miércoles, 15 de noviembre de 2017

Prólogo a la obra "Jurisprudencia Interamericana sobre el proceso penal" de P. Aldea







En su celebérrima conferencia ofrecida en la Sociedad Jurídica de Berlín en 1847, Julius von Kirchmann aseguró que “dos palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”. Un año más tarde, en 1848, aunque desde posiciones teóricas absolutamente antipódicas,[1] en su Manifiesto del Partido Comunista, Karl Marx y Friedrich Engels denunciaban a la clase burguesa encarándola sin tapujos, espetándole que “vuestro Derecho no es sino la voluntad de vuestra clase erigida en ley”.[2]

En ambos casos –independientemente de las posiciones ideológicas y políticas a las que respondían estos tres famosos pensadores sociales– coincide el hecho de que tanto Kirchmann como Marx y Engels identifican al Derecho exclusivamente con la norma jurídica, con la ley –en el sentido amplio del término–, producto resultante del quehacer legislativo. Craso error, aún para mediados del siglo XIX porque el propio Kirchmann ya había advertido intuitivamente que el origen del Derecho se encuentra en las relaciones sociales, y ni qué decir respecto de Marx y Engels, quienes comprometieron su vida entera al estudio de la sociedad, de cuya base material [las relaciones sociales de producción en combinación con las fuerzas productivas] surge la superestructura, donde se ubican los elementos integrantes de la consciencia social, es decir, de la cultura humana, entre ellos, el Derecho.[3]

¿Cómo fue posible, entonces, que estos teóricos de la sociedad pudieran identificar, reductivamente, al Derecho únicamente con su producto formal final: la ley?

El Derecho no sólo es ley. Mejor dicho, el Derecho no comienza ni termina en la ley. La ley es sólo, de hecho, como en el caso del iceberg, la punta que se aprecia sobre la línea marina, pero bajo ella se encuentra un sólido compacto mucho más grande y significativo. ¿Qué contiene ese sólido compacto no expuesto a los ojos del profano pero que, con mucha más razón que en el caso de la ley, debe ser analizada, aprehendida y entendida por el jurista verdadero y por los estudiosos de la sociedad si quieren comprender de veras la forma de su desarrollo y transformación?

Los romanos, recordados entre otras muchas obras de la cultura antigua por su Derecho, del cual los países de Occidente somos herederos, solían reflexionar sociológicamente diciendo ubi societas, ibi jus, es decir, allí donde hay sociedad, allí hay Derecho. Quiere esto decir que, independientemente del mecanismo formal o social mediante el cual las sociedades en el mundo determinen la regulación de sus conductas, esto es, ya sea con leyes, máximas o con normas consuetudinarias, lo cierto es que toda sociedad posee Derecho. ¿Incluso las sociedades primitivas, como las gens o las tribus que precedieron a las civilizaciones, poseían Derecho? En efecto, incluso ellas poseían Derecho.[4]

Siendo esto así, queda claro –aunque, por supuesto, la aserción requiere de una mayor explicación de índole antropológica, sociológica y filosófica que aquí no me es posible desarrollar porque no es el lugar para hacerlo[5]– que el Derecho es, ante todo, un fenómeno social que brota del corazón mismo de las relaciones humanas, de las relaciones sociales; es decir, el Derecho es una parte de la realidad social que surge de la necesidad de los hombres de ordenar su sociedad, mantener control sobre ella y resolver los conflictos cuando surgiesen discrepancias trascendentes entre los seres humanos. Y es que el hombre es, como bien reflexiona A. M. Tamayo Flores,[6] siguiendo en esto a A. Supiot,[7] un homus juridicus, es decir, un ser creador y destinatario de las normas de Derecho. Por ello, es evidente que el Derecho no podría haber sido jamás natural como apuntaba metafísicamente la vieja y superadísima Teoría del Derecho natural.

El Derecho no es, en efecto, un producto de la madre natura, sino, por el contrario, es obra de la cultura humana. Dicho de manera más precisa, el Derecho es un producto social, histórica y culturalmente determinado. Por tanto, el Derecho ha estado, está y estará siempre con los hombres mientras estos existan, pues ubi societas, ibi jus.[8]

Siendo así, es decir, siendo que el Derecho es, en esencia, un fenómeno social que brota de las entrañas mismas de las relaciones sociales, que con el paso del tiempo genera un producto normativo que va adquiriendo un corpus formal cada vez más organizado y complejo, porque cada vez más organizada y compleja es la sociedad de la que surge, cómo no desarrollar un instrumento teórico, con adeéne epistemológico, que tenga por objeto de estudio tanto el fenómeno social de marras como el conjunto de normas que componen un orden jurídico que sirve para afianzar, reforzar y consolidar el modelo de sociedad que se implementa en un espacio determinado, en un tiempo dado.[9] Sería absurdo y un contrasentido si no se desarrollase una ciencia al respecto. Esta ciencia, que “estudia las leyes más generales que rigen la… integración de la base económica y la superestructura, desde la precisión del Derecho considerado como forma objetiva de existencia de la realidad social –es decir, en el espectro de la regulación normativa de la sociedad–, y que dialécticamente se mueven en el tiempo y en el espacio”,[10] es precisamente la denominada ciencia del Derecho.

En esto consiste entonces, desde el punto de vista de su composición estructural, el Derecho, al que, por la naturaleza de sus objetos integrantes, podríamos llamar, como los romanos de antaño, Derecho objetivo.

Para decirlo, pues, con precisión gráfica, el Derecho objetivo está integrado por: i) el fenómeno social al que llamamos Derecho; ii) por un Orden jurídico, al que también llamamos Derecho; y, iii) por una ciencia jurídica a la que igualmente llamamos Derecho. Derecho, con D mayúscula, para distinguirlo del derecho, con d minúscula, es decir, del derecho subjetivo, esto es, de la facultad que –para decirlo en términos sencillos– tiene la persona de hacer o no hacer algo siempre y cuando ese hacer o no hacer algo no afecte el derecho de los demás. Entonces, así, se habla del derecho a la educación, del derecho al trabajo, del derecho a la salud, del derecho a la propiedad, entre otros tantos derechos más.[11]

La relación del Derecho –y sus elementos constitutivos– con del derecho configura el objeto central del estudio de la ciencia del Derecho y sus disciplinas contribuyen no sólo a la comprensión de dicho objeto sino, también, a la aplicación de sus mecanismos normativos y teóricos. Por tanto, el Derecho no es –otra vez queda claro– sólo norma.

Pero, ¿qué hay de la afirmación de Kirchmann según quien el Derecho no podría ser ciencia precisamente porque “dos palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”? ¿No es el Derecho, entonces, ciencia?

Otra vez, debo precisar que en mi Teoría dialéctica del Derecho me he ocupado ampliamente sobre el particular, y desde un estricto punto de vista epistemológico he desbaratado las tesis imprecisas, metafísicas y vanas que afirman que el Derecho no es ciencia. Pero aquí quiero resaltar, para acabar de una vez con él, un argumento que, a pesar de revelar debilidad intelectual en su propuesta, sin embargo, parece haber calado en el pensamiento de nuestros juristas y estudiosos del Derecho.

Dicho argumento pretende explicar que el Derecho no podría constituir una ciencia toda vez que no es posible realizar experimentos que verifiquen la verdad de las proposiciones jurídicas, así como se realizan experimentos en el caso de las ciencias naturales: la física o la química. En suma cuenta, gracias a semejante idea, se entiende que el Derecho no es poseedor de un laboratorio de experimentación y, por tanto, no constituye una ciencia. He aquí, más o menos sintetizado, el argumento de nuestros sesudos juristas y estudiosos del Derecho. ¡Qué horror!

Cuando Kirchmann afirmó que el Derecho no podía ser una ciencia porque “dos palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”, se refería a dos cosas: primero, que el Derecho está compuesto únicamente por la producción legislativa, esto es, por la ley; y, segundo, porque ese producto legislativo siempre se encuentra retrasado en relación al avance social, de manera que si se pretendiera desarrollar una ciencia del Derecho esta ciencia del Derecho resultaría siempre falsa porque, siendo su objeto de estudio la ley –ley que fotografía un momento dado de la sociedad para perennizarlo, separándose del avance social– realizaría un análisis y una comprensión de una sociedad que siempre ya-no-es, actividad que no tendría sentido científico.

Empero, a pesar del error de comprensión epistemológica de Kirchmann en este punto, este razonamiento –aunque jusnaturalista al fin y al cabo– al menos tiene cierto sentido; está equivocado, pero algún sentido lógico posee. Sin embargo, aquél otro, el que afirma que el Derecho no podría ser ciencia porque no se pueden realizar experimentos de sus proposiciones jurídicas, ¿qué sentido podría tener?

Quienes argumentan de tal forma ignoran de plano qué es la ciencia y qué tipos o clases de ciencia existen. Esos sesudos juristas y estudiosos del Derecho no tienen, evidentemente, ni la más remota idea de lo que es una ciencia formal y en qué consiste una ciencia fáctica, ni cuáles son las formas de ciencia que integran estas referidas clases de ciencia.

Por eso, para acabar de una vez por todas con semejante argumentación, quiero poner un ejemplo que pondrá de manifiesto la profunda estulticia que caracteriza y define el contenido de aquélla. Este es el ejemplo:

Un profesor de matemática ingresa a la clase, se acerca a la pizarra, coge la tiza y escribe lo siguiente:

Resolver:
    
                                                       Ö -3



Evidentemente, los estudiantes responderían a la orden diciendo que es imposible resolver este problema puesto que, como es sabido, la raíz cuadrada de un número entero es un número que al ser multiplicado por sí mismo da como resultado el número inicial radicado. Y como es ley matemática el hecho que ( + ) por ( + ) da como resultado ( + ), y el producto de dos números negativos, ( - ) por ( - ), da siempre un resultado ( + ), entonces jamás se podría obtener un raíz cuadrada negativa.

El diligente profesor dará la razón a sus estudiantes, porque ciertamente están en lo correcto, pero al mismo tiempo les asegurará que, aun así, no es posible dejar irresuelto el problema porque, justamente por eso, se llama problema, y es menester resolverlo. Pero, ¿cómo hacerlo? El profesor, entonces, explicará lo siguiente: ―Como no es posible obtener la raíz cuadrada de un número negativo, lo que haremos será multiplicar el número dado, pero en sentido positivo y dentro de la propia radicación, por la unidad en sentido negativo, quedándonos la operación así:

                                                          _________
                                                    = Ö ( 3 ) . ( -1 )



―Esto es posible porque el producto de ( 3 ) por ( -1 ) nos da como resultado ( - 3 ). Llegados a este punto, se encuentra entonces que, en verdad, existen, por tanto, dos raíces cuadradas a ser resueltas: la raíz cuadrada de ( 3 ) y la raíz de ( -1 ):


      ____    _____
= Ö ( 3 ) . Ö ( -1 )


―De lo que, resolviendo la primera raíz cuadrada se tendrá el siguiente resultado:

                                                                     ______
                                                    = 1,7320 Ö ( -1 )



Hasta aquí, ya se tiene resuelta la raíz cuadrada de 3; pero, ¿y qué hay de la segunda raíz? ¿Cómo debe ser resuelta? El profesor explicará, volviendo al punto inicial, que no es posible obtener la raíz cuadrada de un número negativo pero que, en este caso, se ha llegado a reducir el asunto hasta la mínima expresión negativa: -1. Y, como no existe raíz cuadrada de ningún número negativo, ya en su mínima expresión, esta operación se convierte en un número ideal que es simbolizado así: ύ

La respuesta final resolutiva del problema del cual se partió quedaría entonces así:


= 1,7320ύ


Ahora bien, hecho este desarrollo para llegar a la resolución del problema, preguntamos lo siguiente: ¿en qué laboratorio físico o químico o físico-químico se puede verificar la verdad de esta resolución y de la respuesta ofrecida? ¡Obviamente en ninguno! Y, ya que esta operación matemática no puede verificarse en ningún laboratorio, ¿la matemática no será por ello ciencia? ¡Jamás!

La matemática es una ciencia ideal, llamada también ciencia formal, cuyos objetos de estudio son los números y las figuras, entes ideales que, no existiendo en la realidad concreta, sin embargo constituyen simbólicamente el reflejo formal-abstracto de las cantidades o magnitudes que se vinculan con los objetos propios de la realidad objetiva y es sobre dicho reflejo formal que la matemática, ciencia apriorística, trabaja de manera científica gracias a su elegante y maravilloso método axiomático y sin necesidad de recurrir a ningún laboratorio donde se verifique experimentalmente lo que las operaciones matemáticas nos dan a conocer.

De esto se deduce que no todas las ciencias –la matemática es un caso patente– requieren de la verificación experimental de sus proposiciones. De hecho, como bien apunta C. S. Nino, “ni la observación, ni la generalización, ni el uso hipotético deductivo de aserciones, ni la mensura, ni la utilización de instrumentos, ni la construcción, ni todos ellos juntos, pueden ser tenidos como esenciales para la ciencia. Porque se pueden encontrar ramas científicas en donde no se usan esos criterios o tienen poca influencia”.[12]

El Derecho, entendido como ciencia, no es una ciencia ideal, pero es manifiesto y patente el hecho de que, al no ser una ciencia integrante de las ciencias fácticas exactas donde se encuentran la física, la química y la biología, fundamentalmente, la ciencia del Derecho no tiene porqué recurrir al uso de la experimentación en laboratorio, hecho que no le resta, aun así, condición científica. Y queda demostrada, asimismo, con ese sencillo ejemplo, la infertilidad del argumento de nuestros sesudos juristas y estudiosos del Derecho.

Ahora bien, en más de una ocasión se ha verificado que, a lo largo del último sesquicentenario, de entre las diversas disciplinas que conforman la ciencia del Derecho, y fuera de la Teoría General del Derecho, el Derecho penal ha sido la rama que más ha evolucionado en términos epistemológicos. Otras disciplinas constituyen meras –y necesarias– técnicas del conocimiento –es el caso del Derecho civil, el Derecho laboral liberal y los diversos Derechos procesales–, mientras algunas otras, como el Derecho constitucional, una verdadera tierra de fértil cultivo para la infértil metafísica. Esto último es tan cierto que hoy, en el seno del Derecho constitucional, ha venido a desarrollarse una novedosa corriente de pensamiento denominada neoconstitucionalismo cuya novedad de contenido estriba en la forma nueva y audaz de decir lo viejo, que ya decía el jusnaturalismo hace más de dos siglos, con terminologías de apariencias neologistas. Es decir, ¡pura metafísica!

Esta es la regla general en el caso del Derecho constitucional, lamentablemente, salvo casos específicos que han iniciado la noble tarea de cientifizar esta rama del conocimiento científico jurídico. Este es el evidente caso de L. Ferrajoli[13] o R. Alexi,[14] quienes desarrollan planteamientos epistemológicos objetivos, razonables, verificables metodológicamente y, sobre todo, racionales y no especulativos. Yo mismo he denunciado, sin tapujos, este hecho en dos publicaciones relativamente recientes,[15] y lo he hecho a riesgo de ser considerado un expectorado del club de amigos del Derecho constitucional. Francamente, poco me interesa e importa este efecto generado en mí; yo suelo guiarme en la academia por principios de orden epistemológico. Ya lo había dicho en uno de esos textos: amicus Plato sed magis amica veritas. Precisamente por ello es que considero, con Mosterin, que “el primer deber de los intelectuales es ser intelectualmente honestos y reconocer la realidad tal como es. No es una cuestión de poder, no es una cuestión de sojuzgar a nadie”.[16]

Este conjunto de reflexiones que he venido formando en torno al estatus científico del Derecho me ha venido a colación a propósito del libro del profesor Aldea, a quien conocí en los primeros días del mes de julio de 2015 en la Universidad de Castilla – La Mancha, en la diputación de Toledo, Reino de España, cuando comenzábamos los estudios de posgrado en el Master Oficial en Derecho constitucional que nos vincularon amicalmente, casi de inmediato, hasta el día de hoy. El profesor Aldea, sin embargo, me manifestó en la madre patria que ya me había conocido en la ciudad de Huaraz, capital de la Región Ancash, el año 2013, cuando yo desempeñaba el cargo de Gerente Central de la Escuela del Ministerio Público de la República del Perú y, con tal condición funcional, me hice presente en el seno de la fiscalía de jurisdicción huaracina con el objetivo de impartir una clase de teoría del delito para fiscales y asistentes en función fiscal. He lamentado mi mala memoria y no haber aprovechado mejor, con anticipación, la posibilidad de gozar de la amistad y sapiencia de este magnífico intelectual.

En España, sin embargo, fui testigo del gran conocimiento, de naturaleza francamente enciclopédico, y extraordinario dominio, que nuestro autor poseía del Derecho constitucional, al cual concebía, al igual que yo, como una disciplina de la ciencia jurídica que merecía ser mucho más que la metafísica a la que se encontraba aún reducida en pleno cuarto inicial del siglo XXI. De allí, a partir de esta premisa de concepción, el profesor Aldea se encargó de desarrollar planteamientos sistemáticos, metodológicamente aprehendidos, analizados y estudiados, para presentar ideas, si no arriesgadas, sí vanguardistas que hacían que mi iconoclasta forma de ver al Derecho constitucional se deleitara con la esperanza que depositaba en este bisoño colega mío –un auténtico constitucionalista por formación y decisión profesional– al ver que la impronta de su juventud ofrecía la posibilidad de contribuir a la necesaria y merecida gestación científica de esta rama de la ciencia del Derecho.

Es en este contexto de convergencias personales, amicales y científicas, que el profesor Aldea me pidió que escribiera la introducción a este libro suyo. Yo recibí esta propuesta, por supuesto, halagado, pero me parece que sin merecimiento alguno, pues bien sabe mi oferente que, aun cuando llevamos juntos los estudios en los claustros de la Universidad de Castilla – La Mancha, sin embargo mi especialidad es la filosofía del Derecho y el Derecho penal. Pero quizás sea por esto –voy a especular un poco–, y no tanto por la profunda amistad que nos vincula, que el profesor Aldea me haya solicitado le escribiera este Vorwort, que es como los alemanes llaman al exordio que principia una obra: una mirada desconfiada y desenfadadamente liberada de los prejuicios metafísicos que invaden nocivamente el constitucionalismo contemporáneo puede constituirse en un referente epistemológico fresco pero serio que permita emitir juicios razonables sobre lo que se predica en este campo del conocimiento jurídico, a la vez que asegura la existencia de un compromiso contraído, no con ese despreciable statu quo internacional al que muchos de los constitucionalistas actuales rinden pleitesía por conveniencias de orden mundano, sino, por el contrario, compromiso contraído con la ciencia jurídica y con la humanidad, no de manera puritana, sino de modo social.

Me place, por ello, introducir esta opera prima de P. Aldea, porque en sus dos vigorosos capítulos se encuentran elementos[17] que, habiendo sido concebidos en un ambiente donde se respiran provectas teorías metafísicas que envilecen al Derecho constitucional, prometen contribuir, contrario sensu, a la concreción científica de esta disciplina troncal del Derecho, lo que, a su vez, permite derivar la sistematización de la jurisprudencia del Tribunal Interamericano de Costa Rica que, independientemente de su conocida e invertida orientación política e ideológica actual, y con la novedad de presentarse en este libro tal jurisprudencia concordada con nuestro Código Procesal Penal, puede apuntar a desentrañar consideraciones lógicamente estructuradas, conteniendo razonamientos proposicionales que parten de la realidad objetiva en contextos sociales dialécticos de donde se extraen conocimientos a partir de procesos racionales que se elevan de lo abstracto a lo concreto, con el objetivo de objetivar el proceso en beneficio de la sociedad en su conjunto, primero, y de las partes entradas en conflicto, paralelamente. Y así cabe la posibilidad de explicar, no necesariamente a título de algoritmos lógico-objetivos, pero sí como conceptos categóricos centrales en el campo del Derecho procesal penal de influencia constitucional, esto es, en el ámbito del modelo procesal penal acusatorio garantista, categorías tales como el derecho de defensa y los medios para su preparación, el derecho a contar con un abogado y la defensa pública adecuada, la validez de los elementos probatorios, la presunción de inocencia, el plazo razonable, la complejidad del caso y la función jurisdiccional, así como la aplicación de estos conceptos a procesos especiales, como los de extradición o desaparición forzada.

Este libro resultará por eso, sin lugar a dudas, un texto de consulta obligatoria no sólo para los magistrados, juristas y abogados que trabajan diariamente con asuntos propios del Derecho constitucional, sino, también, para aquellos otros letrados que destinan sus esfuerzos cotidianos a la comprensión de un Derecho penal y procesal penal de base constitucional y, sobre todo, social-humanista. Y ni qué decir con respecto a los estudiantes de Derecho que, en buena cuenta, es el concepto que nos abarca a todos los que dedicamos nuestra vida entera a la ciencia del Derecho, a su comprensión y aprehensión, y a la que consideramos como instrumento teórico necesario de evaluación y enjuiciamiento dialéctico de la forma positiva de ordenación y también de transformación social. Este libro nos será, por tanto, de gran valor y utilidad por un largo tiempo, tanto por sus conceptos propios como por la sistematización que nos ofrece. Enhorabuena por ello al profesor Aldea.



Prof. Dr. H. c. Luis Alberto Pacheco Mandujano
Magister Iuris Constitutionalis
Lima, primavera de 2017






[1] Kirchmann rechazó la dialéctica de Hegel, aceptó parcialmente la Crítica de la Razón Pura de Kant y prefirió inclinarse hacia el jusnaturalismo racionalista.

[2]  Sic., Marx, K. y  Friedrich E., Manifiesto del Partido Comunista, SARPE, Madrid, 1983, pág. 44.

[3]  Recordada es la proposición angular de Marx en la que señalaba, y ciertamente con genial certeza, que “en la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se erige la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.” [sic. Marx, C., “Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política”; en: Marx, C. y F. Engels, Obras escogidas en dos tomos, tomo I, Editorial Progreso, Moscú, pág. 343]. Y agregaba Engels diciendo: “La estructura económica de la sociedad en cada caso concreto constituye la base real cuyas propiedades explican, en última instancia, toda la superestructura de las instituciones jurídicas y políticas, al igual que la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico” [sic. Engels, F., Anti-Dühring. En: Marx, C. y F. Engels, Obras completas, tomo XX, Editorial Progreso, Moscú, pág. 26].

[4]  Al respecto, cfr. Engels, F., El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado. En: Marx, C. y F. Engels, Obras escogidas en dos tomos, tomo II, Editorial Progreso, Moscú. Asimismo, Morgan, L. H., La sociedad ancestral, Editorial Ayuso, Madrid, 1987. También, Malinowski, B., Crimen y costumbre en la sociedad salvaje, Editorial Planeta-De Agostini, S. A., Barcelona, 1985. Desde un punto de vista de la etología, Morris, D. El mono desnudo, Editorial Debolsillo, Madrid, 2017.

[5] En todo caso, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., Teoría dialéctica del Derecho, Ideas Solución Editorial, Lima, 2013, págs. 38 y ss.

[6] Cfr. Tamayo Flores, A. M., Derecho en Los Andes. Un estudio de Antropología Jurídica, CEPAR, Lima, 1992.

[7] Cfr. Supiot, A., Homo Juridicus: Ensayo sobre la función antropológica del Derecho, traducción de S. Mattoni, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2007.

[8] En este punto, Marx se encontraba en un profundo y grave error de concepto cuando aseguraba que a la desaparición del Estado burgués seguiría la inexorable e ineludible desaparición del Derecho. Este problema lo he aclarado y desarrollado, reivindicando dialécticamente a Marx, en mi Teoría dialéctica del Derecho. Al respecto, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 38.

[9]  Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 83.

[10] Sic. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 132.

[11] En esta explicación se verifica el carácter multívoco, polisémico, del término Derecho.

[12] Sic. Nino, C. S., Introducción al análisis del Derecho, Barcelona, 1983, págs. 318-319. En este mismo sentido, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 47.

[13] Cfr. Ferrajoli, L., Principia iuris, tres tomos, Editorial Trotta, Madrid, 2011.

[14] Sólo para citar un ejemplo, cfr. Alexi, R., Teoría de los derechos fundamentales, primera reimpresión de la segunda edición en español, traducción y estudio introductorio de C. Bernal Pulido, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2008.

[15] Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “Quodlibetum IX: Breves consideraciones sobre la relación existente entre el Lenguaje y el Derecho”, en: Díaz Revorio, F. J. y Ma. E. Rebato Peño, La justicia constitucional en Iberoamérica: Una perspectiva comparada, Coordinadores: J. López de Lerma Galán y W. M. Jarquín Orozco, Universidad de Castilla – La Mancha, España; Ubijus Editorial S. A., Ciudad de México, 2016, págs. 97-113. También, Cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “El inhumano Derecho Penal de una funesta concepción de los derechos humanos. Un punto de vista heurístico concerniente al entendimiento convenido [aunque no conveniente] del sistema teórico de los derechos humanos a partir de un caso concreto”, en: Pacheco Mandujano, L. A., Problemas actuales de Derecho Penal. Dogmática penal y perspectiva político-criminal, Editorial A&C, Lima, 2017, págs. 187-256.

[16] Sic. Mosterín, J., Epistemología y Racionalidad, Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, primera edición, junio de 1999, pág. 36.

[17]  Entre ellos, el control de convencionalidad y los criterios objetivos de su aplicación.