jueves, 1 de octubre de 2020

30S y 5A: Semejanzas y diferencias

(Para no olvidar)


Se acaba de consumar en el Perú una nueva y remozada edición de la práctica común de las “democracias” latinoamericanas: recurrir al golpe de Estado cuando los argumentos políticos y jurídicos se acaban y al dictador no le queda más remedio que ejercer la fuerza bruta. No es de sorprender.

Tampoco es de sorprender que el pueblo apoye la medida. Esta es, también, característica de los pueblos adormecidos, embrutecidos, obnubilados de Latinoamérica. El del Perú no es la excepción, lamentablemente.


Pero que el pueblo lo sepa de una buena vez: lo que ha hecho el día de ayer Martín Vizcarra Cornejo es un golpe de Estado. Lo es por una simple razón: ha dicho Vizcarra que la elección realizada por el Congreso de la República del señor Ortiz de Zevallos como miembro del Tribunal Constitucional le ha supuesto una “denegación fáctica de la confianza” que el gobierno esperaba de parte del Parlamento hacia el gabinete ministerial de Del Solar. ¿“Denegación fáctica de la confianza”? ¿Qué novedad jurídica es ésta? ¿Qué nuevo aporte a la doctrina del Derecho peruano ha hecho el ingeniero Vizcarra con este neologismo jurídico? ¡Qué va! Esta no es ninguna novedad ni neologismo jurídico. ¡Es un esperpento grosero y ominoso que agravia la inteligencia jurídica y política de la patria! ¿“Denegación fáctica de la confianza”? Ni al propio Vizcarra se le hubiera ocurrido semejante barbaridad. Vizcarra lo ha superado.

Esa “figura” (si así se puede llamar a ese mamarracho) no existe en el ordenamiento constitucional ni legal del país ni de ningún Estado civilizado que se precie de ser un Estado de Derecho. Pero el pueblo, en mayoría, ignorante todo él en materia de Derecho, ha aplaudido la medida. Al pueblo no le interesa en absoluto el sustrato jurídico de las decisiones políticas. Por el contrario, se defeca en él. El pueblo se comporta aquí como masa, como mesnada. Y no se avergüenza de ello. Su rabia, cólera y hartazgo contra la clase política que representan los congresistas peruanos pueden más y son superiores a cualquier consideración racional de Derecho que debiese primar en las decisiones políticas que afectan la vida y el destino del país. Al pueblo no le importa arrasar con todo. Todo, en su paso abrasivo, está justificado por el mandato popular según el cual “vox populi, vox Dei”. Qué tal pueblo tenemos.

El pueblo no sabe –y tampoco le interesa saberlo– que el proyecto de ley presentado por Vizcarra al Parlamento  para  variar   la   forma   de   elección   de   los  magistrados  del Tribunal Constitucional tenía que pasar previamente por un trámite legislativo que suponía la recepción del proyecto, su derivación a la Comisión de Constitución para su evaluación y eventual aprobación de donde, después, debía pasar al debate en el pleno del Congreso. El pueblo no sabe esto. El pueblo sabe de las ubicaciones de los equipos futbolísticos en la tabla del torneo descentralizado; el pueblo sabe que Yahaira Plasencia engañó a “La foca” Farfán con “el Coto” Hernández (y que hay un vídeo que lo demuestra); el pueblo sabe que Kevin Blow golpeaba brutalmente a Michelle Soifer. El pueblo sabe todas estas naderías, pero no sabe lo importante. Ese es nuestro pueblo.

El pueblo no sabe –y tampoco le importa saberlo– que el trámite que legalmente debía seguir el proyecto de Vizcarra iba a tomar un tiempo, como es natural, por lo que era completamente claro que, en el eventual caso de ser aprobado, las nuevas reglas regirían recién para la elección futura de los aspirantes al Tribunal Constitucional, pero no para la que se estaba desarrollando el día de ayer, 30 de septiembre (30S). Eso no sabe el pueblo y tampoco le importa saberlo.

Vizcarra y don Panta, su premier, que sí saben de estos procedimientos, usaron la figura de la “confianza” para argumentar una supuesta “denegación fáctica” de la misma y proceder al tropel con el cierre del Congreso. Esto, por supuesto, desde el punto de vista constitucional y legal –único punto de vista válido en este asunto– deviene flagrante violación a la Constitución con el consecuente quebrantamiento del Estado de Derecho, además de constituir una retahíla de delitos que deberían ser sancionados con la pena que el hecho amerita. Estamos, pues, viviendo los inicios de un golpe de Estado. Pero, ¿le interesa saber al pueblo de esto? ¡No, en absoluto! ¡A la mierda con el procedimiento legal! Nada de ello importa. Por eso es que las catervas gritan en las calles y celebran absolutamente emborrachados de soberbia tumultuosa. ¿Qué celebran, entonces? ¿La consolidación de la democracia o del Estado de Derecho en el Perú? ¡No, para nada! El pueblo celebra el machacazo ejecutado a la prepo contra quienes se considera ahora “enemigos de la honestidad”; el pueblo ovaciona la venganza en turbamulta, aclama el odio instalado en la consciencia popular, ahora victorioso. El pueblo vitorea el triunfo de su rabia.

Vizcarra, como todo buen dictador, buscó desde el inicio de su incompetente y deplorable gestión gubernativa insuflar el espíritu asqueado del pueblo; azuzó desde Palacio y desde las tribunas que le franquearon las inauguraciones de obras inacabadas –que no son de su gobierno, dicho sea de paso, sino de su traicionado líder PPK e, incluso, que fueron iniciadas en la recta final del período de Humala–; caldeó los ánimos de la población, porque sabía lo necesario que es recurrir a la muchedumbre para consolidar su posición y sentirse “legitimado”. ¡Y lo logró! Este señor no era –lo dije desde el principio– sino un oclócrata disfrazado de demócrata. Es más, la máscara ya se la había quitado cuando, raudo, regresó de Brasil a inicios de año, desairando diplomáticamente al presidente Bolsonaro, para interferir, también inconstitucionalmente, en la decisión tomada por el ex Fiscal de la Nación Gonzalo Chávarry –decisión absolutamente legal por ser de su competencia según la Ley Orgánica del Ministerio Público– de remover a los fiscales Vela y Pérez del caso que les ha servido a ambos para operar políticamente, en nombre de la lucha contra la corrupción, a favor del gobierno y de sus aliados comunistas del IDL y de las siempre divididas bancadas izquierdistas de Frente Amplio, Nuevo Perú y Bancada Liberal.

El pueblo apoya a Vizcarra, no hay duda, y ganó definitivamente esta partida. Empero, qué cosa más curiosa sucede en este país: el pueblo elige a quienes poco tiempo después despotrica. ¡Y a eso le llama “democracia”! Qué tal pueblo tenemos. Es un pueblo que, en distorsionada tradición andina, cree que la democracia es un rimanakuy: el pueblo pone, el pueblo saca. “¡Esta es la verdadera democracia!”, gritan en las calles las hordas de adormecidos que están absolutamente convencidos de que ganaron algo. Según ellos, su “gesta” es comparable con la del pueblo alemán que derribó el muro de Berlín en noviembre del ’89. ¡Ja! No hay punto de comparación.

Y como no podía ser para menos, el grito tiene que expandirse necesariamente a través del universo. Es menester viralizarlo, extenderlo, hacerle eco por medio del facebook, del whatsapp, del twitter, del instagram y de cuanto medio de difusión hoy pueda echar mano la mesnada para hacerse sentir en ese mundo alterno en el que todos opinan de todo, no importa de qué trate el tema, porque todos son expertos en todo y todas las opiniones valen. ¡Qué feliz se siente el pueblo! ¡Qué algarabía, qué orgullo!

¡Ay, carajo! Y creíamos que la edad media se había acabado en América Latina tras la fundación de la república y la reforma agraria. Qué equivocados estábamos. Tienen que pasar cosas como estas para constatar lo que a ojos vista se advierte día a día: este país, en el que no importan el Derecho ni la legalidad sino sólo el statu quo, porque todo aquello vale nada cuando se afirma que “vox populi, vox Dei”, es un país medioeval.

Sí señores, un país medioeval. Un país medioeval con gente que goza, encriptada en sus smartphones, de la tecnología más moderna que jamás antes pudimos imaginar; un país en el que su gente se conecta al mundo por internet, ve televisión por cable, se traslada en coches movilizados con combustibles fósil y alternativos, y conversa con amigos que se encuentran en las antípodas de sus ubicaciones gracias a las redes sociales, y, aun así, no deja de ser un país de espíritu medioeval, al fin y al cabo, porque su consciencia es analfabeta social en esencia, sabiendo leer y escribir. Qué paradoja más desgraciada y nefasta la que nos toca vivir.

El pueblo cree, en suma cuenta, que ganó algo importante echando a los congresistas incompetentes y corruptos que ese mismo pueblo eligió. ¡Qué ironía más cruel! Pero ese pueblo no se da cuenta –no podría, porque es analfabeto social y está adormecido– que por sobre encima de las personas, es la institucionalidad la que debe primar pues sólo sobre ella y con ella se construye un Estado de Derecho y un auténtico sistema democrático. Es decir, el pueblo es incapaz de razonar y pensar, siquiera a nivel individual, diciendo: “a mí no me gustan los congresistas que tenemos y los repudio, pero la institucionalidad está primero y, por ello, debo aprender a elegir buenos representantes la próxima vez”. ¡Imposible! El pueblo cumple muy bien su trabajo: es el pueblo.

El pueblo no sabe, en fin de cuentas, que todas las tiranías, todas las dictaduras, comienzan siempre con el “clamor” y el “apoyo popular”. ¡Pero, por supuesto! Qué se puede  esperar  de  un  pueblo  analfabeto  social: el  pueblo no  ha estudiado  historia nacional, mucho menos historia universal, y es por ello que no tiene ni la menor idea de que Mussolini (—¿Muso quién? —diría la bella Milechi) fue adorado por el pueblo italiano al inicio de su dictadura fascista en 1922, al igual que Hitler en Alemania (—¡Ah! ¿El que fue presidente de Francia en 1800, no? —musitaría Chibolín, con su vocecita también operada el día que le practicaron la lipoescultura,  el “candidato del pueblo” que ya se alista a participar en las elecciones), Gadafi en Libia (—¿Libia?... —preguntaría Mario Hart, forzando una cara de intelectual), Pinochet en Chile (—¡Buen presidente! Puso a Chile en un buen nivel económico —afirmaría la siempre linda Karen Schwarz, saliendo de la unidad de cuidados intensivos de la clínica Ricardo Palma tras haber sido lobotomizada para regresar a la tele), Bánzer en Bolivia, Chávez y Maduro en Venezuela (—¡Ay, por favor! Qué ajco me dan esos señores —sentenciaría con remilgo y acento barranquino Vanessa Terkes, que en el mundo de la farándula local es la más experimentada en materia política) y, por último, Fujimori en nuestro país (—¡Con mi presidente, el mejor del Perú, no te metas! —amenazaría la escultural Laura Bozzo).

Como el 5 de abril de 1992 (5A), el pueblo ha salido a las calles a expresar su  respaldo al dictador. Danzan y bailan alrededor de un becerro de oro versión chola, festejando el cierre de un congreso acusado de ser el portador y causante a la vez de todos los males sociales. ¡Y vaya que lo son! Pero pobre pueblo desmemoriado. No aprendió la lección.

Algo singular diferencia, sin embargo al 5A del 30S: no es que ahora no hayan tanques y tropas militares en las calles, o que el dictador actual no despache desde el Pentagonito. No, eso es lo anecdótico. Diferencia la situación que el 5A la población apoyó al dictador sin saber que era él una incubadora de  corruptela y de cuyas acciones criminales sólo se pudieron confirmar sus responsabilidades personales, políticas y penales, tras su caída el año 2000. En este 30S es imposible, en cambio, que el pueblo no sepa que el nuevo dictador es un corrupto que, apoyado por una fiscalía arrodillada ante el Ejecutivo y por una prensa oligárquica y masiva que escondió en siete idiomas sus delitos cometidos como gobernador regional de Moquegua y como Ministro de Vivienda en el caso “Chinchero”, ha puesto al país en piloto automático desde que inició su gobierno, se abstuvo de gobernar y se dedicó, como factótum de la progresía nacional, a perseguir a sus enemigos políticos acusándolos –y con razón en muchos de los casos, qué duda cabe– de corruptos y miembros de organizaciones criminales existentes gracias a la imposición conceptual de la prensa que se aseguró de hacer realidad la existencia de unos “Cuellos Blancos” que, en la pura verdad, nada más existe en la virtualidad de los papeles judiciales y de las redacciones siempre distorsionadas de la prensa de masas.

Pero en fin, ya estamos en este punto de la historia. Las Fuerzas Armadas y las Fuerzas Policiales se han decantado por apoyar al dictador porque, con seguridad, han visto que el pueblo está “de su lado” y los oficiales superiores de los institutos castrenses no quieren contradecir al pueblo porque, en verdad, no sólo le tienen temor, sino que hace ya largo rato que en el ejército, la marina, la fuerza aérea y la policía nacional, ningún oficial tiene pantalones sino mandiles rosas que los visten y exhiben con orgullo.

Cómo debe estar jaraneándose el diablo en el infierno. ¡A caquinos! ¡Las Fuerzas Armadas y Policiales apoyan ahora a un gobierno usurpador que se ha aupado en la oclocracia y que es sostenido por el comunismo de las glaves, los costas, los debelaunde y demás yerbas del campo.

¡Qué indignante! Las fuerzas armadas (y ahora ya con minúsculas, porque con su accionar ellos mismos se han minusculizado) perseguidas por ese comunismo oenegero que los sentó en el banquillo de los acusados tildándolos de genocidas y de ser autores de crímenes de lesa humanidad (¿ya no recuerdan los vergonzosos casos judiciales de Accomarca o de Cayara?), tampoco parecen tener memoria. ¡Qué indignos! Ellos mismos se la están buscando.

Por no apoyar este quiebre de la institucionalidad ya me estoy ganando el mote de “corrupto”. Claro, en un mundo polarizado donde las neuronas generales sólo alcanzan para pensar en un orbe bipolar –pues si se razonase un poco más allá de este espectro de lo “políticamente correcto” se produciría un corto circuito sináptico–, adjetivos así son de esperar. La verdad sea dicha, sin embargo: me importa un soberano bledo lo que me diga la mayoría; esa dictadura a la inversa. Ya antes, a fines de los años ’80, por el sólo hecho de vestir con zapatillas Reebok y pantalones jeans Levi’s, los sicarios del terror me llamaron “burgués”; a inicios de los ’90, cuando mis compañeros y yo enfrentábamos, parapetados en la cofradía del ARE, a Sendero Luminoso, cara a cara, en la Universidad Nacional del Centro del Perú donde cursaba mis estudios de ingeniería química, fui considerado “furgón de cola de la reacción”. Más adelante, a partir de 1997, cuando había que enfrentar a la dictadura fujimontesinista que defenestró a los magistrados del Tribunal Constitucional que declararon inconstitucional la ley que habilitaba la re-reelección de Alberto Fujimori, fui llamado “terrorista”. Hoy, la mentada de madre más espantosa que se puede recibir en el ámbito político no es ser tildado de “terrorista”, sino de “corrupto”. Siempre hay un adjetivo zahiriente, ad hominem, listo para punzar y desacreditar al enemigo. Y ahora soy enemigo del gobierno. Que venga lo que tenga que venir.

La historia nos ha confirmado en repetidas ocasiones que, como diría el celebérrimo poeta y dramaturgo francés Jean-François Casimir Delavigne, desde los tiempos de Adán, los tontos siempre han estado en mayoría. El tiempo, como siempre, se encargará de darnos la razón y el pueblo tendrá que abrir los ojos cuando, como es de suyo común, sea ya demasiado tarde. Y luego se lamentará y después repudiará a quienes hoy “apoya”, y así sucesivamente, en un infinito movimiento pendular de vergüenza  y falta de memoria y dignidad nacional. ¡Ay pueblo! Pueblo que hoy eres “valiente” apedreando a Tubino y a Becerril, aquellos candidatos por quienes tan sólo hace tres años votaste y que recibieron de tu parte, y mayoritariamente, el favor popular. Eres, pueblo, el tátara tátara tátara tátara tátara nieto de aquellos mismos que, a gritos y con furia, pidieron que Jesús fuese crucificado. ¡Ay pueblo, cómo dueles!

En algo, sin embargo, comparto con el dictador Vizcarra: “Estamos haciendo historia  y esto lo recordarán las siguientes generaciones”. ¡Pero claro que sí! ¡A no dudarlo! Estamos construyendo una historia execrable que será recordada por las siguientes generaciones, tan igual como nosotros recordamos la traición de Mariano Ignacio Prado y su casta civilista.


Lima, 1 de octubre de 2019.