy haciendo para evitar que esto sea así?

Hago lo mejor que sé hacer: seguir preparándome, seguir estudiando, seguir enseñando mucho más excelente y profesionalmente y procurar hacer bien lo que me toca hacer. Es lo que está en mis manos. Mi único poder es el de la cultura, que no es vasta en mi caso, pero tampoco es pobre ni mediocre. Con ella, que la comparto en aulas con ardor humanista, creo poder servir, al menos, de prolegómeno para ingresar al apasionante mundo del conocimiento. Lamento, sin embargo, que en estos tiempos el tradicional valor que tal poder solía tener se haya retraído a espacios cada vez más reducidos de seres humanos en el mundo. Para la inmensa mayoría, educada en un sistema propiciado, auspiciado y putrefactado por gente como Saavedra y Pablo, ese valor ya no es tal; por el contrario, es un lastre que impide avanzar en una sociedad de pragmatismos, de apariencias y de inmediateces. El preciado valor inmediato y útil que es tesoro de estos tiempos se encuentra en saltarse todo con garrocha y llegar más alto lo más pronto posible.

¿Quieren saber cómo se gesta, en gran medida, la corrupción de todo lo existente? Vuelvan a leer estas reflexiones. El que tenga ojos para ver, que vea.

Lima, primavera de 2019.


Luis Alberto Pacheco Mandujano
Magister iuris constitutionalis
Profesor de Derecho Penal y Filosofía del Derecho
República del Perú






[1]  Sic. Correo, edición de Lima, 09 de mayo de 2019.

[2]  Sic. El Comercio, 08 de septiembre de 2019.

[3] Programa Internacional para la Evaluación de los Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés) de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.

[4]  Sic. El Comercio, 06 de diciembre de 2016. Asimismo, Gestión, 10 de enero de 2019. También, de manera directa: https://www.oecd.org/pisa/pisa-2015-results-in-focus-ESP.pdf

[5]  Sic. El Comercio, 06 de diciembre de 2016.

[6]  Sic. El Comercio, 08 de septiembre de 2019.

[8]  Sobre la base de siete mil estudiantes de quince años, pertenecientes a doscientas ochenta y una instituciones educativas del país.

[9]  Ídem.

[10] El MINEDU tiene el deber de publicar, por acuerdo con la OCDE, los resultados de la evaluación PISA a través de su portal electrónico. Cuando uno ingresa a éste (www.minedu.gob.pe) observa, a primera vista que, en efecto, existe un botón que indica contener dichos resultados (http://umc.minedu.gob.pe/pisa/). Pero cuando uno clickea en él, el resultado, después de esperar un largo rato, es una página de color plomo rata con el siguiente mensaje: “No se puede acceder a este sitio web / umc.minedu.gob.pe ha tardado demasiado tiempo en responder.. / ERR_CONNECTION_TIMED_OUT...”

[11] Cfr. Pacheco Mandujano, Luis Alberto, “Entrevista homenaje al Dr. Carlos Fernández Sessarego”, en: https://www.youtube.com/watch?v=z95opxBUuUY, difundida en Lima el 30 de agosto de 2017.