lunes, 2 de julio de 2012

El señor S (versión original)


Por: Luis A. Pacheco Mandujano
(Publicado, con ligeras modificaciones, en el Suplemento Cultural "Sólo 4" del diario Correo de Huancayo, edición del sábado 12 de febrero de 2011: http://suplementosolo4.blogspot.com/2011/02/el-senor-s.html#comment-form)

Para cuando el señor S, abogado y político local de larga data, el individuo que, como Drácula, solía vivir en la nocturnidad del día y sostenerse de sangre ajena, recibió aquel inolvidable 6 de agosto dos certeros, sonoros y vigorosos bofetones en el rostro de parte de uno los enemigos que él mismo había cultivado, ya era decrépito, y aunque se juraba a sí mismo lo contrario para negarlo, se sentía más que agotado.

Era el resultado de su vida misma: fuera de tres fiascos conyugales, numerosos flirteos estériles, los que más bien parecían esconder –a modo de freudiano exorcismo interno– alguna forma de homosexualidad latente, y con menos reconocimientos íntimos y más negaciones cobardes de sus consecuencias matriciales y concupiscientes, se había pasado dos décadas enteras buscando una ocasión, en cuanto proceso electoral se había convocado –que a lo largo de ese tiempo fueron más de quince–, para ocupar un cargo público. En cada oportunidad había fracasado estrepitosa y vergonzosamente.

Para ser sinceros y completos en la descripción, su contumacia en aquello último revelaba que de lo único que no estaba cansado era de seguir insistiendo en asuntos que la vida misma le había demostrado de sobra que no estaban reservados para él. Jamás llegaría a ser autoridad pública socialmente elegida. Y ya que había diseñado su existencia para tal fin, haciéndose creer, por él mismo y por sus aduladores portátiles, que tenía un futuro en este camino, las cuentas finales de su misérrima biografía eran calamitosas. La conclusión final le enrostraba la verdad: su existencia toda era un monumental fracaso. Si alguna vez durante su primera juventud el señor S asemejaba a un idílico idealista, un tipo que aparentaba enderezar su ser y su existencia en función de ciertos valores, la contundente catana que la historia le había dado –tal vez porque la Providencia ya lo había descubierto como un Caín– le obligó, después, a descubrirse tal cual ante la desnudez del alma: era un donnadie, un sujeto vacío de todo, un auténtico perdedor.

El señor S sabía todo esto muy bien en su interior. Ese era su secreto. Por eso, para contradecir a la “maldita” realidad, y siguiendo el proceder consuetudinario que todo perdedor se ve obligado a ejecutar para sobrevivir, la imagen que de sí diseñaba para quienes lo conocían, o para quienes él quería que lo conocieran, e incluso para su propio espejo, trataba de ser la de un gentleman, un caballero bien portado, un experimentado político y un hábil jurisconsulto. Pero el efecto real que con ello lograba siempre le era extrañamente adverso. La comunidad de letrados lo consideraba un pésimo abogado porque se había hecho la fama de ser un hábil político, mientras que la cofradía de políticos locales lo veía como un pésimo político porque gozaba el derecho de ser reconocido como uno de los letrados más fuertes de la zona. S sabía que no era ni lo uno ni lo otro. Sabía –aunque se lo negaba a sí mismo– que era nada.

Y las bofetadas bien ganadas que había recibido resultaron ser, para él y para todos, un hecho emblemático. Quien se los propinó no era cualquiera. Se trataba de quien, otrora, había sido uno de sus mejores amigos, alguien leal a él, alguien que lo apreció verdaderamente, pero que, aún así, fue traicionado por el mismísimo señor S y demolido con la ayuda y complicidad de los esbirros con los que solía convivir y moverse. ¿Por qué? En verdad, el señor S era víctima agobiada de la fiebre desmesurada de poder, de ésa que enferma y envilece el alma; de la misma que advertía Lord Acton.

Esta felonía convirtió el sentimiento amical en odio atroz, en una fuerza de enemistad que sólo desaparecería con la muerte.

Por eso el episodio devenía representativo; uno podía, si era inteligente, darse cuenta que existe una regla práctica, casi una enseñanza bíblica, que debiera tenerse siempre muy en cuenta en la vida: no siembres vanamente enemistad entre tus semejantes, ni conviertas inútilmente a nadie en enemigo; pero, más aún, no conviertas en enemigos a tus amigos. Ellos serán siempre los más férreos y duros, vanamente ganados, adversarios que con justicia obrarán contra ti.

El señor S, sin embargo, parecía no saber esto. Es que su actitud demostraba, en esencia, la falta de escrúpulo con que trataba problemas para cuya solución le faltaban los conocimientos más elementales. Era un cipayo. Su propio modo escolar de hablar lo revelaba. No pronunciaba palabras; las balbuceaba. Seguramente ante los ojos de Sartre habría sido considerado un imbécil.

Los lapos fueron, pues, con todo, mortales para S, y llegaron justamente cuando el tiempo se le acababa. En cuatro meses más estaría de nuevo caminando por las calles llenas de gente que, desde ya, lo identificaba, no como un buen ejemplo de persona o como un valor humano viviente, sino sólo como un perdulario, un idiota, un felón. ¿A dónde iría, entonces? No tenía amigos, sólo sobones, aduladores que actuaban a su lado por conveniencia. Pero hasta eso tenía un costo que en poco tiempo no podría pagar más.

El señor S, que temblaba de miedo en su interior por enfrentar su verdad, era nadie, era ínfimo y era nada. Pronto ya no sólo sería un cansado decrépito, sería también un paria, sin casa, sin amigos, sin compañeros, sin mujer, sin familia, la institución natural que detestó siempre al no haber tenido la capacidad suficiente para definir su dialéctica hormonal. Y peor aún, ya no sólo no sería jamás autoridad pública socialmente elegida, tampoco sería hombre. Debía entonces perecer.

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