miércoles, 25 de agosto de 2021

Juan Perros, de Rodrigo Ímaz. Cuatro reflexiones y una conclusión de un hombre libre

 

 

 

“Sólo los animales no fueron expulsados del paraíso”.

Milan Kundera

 

 

“Hasta que uno no ha amado un animal,

una parte del alma sigue sin despertar”.

Anatole France

 

 



 

I.               Primera reflexión


―Nuestra casa es el mundo, porque estamos dentro del mismo planeta. Es el mismo aire, el mismo agua, la misma vida, y eso –creo– nos da la libertad de andar cuando queramos ―sentencia con seguridad y firmeza Juan Perros, un reciclador y ropavejero provecto que, en medio de un basural, trabaja bajo el azul intenso de un cielo que no parece, después de todo, tan lejano; rodeado de desperdicios de toda clase, acompañado por cerdos, asnos, gallinas, gallinazos que aguardan la carroña, gatos y muchos perros, su voz, no refleja desánimo cuando habla, tampoco tristeza, melancolía ni cansancio; más bien, a contrario, transmite fortaleza, esperanza, pero sobre todo, se erige portador consciente de un irrebatable y supremo valor presente en él: la libertad. Libertad que no se confunde, pudiendo hacerlo, con el libertinaje. El resto de su mundo es accesorio, accidental, laconía, pasajero. Lo importante, lo significativo, aquello que marca su existencia es la libertad. Juan Perros es, a no dudarlo, el ser-para-sí de Sartre. Quién lo diría: el revoltoso profesor del ’68, el de los lentes redondos y pipa larga, lo buscaba en París, en Europa; Rodrigo Ímaz, el ya laureado y reconocido joven director de cine, lo encontró en su país, en México, en el epicentro de una enorme caterva de cachivaches, en 2014. Quizás este haya sido, a su mediana edad, el mejor y mayor hallazgo que Ímaz ha logrado hasta el momento en su vida. Qué él mismo nos lo diga.

 

Porque una cosa es ser libre en el primer mundo, donde el avance del Espíritu hegeliano, después de su encarnación, Napoléon, no deparó para ese suelo sino progreso adquirido tras crueles guerras y asfixiantes hambrunas, ciertamente, pero bienestar y progreso social, económico y cultural, ganados al fin y al cabo; y otra muy diferente es ser libre desde el tercer mundo, ese basto y lejano lugar que sobrevive aún sumido en una profunda pobreza material y moral que hiede, que reprime, que esclaviza, y sin embargo, por inefable y caprichosa estadística, se encuentra en medio de ella ese uno en un billón para quien la carencia ni duele ni hambrea, porque a través de ésta, más bien por medio de su sublimación, como motor dialéctico de impulso existencial, catapulta la realidad del ser hacia ese centro vital del alma que, sabiéndose poseedora del cosmos, no necesita de más nada para-ser, y lo transforma todo. He aquí la grandeza de los Juan Perros de México, de los Juan Perros de América Latina… de los del tercer mundo; que son pocos, pero son. Y no se trata aquí, a punto fijo, de un Ghandi, es verdad; pero se me antoja pensar en Juan Perros como un hombre ontológicamente cercano a él, muy cercano, aunque sin saberlo ni quererlo. Se trata también en él, eso sí, de un “alma grande” (महात्मा).

 

Ser libre en un mundo de abundancia en el que, por patológica decisión esquizoide, para pasar por exótico humanista de la posmodernidad, implica el ineludible esfuerzo de creerse el cuento –la narrativa, dirían los huachafos del estulto lenguaje inclusivo– de encontrarse hundido en el barro que estanca y desde donde se busca aprehender el idílico, aunque distópico y opiáceo, desahogo, el desembarazo. Esto no puede ser, sin duda de ningún género, expresión ni búsqueda de libertad, como tampoco encuentro con ella. Semejante monserga actitudinal refleja, en definitiva, la versión opuesta, desfigurada e invertida del idiota sartreano que no es ni llegará a ser jamás Flaubert, sino, a lo sumo, un Harker poseído por un amo dracúleo que se alimenta, no de sangre, sino de ντος. Nuestro Juan Perros habita, felizmente, en las antípodas de aquel otro corruptia et deflectěre quasimode que no es ciudadano, sino usuario, y que mora no en una sociedad, sino en un mercado, éste que queriendo ser el Asgaard del consumismo liberal, no llegó sino a Valhalla, trocándose distorsión ontológica de la sociedad de libertades. De ahí el “dolor” del “buscador de libertades” occidental. Nuestro Juan Perros habita, repito, y felizmente, en las antípodas de este mamarracho de escala universal. Es Diógenes, el de Sínope.

 

 

II.            Segunda reflexión

 

―Todavía nos queda mucho tiempo para buscar otro mundo. No todos caemos en la misma nada ―reflexiona Juan Perros sin caer en cuenta –porque no necesita cavilar en la claridad de esta idea– que semejante proposición no es simple flatus vocis; ella encierra en sí uno de los más complejos problemas que la filosofía hecha física contemporánea ha develado: tiempo y espacio no son formas categoriales del pensamiento, sino formas existenciales del movimiento de la materia, es decir, de aquello que existe objetiva e independientemente de nuestras consciencias. Por eso mismo atina Juan Perros. Atina porque su espíritu libre, su alma grande, su ser-para-sí, siendo ausente de intermediación desfigurante alguna, es intuición vinculante hecha conexión inmediata con el mundo de aquí, con este kay pacha, como le llamarían los quechuas andinos, primos-hermanos ellos de los ancestros aztecas de nuestro Juan, en cuyo nāhuatlahtōlli llamaría tlajli: el lugar donde la nada se transforma en el ser que, después de su inagotable e infinito movimiento, confluye con la nada que deviene potenciando lo nuevo.

 

Si Juan Perros hubiera tenido –y desafortunadamente no fue así– la suerte segunda de Valjean tras conocer al obispo Myriel y establecerse en Montreuil-sur-Mer, se habría “educado” y sabría, por tanto, de los profundos juicios que sobre el tiempo había escrito José Hierro hace más de medio siglo. Pero Perros no fue Valjean, y sin embargo ambos, por igual, provinieron de la nada y, aun así, de la nada lo extrajeron todo, yendo incluso por más: el tiempo, la vida, la libertad. Se me antoja, por eso mismo, pensar que nuestro personaje, alguna vez, intuyó la Vida de Hierro y con él recitó el poema:

 

Después de todo, todo ha sido nada,

a pesar de que un día lo fue todo.

Después de nada, o después de todo

supe que todo no era más que nada.

 

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».

Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».

Ahora sé que la nada lo era todo,

y todo era ceniza de la nada.

 

No queda nada de lo que fue nada.

(Era ilusión lo que creía todo

y que, en definitiva, era la nada).

 

Qué más da que la nada fuera nada

si más nada será, después de todo,

después de tanto todo para nada.

 

 

El ser-en-sí de Juan Perros es subjetividad consciente, a no dudarlo. Pero es subjetividad que se objetiva en la realidad. Ésta no se objetiva por ella, sino todo lo contrario. Juan Perros supera con creces al díscolo Sartre. Y es así que monta despreocupado su acémila y, acompañado de su jauría que es fraternidad, avanza silbando de camino al deshuesadero de metales en donde comercia las fruslerías que ha reciclado, para retornar después a sus propios Champs-Élysées, mientras el aire corre con fuerza, levantando el polvo que, envolvente y cubriéndolo todo, nos recuerda, de nuevo, el paso de la nada al ser y del ser a la nada: Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris.

 

 

III.         Tercera reflexión

 

―Yo no tengo forma de escapar de este mundo en caso de desastre. Aquí está mi tumba ya esperándome. Total, si nacen diez mil niños al día, creo que tenemos que dejarles un lugar ―piensa Juan Perros, demostrando que él no es un sujeto posmoderno; es una persona clásica. Le importa el otro porque su yo no puede existir en un mundo unipersonal, abstracto, tan superficial y por ende estúpido, como el que propugna el posmodernismo del momento actual con su egoísmo cuya máxima única, auto considerada superadora del Decálogo mosaico, reza “primero yo, segundo yo y después yo”. ¿Cómo vivir en un mundo de yoes inconexos, si el hombre es, por definición natural, un ser social que, para desanimalizarse, encuentra crecimiento en el humilde reconocimiento de que su valor es tal en tanto sirva para servir, para dar? El ser-para-sí de Juan Perros no es egoísta ni ególatra. Su ser-para-sí no es, pues, sartreano; es imaziano. Y por él, mexicano y latinoamericano. Latinoamérica: la tierra donde la alegría y el dolor del otro se sienten como propios; no son ajenos, son nuestros, pues el otro, aquél del que con compasión etnocéntrica se refería Malinowski, existe y por eso nos importa.

 

 

IV.         Cuarta reflexión

 

―Todos los animales tienen su enemigo natural. Los leones tienen a las cebras, las hormigas al oso hormiguero, el lobo a las ovejas. El hombre no tiene más enemigo que el propio hombre. El hombre come hombre ―pondera Juan Perros. Es el Hobbes del basural, pero eso no lo hace menos Hobbes. Total, Newton fue recogido de una porqueriza. No es el origen el que define al ser; es su comprensión y adhesión hiperbórea y holística del lugar donde se adquiere consciencia lo que lo determina.

 

Hace veinte años quisieron matar a Juan Perros, agujeréandolo brutalmente con cuchillos y punzones, experiencia que lo transportó de inmediato, como él mismo confiesa, a esa situación límite que sólo los que la viven, a diferencia de quienes cogiten la reflexión kierkegaardiana un millón de veces, pueden comprenderla de verdad. ―Entré a un obscuro en el cerebro. Una obscuridad total, de inconsciencia. Perdí la razón y el conocimiento.

 

He aquí el momento de su paso al ser. No conocemos el pasado de Juan Perros, no nos lo ha contado. Pero por la forma como quisieron privarlo de la vida, podríamos, si no especular lo que hizo, al menos imaginarnos qué habrá hecho, con quiénes habrá andado, para encontrarse más tarde cara a cara con la muerte de la manera como lo enfrentaron a su fin. Y es que lo que le hicieron no demuestra la acción de meros ladrones que acogotan y se llevan lo que pueden en el momento. Aquí hubo tortura, hubo venganza, hubo saña. ¿Por qué?… Algo que no sabemos, hizo. Mas encontrado en el escenario de una situación que lo obliga a despedirse de este mundo y comprender con rapidez superior a la del movimiento de la luz, que en breve dejará de ser, es allí donde las cosas se invierten en su espíritu: no se encuentra a un paso del no-ser; por el contrario, es la vida que ha llevado, portadora del mismo no-ser, la que ahora lo invita a ser. Quizás en esa breve fracción de tiempo, quiero pensarlo así, Juan Perros conoció el sentido real de la existencia. Y tal vez fue por ello que el Λόγοζ hecho ser puro, el ser que es todo y nada a la vez, le regala una nueva oportunidad para dejar de ser nada y transformarse en algo que sí es.

 

Es esto lo que convierte a Juan Perros en nuestro Hobbes; aquel que piensa y sabe: homus homini lupus.

 

 

Conclusión

 

Y aquí termina, como paradoja aporética, el espiral histórico del documental: con su propio inicio. Porque el inicio de esta historia es al mismo tiempo su final y, como tal, es su inicio. ―Yo siento que vivo y aún no voy a morir. Y aunque muera, yo voy a seguir viviendo ―cavila Juan Perros, avanzando en el agua, el fluido milagroso del cual la vida brotó a este mundo. No es casual el pensamiento en un escenario como este. Por el contrario, es coherente e inherente. Incluso aquí se nos muestra la conexión sintética del espiral que forma la eterna lucha tética y antitética, ser y no-ser en egregia batalla creadora que propicia el devenir. Juan vive, pero no vegetal, como muchos que habitan esta tierra. Él decide vivir. Y por eso mismo, sabe bien que aunque muera, vivirá.

 

Con esa segura esperanza avanza flotando en el agua bendita y dadora de vida nuestro Juan Perros, abriéndose paso de espaldas, sin ver ni saber lo que viene; no importa, lo importante es avanzar, “ir un poco más allá” como lo advirtiera en su mejor momento Chopra. Ir un poco más allá y en el sentido correcto de la manera como sentenciaba el recordado poeta español Luis Cernuda, prosperar “Allá, allá lejos; Donde habite el olvido”, pero olvido no por cesación ni cancelación de la memoria, sino aquél natural olvido que sobreviene al infinito, a la eternidad, por no poseer ésta extensión, tiempo ni dimensión. Allí no se recuerda; es que el no-ser ya es. Ergo, allí sólo se siente. Allí sólo se vive.

 

Por eso remata con elegante maestría de pensador griego nuestro Juan Perros, ontológico pero dialéctico: ―Creo que hay personas que mueren y personas que pueden no morir. Y a según su comportamiento, según su forma de ser, uno se va afianzando, tal vez, a la eternidad.

 

La eternidad… ese lugar al cual todos deberíamos dirigimos, a condición de definirlo de manera consciente en nuestro inagotable ser. Hacia allá avanza, silbando, Juan Perros. Silbando una ranchera romántica. El silbido que le salvó la existencia. Nada más. Nada más.

 

 






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