Razones jurídico-constitucionales contra las metafísicas decimonónicas del resucitado, en su versión más vulgar, discurso iusnaturalista
El
constitucionalismo peruano ha sido, al menos a lo largo del siglo XX,[1] fiel respetuoso
del Principio de Legalidad, al que ha reconocido, tanto como principio
como también como derecho-garantía constitucional.
Es por eso que la
Carta Fundamental vigente desde 1993 recoge en su artículo 2°, inciso 24.,
literal d), el Principio de Legalidad y, además de elevarlo al rango de
principio constitucional, al mismo tiempo lo equipara a la categoría de derecho
fundamental. El texto positivizado dice así: “Nadie será procesado ni
condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente
calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible;
ni sancionado con pena no prevista en la ley”.
Antes, la Ley
Fundamental de 1979 ya había incorporado el Principio de Legalidad a su
texto constitucional, ubicándolo en el artículo 2°, inciso 20., literal d), con
la siguiente fórmula: “Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión
que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera
expresa e inequívoca, como infracción punible, ni sancionado por pena no
prevista en la ley”.
E, incluso, en el
artículo 57° de la Constitución Política de 1933, ya se prescribía
taxativamente que “Nadie será condenado por acto u omisión que al tiempo de
cometerse no estén calificados en la ley de manera expresa e inequívoca como
infracciones punibles”.
El Principio de
Legalidad, es, pues, patrimonio adquirido por el constitucionalismo
peruano. ¡Qué duda cabe! Y, como tal, es menester reconocerle no sólo su valor
histórico, sino, sobre todo, su naturaleza jurídica de piedra angular
sobre la que se construye el Estado de Derecho del Perú y de cualquier otro
país. Piedra angular porque, como se sabe, tras la Revolución Francesa, fue el
emergente Estado de Derecho de fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX,
el que, siendo un Estado en el cual habría de regir la voluntad general
hecha ley,[2] se opuso, para
superarlo, al Estado Monárquico en el que regía la voluntad del rey
(absolutismo monárquico).[3] Esta superación histórica
no se habría logrado si no se hubiese antes destruido la costumbre de erigir en
ley la voluntad particular del monarca, imponiéndose en su lugar, a
título de principio, la antedicha voluntad general.
Desde
el punto de vista histórico, la idea del Principio de Legalidad fue
atisbada en las Constituciones de las ex colonias inglesas, convertidas ya en Estados
independientes, como las de Filadelfia (1774), Virginia (1776) y Maryland
(1776). Por ejemplo, es de todo punto de vista sumamente importante para la
historia universal del Derecho Penal, recordar que fue la Constitución de Maryland
de 1776 la que en su artículo 15° estipuló lo siguiente: “Las leyes
retroactivas que declaran criminales o castigan actos cometidos antes de la
existencia de dichas leyes, son injustas e incompatibles con la libertad. En lo
sucesivo no deberán dictarse leyes ex post facto”.[4] A
su turno, la Constitución de Virginia de ese mismo año, proclamaba que “ningún
hombre puede ser privado de su libertad excepto por la ley del país”. En
este texto, se aprecia con mayor claridad un incipiente prototipo del Principio
de Legalidad.
En
la Europa continental, siguiendo el ejemplo de los independentistas
norteamericanos, el Principio de Legalidad fue progresivamente
incorporado a las legislaciones nacionales. Así, v. gr., Pedro Leopoldo de Toscana, Gran Duque de Toscana
(1765-1790) y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1790-1792), lo
introdujo en Italia en 1786. Sin embargo, fue consagrado formalmente por
primera vez en 1787, en una ley denominada “La Josefina Austríaca”,
designación que se debió a la circunstancia de ser dictada por el Emperador
José II de Austria.
Y con la Revolución
Francesa triunfante, llegaría la positivización universalizada del Principio
de Libertad, del que, en clave humanista, se derivó el Principio
de Legalidad, al plasmarse en la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano del 26 de agosto de 1789, en los siguientes artículos:
·
Artículo 5°.- La
ley no tiene derecho de prohibir sino sólo las acciones perjudiciales a la
sociedad; todo lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido, por
tanto nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena (Principio de
Libertad); y,
·
Artículo 8°.- La
ley no debe establecer más que penas estrictas y evidentemente necesarias, y
nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida con
anterioridad al delito y legalmente aplicada (Principio de Legalidad).[5]
Ahora bien, más allá del ámbito constitucional, fue Anselm von Feuerbach[6] quien, inspirado en las ideas políticas de la Revolución Francesa y en el iluminismo del Enciclopedismo, e influenciado por la iusfilosofía de Hegel, revolucionó el Derecho Penal de su época. En su celebérrimo Tratado del Derecho Penal común vigente en Alemania de 1801 introdujo en este campo del conocimiento humano el hoy famoso aforismo latino que dice así: “nullum crimen nulla pœna sine lege praevia”, esto es, “no existe delito ni pena sin ley previa”. Textualmente, Feuerbach reflexionó en el siguiente sentido:
“— § 9 —
Toda forma de
lesión jurídica contradice el objetivo del Estado, o sea, que en el Estado no
tenga lugar ninguna lesión jurídica. Por ende, el Estado tiene el derecho y
el deber de hallar institutos median- te los cuales se impidan las lesiones
jurídicas.
— § 10 —
Las instituciones
que requiere el Estado deben ineludiblemente ser instituciones coactivas,[7] fincando en ello,
primordialmente, la coerción física del Estado, que procede a cancelar las
lesiones jurídicas de una doble manera: i) Con anterioridad,
cuando impide una lesión aún no consumada, lo que tanto puede tener lugar
coerciendo a dar una garantía en favor del amenazado como, también, doblegando
en forma inmediata la fuerza física del injuriante dirigida a la lesión
jurídica; ii) Con posterioridad a la injuria, obligando
al injuriante a la reparación o a la reposición.
— § 19 —
De la precedente
deducción se derivan los siguientes principios primeros del derecho punitivo:
toda pena jurídica dentro del Estado es la consecuencia jurídica, fundada en la
necesidad de preservar los derechos externos de una lesión jurídica y de una
ley que conmine un mal sensible.
— § 20 —
De aquí surgen, sin
excepción alguna, los siguientes principios derivados: i) Toda imposición de pena presupone una ley penal (nulla pœna sine
lege). Por ende, sólo la conminación del mal por la ley es lo que fundamenta
el concepto y la posibilidad jurídica de una pena; ii) La imposición de una pena está condicionada a la existencia de la
acción conminada (nulla pœna sine crimine). Por ende, es mediante la
ley como se vincula la pena al hecho, como presupuesto jurídicamente necesario;
iii) El hecho legalmente
conminado (el presupuesto legal) está condicionado por la pena legal (nullum crimen sine
pœna legali). Consecuentemente, el mal, como consecuencia jurídica necesaria, se
vinculará mediante la ley a una lesión jurídica determinada”.[8]
En explicación
analítica de Beling, “nullum crime nulla
pœna sine lege praevia” significa que:
·
En principio, el enunciado jurídico debe
estar escrito para que no queden dudas acerca de su contenido (lex scripta);[9]
·
En segundo lugar, debe ser estricto, porque el
enunciado jurídico debe describir concretamente la conducta que se califica
como delito. Este es un medio para evitar la analogía (lex certa); y,
·
Por último, el enunciado prescriptivo debe ser previo,
es decir, debe haber sido redactado anteriormente al hecho delictivo (lex
previa).[10]
Y fue sobre esta
base de comprensión que Beling desarrolló la categoría tipicidad[11] en la teoría
jurídica del delito, para hacer vivas las exigencias materiales del Principio
de Legalidad en el Derecho Penal.
En términos
kelsenianos, la lógica subyacente al Principio de Legalidad supone,
pues, que “el enunciado jurídico no dice, como la ley natural, que si se
produce el hecho A, entonces necesariamente aparece el hecho B, sino que si se
produce el hecho A, el hecho B es debido, aunque quizás B no se produzca en la
realidad”;[12] empero, si B se
llegase a producir, entonces el evento B tendría que ser imputado a A.
Por ende, B sólo es imputable a A en tanto exista A. No
existe, en consecuencia, forma alguna de imputar B a la nada.
En esta línea de
orientación racional que es claramente lógica, es perfectamente entendible que
cuando el enunciado jurídico establece que la consecuencia de cumplir ciertos
requisitos estipulados por el orden legal implica que debe llevarse a cabo un
acto específico definido por ese mismo orden.
Así, en el contexto
que estamos analizando, por tanto, el acto de autoridad se efectúa siempre y
cuando se cumplan estos requisitos, y su legitimidad depende de que la
actividad estatal se ajuste a las condiciones requeridas para impactar los
derechos del ciudadano.
En este punto, ya
resulta perfectamente entendible el sentido y existencia del Principio de
Irretroactividad de la ley, desarrollado ampliamente en las páginas
anteriores; pero, sobre todo, queda claramente aprehendida la naturaleza
significante de lo que he en otro lugar he llamado horizonte temporal de
sucesos jurídico-sociales.[13]
Y es precisamente
en este marco que el Parlamento Nacional ha dado a luz la Ley N° 32107, Ley
que precisa la aplicación y los alcances del delito de lesa humanidad y
crímenes de guerra en la legislación peruana, cuyo artículo 5° recoge el Principio
de Legalidad que, en tradición democrática, reconocieron las Constituciones
Políticas de 1933 y 1979, y que, en la misma línea, recoge la actualmente
vigente Constitución de 1993, marco normativo nacional que, además, es
compatible con los artículos 28° de la Convención de Viena y 11° y 24°
del Estatuto de Roma.
Es en este
marco, en el que lo dispuesto en el ámbito de la infranqueable soberanía
nacional que debe ser respetada por sobre encima de todo, donde los enunciados
legales constitucionales confluyen incontrovertiblemente con dispositivos
internacionales respetuosos del Principio de Legalidad. Y es, al mismo tiempo,
el marco en el que se inscribe el texto del artículo 5° de la Ley N° 32107, tal como se
verifica en el siguiente cuadro comparativo:
Como se observa en este cuadro, el artículo 5° de la Ley N° 32107 no contradice ni se opone de ninguna forma a los textos constitucionales que reconocen el Principio de Legalidad. Por el contrario, lo que el dispositivo de marras hace es consolidar, para el caso concreto, lo que señala el Principio de Legalidad reconocido en la Constitución de 1993 y en las fuentes constitucionales previas. Dicho en forma simplona y de una sola vez: ésta es la ley que dice “cúmplase la Constitución”. Por tanto, la Ley N° 32107 es constitucional tan sólo por este sencillo motivo.
Y es por ello que,
desprendiendo del Principio de Legalidad el Principio de
Irretroactividad, concluiremos que, analizado de manera coherente y lógica,
el antedicho artículo 5° de la referida Ley N° 32107 remata, in fine, de
la siguiente manera:
“Artículo 5°.- Irretroactividad de los
delitos de lesa humanidad o crímenes de guerra
(… ) Ningún hecho anterior a
dicha fecha[14] puede ser calificado como delito de
lesa humanidad o crímenes de guerra.”
Así, entonces, ¿de
qué injusticia hablan los modernos y celosos guardianes defensores de
los derechos humanos cuando se refieren a la Ley N° 32107, si, más
bien, el artículo 5° de esta ley adopta correcta, lógica y coherentemente el Principio
de Legalidad en su seno jurídico?
Contrariamente
al discurso gritón y roñoso de esos modernos y celosos guardianes defensores de
los derechos humanos, al encuadrar como anillo al dedo el artículo 5°
de la Ley N° 32107 en cualquiera de los preceptos constitucionales señalados en
el Cuadro de la Fig. 06, se sigue que esta ley
es absolutamente constitucional.
Naturalmente, los
enemigos de la razón, los conocidos misólogos destructores del Derecho y
enemigos de la democracia y del Estado de Derecho, ofrecerán argumentos para confundir a
los juristas y a la sociedad en general, en procura de desbastar la solidez que
ostentan los Principios de Legalidad y de Irretroactividad
de la Ley. Para dicha indigna tarea, básicamente presentan las siguientes
“reflexiones”:
a)
El ius cogens
Para eludir los Principios de Legalidad y de Irretroactividad –principios indispensables a la hora de configurar el Estado de Derecho–,
una pequeña fracción de falsarios políticos que hácense llamar “juristas”,
desperdigados en entes pomposamente autodenominados “organismos no
gubernamentales” o –como se les llama en los Estados Unidos y en Europa–
“fundaciones” que, siendo pequeños de tamaño,[15] pero grandes por la potencia y alcance de la voz que irradian con un
volumen modulado merced al financiamiento internacional que reciben de parte de
organizaciones non sanctas, generalmente organizaciones criminales
operantes en el orbe del metacapitalismo,[16] recurren
al metafísico discurso del ius cogens con el que pretenden justificar una
ilógica e irracional regulación conductual de hechos ya pasados en el tiempo, pretensión
que, hasta desde el punto de vista físico-natural, deviene delirante.
¿Pueden regularse desde el momento actual los comportamientos
desenvueltos en hechos pasados? Evidentemente que ello es absurdo porque es
ilógico. El pasado ya pasó y nada de lo acontecido en él puede ser modificado
de ninguna manera. Por otro lado, ¿podría calificarse desde la actualidad, como
delitos, hechos pasados que no tenían en su momento tal calificación? ¡Con
mayor razón, no! Y esto es así no sólo porque semejante pretensión deviene
material, lógica y racionalmente imposible, sino porque, además, de realizarse
un acto de tal despropósito, el Estado de Derecho que se yergue sobre la base
del Principio de Legalidad colapsaría y, en nombre de “la justicia” o de
cualquier discurso encendido de carácter ad populum, las personas
correrían el gravísimo riesgo de ser perseguidas en cualquier momento, so
pretexto de que determinadas conductas descritas por ellas en tiempos pasados
quedarían convertidas, en términos actuales, en delitos, de acuerdo a la
particular consideración del establishment político, religioso o
cultural que, no siendo más que la cofradía de los tenedores del poder político
y, ahora, también, político-judicial, se sufriese en su momento. La
consecuencia de algún protervo absurdo como este no sólo implicaría la
eliminación del Estado de Derecho, sino la automática desaparición de la
libertad y de la dignidad humana.
Todo lo anterior nos proporciona importantes atisbos de la irregularidad
ontológica de la noción que procuramos conocer y, de alguna forma, comprender:
¿qué es el ius cogens?
Más allá de la definición normativa que aparece en el artículo 53° de la Convención
de Viena sobre Derecho de los Tratados, las normas de ius cogens son
entendidas como aquellas de las que se predica que tienen la fuerza necesaria
para no ser derrotadas por ninguna otra norma, porque se trata de normas
aceptadas y reconocidas por la comunidad internacional.
Esta definición deviene absolutamente ilógica porque pretende crear un
curso de necesidad causal en lo que no existe siquiera la posibilidad de
reconocer un deber ser imputativo. Analicemos:
Si se afirma que las normas ius cogens tienen que ser entendidas
como aquellas de las que se predica que tienen la fuerza necesaria para no ser
derrotadas por ninguna otra norma, porque se trata de normas aceptadas y reconocidas por la comunidad
internacional, entonces, aplicando la ley de orden lógico de las proposiciones
condicionales, semejante aserción querría decir lo siguiente: “El hecho
de que existan tratados que incluyen normas que son aceptadas y reconocidas por
la comunidad internacional, determina necesariamente que no pueden existir
tratados que incorporen normas que no se conformen a ese reconocimiento”.
¿Ah, sí? ¿Se encuentra alguna lógica subyacente a semejante raciocinio?
Claramente, no se encuentra nada al respecto.
No hay lógica alguna en él, porque en este razonamiento se presenta una
falacia ad populum,[17]
ya que tras reconocérsele autoridad arbitraria a los tratados que incluyen
normas que son aceptadas y reconocidas por la comunidad internacional, se las
impone sobre los demás tratados a título de tratados infranqueables e
inderrotables. Empero, tal manera de pensar no es causa lógica que sustente la
reflexión causal de marras. No lo es porque no explica de dónde, cómo ni por
qué surge esa autoridad. Es decir, más allá de la “aceptación” de que el
tratado en cuestión es supuestamente válido por la mera aceptación
formal que tiene en la comunidad internacional, semejante pensamiento no
explica en sí mismo cómo es que, en términos causales, tal antecedente
transfiere fundada y lógicamente su autoridad al consecuente lógico.[18] En una palabra, no se explica el porqué, ni de donde provendría, la necesidad
que, en condiciones verdaderamente lógicas, establece la relación causal
existente entre el antecedente y el consecuente lógico de la proposición.
Por tanto, además de la ilogicidad ínsita en la definición nocional que
acabamos de analizar, el sólo hecho de creer la bajeza circular según la cual
un tratado posee cualidad autoritativa porque el tratado mismo así lo
establece, significa un reconocimiento tácito al hecho de que tales normas son
normas consuetudinarias de Derecho Natural.
Esto, evidentemente, constituye una monumental manifestación
contemporánea de un retorno contra tempore a la cancelada, retrógrada y
ya inservible metafísica jurídica, nocivamente reintroducida en nuestros
tiempos a través de esa perjudicial pseudo-teoría conocida con el rimbombante
nombre de neoconstitucionalismo.
Esta neometafísica jurídica carece de sustento lógico y epistemológico, y
más allá de los galimatías que la componen y de sus sonidos endulzantes, bajo
ningún punto de vista científico contemporáneo podría ser admitida, porque a
estas alturas de la evolución del Derecho se sabe bien que éste es un fenómeno
social y no un producto de la naturaleza, esto es, se trata de un producto
social histórico-culturalmente determinado, que es susceptible de ser aprehendido metódica y
metodológicamente a través del conocimiento científico jurídico y social,
conocimiento cuyo contenido epistemológico es lo suficientemente potente como
para desentrañar el funcionamiento del Derecho con el paso del tiempo, sin
necesidad de recurrir a ningún artificio metafísico.
Por tanto, ninguna manifestación contemporánea de semejante regreso a la
metafísica medioeval puede ser tolerada; por el contrario, es deber de la
ciencia del Derecho actual, de quienes hacen ciencia jurídica y de quienes la
operan judicialmente, desdeñarla, por carecer ella de lugar en esta época.
Y es que no será jamás racional –reitero– el proceder que pretenda
revisar la historia pasada con un Derecho actual, porque, además de relievarse
en ello un carácter eminentemente ilógico, la implementación de una práctica de
semejante naturaleza deviene absurda, irracional y estúpida.
Otra vez, conviene recordar que, no en vano, señala Portalis que “es contrario a la razón y a un elemental principio de seguridad,
imponer a los individuos leyes retroactivas. La ley natural no está señalada ni
por el lugar ni por el tiempo, porque está vigente en todos los países y en
todos los siglos; pero las leyes positivas, que son obra de los hombres, no
existen sino cuando se las promulga y no pueden tener efecto sino cuando
existen”.[19]
En el siguiente cuadro sintetizo todo lo manifestado hasta este momento:
Hasta aquí, queda demostrado que al aplicar una norma jurídica –nacional
o convencional– de los tiempos actuales a hechos bastante pasados en el tiempo,
se comete un razonamiento falaz al violar al siempre lógico y consistente Principio
de Legalidad.
En suma cuenta, téngase presente aquí que no porque un tratado
internacional sea internacional y haya sido ratificado por nuestro país, debe
dársele aplicación de modo incuestionable e irrevisable, pues de proceder así
se corre el riesgo de transgredir y vulnerar reglas y principios generales del
Derecho, universalmente aceptadas por el mundo civilizado.
La aplicación de un tratado internacional, que además no tiene en nuestro
país un carácter supraconstitucional sino, como mucho, un rango constitucional,[20] debe ceñirse a las reglas y principios del Derecho interno porque el
Perú es un país soberano, autónomo e independiente desde el 28 de julio de 1821.
b)
El “control de
convencionalidad”
El concepto de “control de convencionalidad” surgió por vez primera
en la sentencia del 26 de septiembre de 2006, dictada por la jurisprudencia
contenciosa de la CorteIDH en el caso Almonacid Arellano vs. Chile. En
el f. j. 124. de esta sentencia se lee lo siguiente:
“124. La Corte es consciente que
los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por
ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento
jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la
Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también
están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las
disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes
contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos
jurídicos. En otras palabras, el Poder
Judicial debe ejercer una especie de ‘control de convencionalidad’ entre las
normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención
Americana sobre Derechos Humanos.
En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado,
sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana,
intérprete última de la Convención Americana. En el mismo sentido: Caso La
Cantuta Vs. Perú. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 29 de noviembre de
2006, párr. 1732”.
Como se puede advertir, aquello a lo que se llama “control de
convencionalidad” no es sino el fruto de una falsificación metodológica que
recurre al uso del mecanismo que sustenta el control de constitucionalidad
para traspolarlo al nivel supraconstitucional. Por tanto, mientras en éste el
juicio de validez de una norma jurídica determina que las normas
infraconstitucionales son válidas si y sólo si éstas se adecuan
subordinadamente a la Constitución de un Estado, la que prima en cualquier caso
frente a cualquier otra norma; en aquélla, se obliga a que la Constitución y el
ordenamiento jurídico de una Nación se subordinen a la Convención y a sus
interpretaciones supra-jurisdiccionales.
A pesar de la aparente semejanza entre uno y otro, no es sino sólo el Control
de Constitucionalidad el que tiene fundamento lógico-racional. El otro, el Control
de Convencionalidad, presenta problemas insolubles que lo convierten en una
copia mal elaborada del primero. Veamos.
El Control de Constitucionalidad posee una lógica en su mecanismo
de evaluación de validez de una norma infraconstitucional: en razón del
carácter dinámico del Derecho, una norma sólo es válida en la medida en que ha
sido creada de la manera determinada por otra norma, y ésta, a su vez, será
válida porque ha sido determinada por otra de superior jerarquía, y así hasta
arribar al pináculo de una pirámide que contiene el Ordenamiento Jurídico de
una Nación, donde se halla la Norma Fundamental. El grado superior del Derecho
es la Constitución Política.[21]
Dicho de otra
manera, gracias al método axiomático-deductivo propio de la teoría jurídica
político-constitucional, es a partir de la Constitución que se deducen las
normas de rango infraconstitucional, dándose en ese proceso forma al Ordenamiento
Jurídico de un Estado, destilado inferencial que, además, le otorga validez a
dicho Orden. He allí la razón lógico-jurídica de ser del artículo 51° de la
Carta Política.
Como se sabe, en el
método axiomático-deductivo, el razonamiento lógico parte de la formulación de
una premisa que contiene un ἀξίωμα,[22] esto es, una
proposición cuya verdad es evidente per sé y, por tanto, no necesita ser
demostrada ni probada y, como tal, a partir de aquél, se deducen posteriormente
una serie de proposiciones necesariamente verdaderas que, en conjunto, componen
un razonamiento sistémico.
Una forma de
deducción que sigue a cabalidad al método axiomático-deductivo se basa en la ley
de transitividad, conocida también como relación de transitividad,
mecanismo de deducción lógica por el que se sabe que, si es cierto que A
implica B y que, además, también sabemos que es cierto que B
implica C, entonces forzosamente A también implica C.
En términos
lógico-simbólicos, esta ley se representa con cualquiera de los siguientes
esquemas moleculares:
[ ( A → B ) ∧ ( B → C ) ] → ( A → C )
[ ( A Ì B ) ∧ ( B Ì C ) ] → ( A Ì C )
∀ a, b, c Î A: ( aRb ) ∧ ( bRc
) →
( aRc )
Gráficamente, puede
entenderse de las siguientes maneras:
En el gráfico se
aprecia que, en efecto, A contiene a B y, a su vez, B
contiene a C y, al mismo tiempo, por lo anterior, A también
contiene a C.
De todo ello se
puede deducir en términos onto-lógicos que la naturaleza de A
determina la de B, y siendo que C está contenida en B, por
lo anterior, la naturaleza de A determina la de C.
Llevada esta
estructura onto-lógica al campo concreto del Derecho, se tiene que la
Constitución Política es la fuente común de validez de todas las normas
pertenecientes a un mismo Orden y, por tanto, una norma infraconstitucional
pertenece a ese Orden únicamente cuando existe la posibilidad de hacer depender
su validez de la norma fundamental que se encuentra en el pináculo de dicho
Orden.
Este mecanismo de
valoración de las normas infraconstitucionales es racional y lógico porque
parte de una premisa fundamental insobornable: la Constitución, al ser la norma
superior infranqueable que proviene de la voluntad general de la Nación[23] y no de un
particular,[24] refleja en el Orden Jurídico
que crea, la naturaleza autónoma e independiente, es decir, soberana, de dicha
Nación. Se trata aquí, por tanto, de un axioma político-constitucional cuya
aleticidad deóntica es evidente per sé.
Nada de esto ocurre,
sin embargo, en el llamado Control
de Convencionalidad, puesto que, en principio, ninguna convención es
resultante de la voluntad general de los pueblos.
La naturaleza
genética de su contenido normativo obedece a razones distintas a las
características nacionales que cohesionan jurídicamente a los integrantes de un
país. Por ende, de la convención no se deriva ninguna norma jurídica de grado
inferior. Dicho de una sola y buena vez, ninguna convención crea un Orden Jurídico.
Los capitostes del fariseo
intelectualismo progresista que defiende el Control de Convencionalidad reconocen este problema de origen;
sin embargo, pretenden resolverlo aduciendo que, si bien la convención
no crea ningún Orden Jurídico, ciertamente surte efectos sobre los Órdenes ya
existentes, al obligarlos a adecuarse a la convención.
No obstante, es
precisamente en esta declaración que se encuentra la confesión misma del
quebrantamiento de la independencia y autonomía de los Estados, puesto que, al
obligar, desde fuera de las Naciones, una adecuación de sus Ordenamientos
jurídicos, que no es sino una sumisión y alineamiento a cánones internacionales
que responden a intereses no necesariamente nacionales, se viola el Principio
de Soberanía de los pueblos, con lo cual se reconoce el carácter
dependiente y colonial de un Estado que termina siendo sometido a una
corporación globalista, lo cual resulta, hoy por hoy, absolutamente
inadmisible.
De esta manera, el Control de Convencionalidad nos
impone un franco y abierto sometimiento encubierto en un discurso que, además
de forzar el reconocimiento de un inexistente Orden Jurídico superior al Orden
Jurídico nacional, se convierte, al mismo tiempo, en el vehículo de inoculación
de metafísicas discursivas que, como en el caso del ius cogens, se implantan
a través de galimatías políticas elaborados por el poder transnacional de
grupos económicos que responden a intereses metacapitalistas,[25] intereses que se
encuentran plasmados en oprobiosas e inhumanas agendas particulares que han
sido elaboradas con distorsiones y manipulaciones lingüísticas que ocultan
inconfesables genocidios y otras perversidades inhumanas.[26]
En consecuencia, no es posible reconocer racionalidad, legitimidad,
legalidad ni mucho menos constitucionalidad a lo que no es sino un mecanismo de
desarticulación del Estado de Derecho a través del quebrantamiento del Principio
de Soberanía.
Por tanto, todo uso del Control de Convencionalidad deviene
necesariamente ilegal y, sobre todo, atentatorio de la integridad de la Nación.
Resulta, pues, inadmisible bajo todo punto de vista lógico, jurídico y
político.
Ahora bien,
reconocer la invalidez del llamado Control de Convencionalidad que
pretende imponer un Orden Jurídico superior al Orden Jurídico nacional, no
supone ni significa, al mismo tiempo, la negación del Derecho internacional. En
absoluto. Y esto es así porque una y otra cosa son distintas. Ya en el primer
tercio del siglo XX, Kelsen había explicado en su
celebérrima Teoría Pura del Derecho que “Si el Derecho internacional
es válido para un Estado solamente en la medida en que éste lo reconozca
como obligatorio, no es, en consecuencia, un Orden Jurídico superior al Derecho
nacional ni un Orden independiente de él… la validez del Derecho
internacional y de los otros Órdenes Jurídicos nacionales depende de la
voluntad del Estado soberano que los ha reconocido. Estamos, pues, en
presencia de un sistema jurídico universal fundado sobre la primacía de un
Derecho nacional que desempeña el papel de Orden Jurídico supremo”.[27]
Esto implica que el
Estado nacional puede reconocer que el Derecho internacional adquiere validez
en tanto pase a formar parte de un Orden Jurídico nacional, lo que supone, sin
embargo, la prohibición de que se imponga sobre el Derecho nacional. Y esto es
precisamente lo que señala el artículo 55° de nuestra Constitución: “Los
tratados celebrados por el Estado y en vigor forman parte del derecho
nacional”.
Como tales, los
tratados se adecuan al Derecho nacional, sin que nunca jamás pudiese acontecer
lo contrario. Y es esto, precisamente, lo mismo que establecen los artículos
28° de la Convención de Viena y 11° y 24° del Estatuto de Roma,[28] los cuales
reconocen la primacía de los principios generales que informan los Órdenes
Jurídicos de los Estados independientes, los que priman sobre las normas del
Derecho internacional. Ahora bien, al seguir desarrollando la antedicha
correcta línea kelseniana que versa sobre este particular, surge una ineludible
cuestión: ¿cómo es que el Derecho internacional se adecuaría al Derecho
nacional?
La respuesta
a la cuestión sólo podría ser de una sola y única manera: tras ser reconocida
como válida por un Estado independiente y soberano, la convención pasa a formar
parte del Orden Jurídico nacional, ocupando una expectante posición de carácter
constitucional o infraconstitucional (dependiendo del caso). Como tal, la
convención adopta así la condición de norma de rango respectivo que, como toda
otra norma de ese mismo carácter, deviene norma heteroaplicativa, es decir, tratase
entonces de una norma que, para tener plena vigencia y aplicación, requiere de
un acto adicional para que se actualice legalmente. En este caso, dicho acto
obliga al Estado a incorporar las normas convencionales dentro del ámbito
normativo del Derecho respectivo (Fig. 05). En consecuencia,
de existir un control de convencionalidad, éste sólo podría encontrar
verdad jurídica y realidad ontológica únicamente en el procedimiento que
acabamos de explicar. Lo contrario no, por violar la soberanía nacional.
Pero volvamos
a la antedicha heteroaplicatividad, pues es de todo punto de vista importante
precisar la razón de esta conditio sine qua non. Veamos: si las normas
convencionales no se adscribiesen –jamás, impusiesen– al Ordenamiento Jurídico
nacional, ellas no pasarían de constituir enunciados sin vigencia real ni valor
aplicativo, como sucede, v. gr., con los artículos 140° y 149° de la
Constitución Política del Perú que, respectivamente, prevén la pena de muerte
para sancionar el delito de terrorismo y, por otro lado, la existencia de una
jurisdicción especial en la que las comunidades andinas y amazónicas puedan
administrar justicia en base al Derecho consuetudinario. Empero, como se sabe,
más allá de una invocación literal de ambas cosas en el ámbito constitucional,
ni lo uno ni lo otro existen en realidad y, por ende, no tienen vigencia ni
aplicación alguna.
Ahora bien,
en el caso que aquí abordamos, si hablamos de crímenes de lesa humanidad
previstos por el Estatuto de Roma y por la Convención de
Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad,
instrumentos jurídicos del Derecho internacional de los derechos humanos por
los que el Perú ha ratificado su adhesión,[29] que no es
subordinación, ciertamente que para que tales crímenes tengan vigencia y
aplicación real en el Perú, éstos deberían ser incorporados al Código Penal o
plasmados en una ley especial. Sólo así entrarían en vigencia en el marco del
respeto del Principio de Legalidad.
No obstante,
como bien sabemos, eso no ha sucedido aún. Por tanto, las citadas convenciones
podrán tener la adhesión estatal que las define, sin embargo, ante su carácter
heteroaplicativo y la falta de vigor legal de las mismas en la realidad
nacional, cuando citamos a las convenciones en cuestión no se trata, pues, sino
de auténticas flatus vocis praecepta.[30]
En suma
cuenta, pues, el llamado Control de Convencionalidad –al menos esa clase
de control del que pontifican[31] los juristas
de la progresía nacional y extranjera– no tiene fundamento existencial al
someter al Derecho interno de una nación. Por el contrario, siempre será el Control
de Constitucionalidad el que determinará la validez de la convención.
Por esa misma
razón es que Kelsen vuelve
y nos dice: “el Derecho internacional… está incluido en el Derecho nacional
tomado como base de la construcción… es necesario buscar en este Derecho
nacional la razón de validez del Derecho internacional…”[32]
Consecuentemente, ¿de qué Control de Convencionalidad propiamente
dicho podríamos hablar sin dejar de reconocer, al mismo tiempo, su
ilegitimidad, irracionalidad y su gran vocación destructora de la soberanía de
los Estados independientes? Una y otra cosa se encuentran indisoluble e
inextricablemente unidas en una sola realidad.
c)
Dos casos concretos
y una conclusión en este punto
El Tribunal Constitucional
peruano ha reconocido, en varias ocasiones, el carácter prevalente del Principio
de Legalidad frente a cualquier discurso político que, recurriendo a
argumentos ad misericordiam que, sin contener elementos de juridicidad,
sólo pretenden agitar y remover sentimientos de conmiseración y piedad
colectiva entre las personas, para provocar en ellas una opinión pública de
presión que exija “justicia”, aunque, en realidad, tal opinión pública no sepa
que, haciendo el papel de tonto útil, lo que realmente reclama no es justicia
sino una posición política disfrazada con maquillaje axiológico.[33]
Por eso es que, en medio
del griterío siempre oclócrata, el Tribunal Constitucional ha hecho bien en
resolver sus casos conforme a la razón jurídica y no por presión social ni
mediática que, en realidad, no son sino la forma de intervención asolapada de
grupos políticos interesados en que determinados casos sean resueltos conforme
a sus intereses.
A continuación, presento dos conocidos casos, de muchos más, en los que, reitero, el Tribunal ha preferido hacer valer, en correcta y justa decisión, el Principio de Legalidad y el Principio de Irretroactividad. Veamos:
c.1. Caso “La Cantuta – Barrios Altos”
i) En la STC N° 01460-2016-PHC/TC, tenemos el
voto singular del magistrado Eloy Espinosa-Saldaña Barrera,[34] en cuyo f.
j. 3 reconoce taxativa y textualmente lo siguiente: “… en el Perú los denominados crímenes de lesa humanidad no están tipificados como delitos…”
ii) En la sentencia emitida en el Exp. Nº A.V. 19-2001, caso La Cantuta, Barrios Altos y Secuestro de Periodistas, donde la condena fue impuesta por la comisión de los delitos de Homicidio Calificado (Asesinato), Lesiones Graves y Secuestro Agravado, pero no por crímenes de lesa humanidad, el señor juez César San Martín Castro, Presidente de la Sala Penal Especial de la Corte Suprema de Justicia de la República que enjuició y penó a Alberto Fujimori Fujimori por los antedichos delitos, explicó públicamente en una entrevista realizada en el programa “Ampliación de Noticias” de Radio Programas del Perú, lo siguiente:
“Periodista
Fernando Carvallo (FC): ―¿Por
qué fue condenado Alberto Fujimori, cuáles son los cargos? Porque Chile había
autorizado en función de ciertos penales. ¿Cuáles se usaron para condenarlo a
25 años de prisión?
Juez César San Martín
Castro (CSM): ―Exactamente
los que pidió la acusación y se autorizó por Chile.
FC: ―¿Cuáles son?
CSM: ―Delitos de asesinato, lesiones graves,
secuestro agravado.
FC: ―O sea, no fue extraditado por delitos de
lesa humanidad ni fue condenado por delitos de lesa humanidad.
CSM: ―Es cierto, es cierto; pero, vamos a
aclarar…
Periodista mujer
(PM): ―Claro, porque Nakasaki siempre lo
ha dicho, que usted nunca sentenció a Fujimori por delitos de lesa humanidad y…
CSM: ―No podía hacerlo. Y no se puede hacer
porque la ley interna peruana no comprende esas figuras.
PM: ―Ya.
CSM: ―No fue sacado
de la manga, fue una discusión. Y por eso es que dijimos, por eso es que
decimos: estos hechos, para el Derecho Penal Internacional, constituyen delitos
de lesa humanidad. Una declaración, nada más que eso. No podíamos hacer más.
Pero, es más, no es que nosotros lo hayamos dicho primariamente; ya lo había
calificado como tal el Tribunal Constitucional en varias sentencias…
FC: ―¿Qué años?
CSM: ―Anteriores.
Ahorita no…
PM: ―O sea, lo que
usted nos está diciendo, para que entendamos, es que, en el plano formal, no
constituían delitos de lesa humanidad…”
CSM: ―No se puede…”
[35]
iii) Por último, la Convención Americana sobre Derechos Humanos que fue aprobada por el
Estado peruano mediante Decreto Ley N° 22231 durante el gobierno militar del
General de División E. P. Francisco Morales-Bermúdez Cerruti, el 27 de
julio de 1977, y ratificada a través de la Décimo sexta de las Disposiciones
Generales y Transitorias de la Constitución Política del Perú de 1979, es una Convención en la que tampoco fueron
tipificados ni considerados de ninguna forma los llamados crímenes de lesa
humanidad.
c.2. Caso “Operación
Cóndor”
i) En la STC N° 00258-2019-PHC/TC, tenemos el
voto singular del magistrado José Luis Sardón de Taboada, en cuyos fundamentos tras-antepenúltimo y
antepenúltimo sintetizó el correcto sentido argumentativo del voto emitido por
el Tribunal Constitucional en mayoría, por medio del cual este Órgano
Constitucional Autónomo declaró fundada la demanda de Hábeas corpus en
favor del ex General de División E. P. Francisco Morales-Bermúdez
Cerruti, y dijo
literalmente que:
“… calificar los hechos como una grave violación de los derechos humanos,
para que sean imprescriptibles, no tiene sustento ni en el Derecho interno ni
en el Derecho internacional. En el primer caso, los únicos supuestos de
imprescriptibilidad son los señalados en el artículo 88-A del Código Penal,
conforme a la reforma hecha mediante la Ley 30838, publicada el 4 de agosto de
2018. En el segundo, el año 1980 el Perú no tenía suscrito un tratado en ese
sentido. Recién el 2003, el Congreso de la República, a través de la Resolución
Legislativa 27998, aprobó la adhesión del Perú a la Convención sobre la
Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad de Naciones Unidas, de 1968,
efectuando una reserva sobre su carácter retroactivo. Si el Congreso no hubiese
efectuado tal reserva, esta aprobación de la Convención se habría tenido que
votar dos veces, requiriéndose una mayoría calificada de dos tercios, puesto
que hubiera implicado una reforma del artículo 103° de la Constitución, que
establece el principio de irretroactividad de las normas.
Ciertamente, el Tribunal Constitucional, en la sentencia emitida en el
Expediente 0024-2010-PI/TC, de 21 de mayo de 2011, hizo una interpretación
mediante la cual declaró inconstitucional la mencionada reserva,
fundamentándose en el ius cogens y el ‘derecho a la
verdad’. Sin embargo, el Tribunal hizo ello porque ya habían vencido los seis
años que tiene para declarar inconstitucional una ley. De hecho, el fundamento
78 lamentó que ‘el Tribunal Constitucional no pueda expulsar del orden
jurídico’ la reserva, ‘pues se encuentra fuera del plazo previsto en el
artículo 100° del CPCo’…”
ii) Queda claro, pues, que los llamados delitos de lesa humanidad no existen en
la legislación peruana pues ninguna norma los ha tipificado hasta el día de
hoy, y toda invocación a ellos no pasa de ser únicamente “una declaración, nada más que
eso”, ausente de carácter vinculante, como bien ha dicho el señor juez
supremo César San Martín Castro en
el ámbito radial de dominio público.
Quedan claras las correctas
razones jurídicas desplegadas por los integrantes del Tribunal, razones que les
han servido para hacer valer y respetar, en correcta y justa decisión, el Principio
de Legalidad y el Principio de Irretroactividad. En consecuencia, a
partir de estas resoluciones, consideraremos apegada la actuación del Poder
Judicial al Principio de Legalidad cuando quien debe realizar el acto de
autoridad lo realice como deba hacerlo y exista conformidad del resultado de su
actuación con la ley y el ordenamiento jurídico. Lo contrario será simplemente
rechazable.
d)
Conclusión
Llegados a este punto, queda plenamente
demostrado que la Ley N° 32107 es perfectamente compatible con lo
establecido en las Constituciones de 1933, 1979 y 1993. En este último caso, la
Ley N° 32107 es concordante con el artículo 2°, inciso 24., literal d), de la
Carta Magna. Pero, además, también es compatible con lo dispuesto en el
artículo 28° de la Convención de Viena y en los artículos 11° y 24° del Estatuto
de Roma, tal y como se demuestra a continuación:
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[1] Siguiendo la tradición
revolucionaria acuñada por la gesta insurgente de la Francia de 1789, durante
el siglo XIX, el Principio de Legalidad se expresó en la forma del Principio
de Libertad y/o del Principio de Irretroactividad. Las
Constituciones de 1828 (artículos 150° y 151°), de 1834 (artículos 144° y
145°), de 1839 (artículo 154°), de 1856 (artículo 15°), de 1860 (artículos 14°
y 15°) y de 1867 (artículos 13° y 14°), dan cuenta
de lo antedicho.
[2] Cfr. Hegel, G. W. F., Líneas Fundamentales de la Filosofía del Derecho. Título del original en alemán: Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und Staatswissenschaft im Grundrisse. Traducción por la Dra. A. Mendoza de Montero. Introducción de Carlos Marx. Segunda edición. Editorial Claridad. Buenos Aires, 1939. Tercera Parte, Sección II, §210 y §211, páginas 194-196.
[3] La legalidad penal es, entonces, un límite a la potestad punitiva del Estado, en el sentido que sólo pueden castigarse las conductas expresamente descritas como delitos en una ley anterior a la comisión del delito. Ésta, por tanto, vinco a constituir una garantía frente al abuso en el que, de consuetudo, incurría el sistema de administración de justicia monárquico medioeval en el que delito era lo que el rey, la autoridad civil o eclesial, decían que era.
[4] Nótese que en esta fórmula
legal se encuentran indisolublemente unidos el Principio de Legalidad
con el Principio de Irretroactividad. Esto es así porque la naturaleza
dialéctico-biyectiva de ambos hace imposible comprenderlos independientemente
el uno del otro.
[5] Este principio fue introducido en las Constituciones revolucionarias francesas de 1791 (artículo 8°), de 1793 (artículo 14°) y del año III de la nueva era, es decir, 1795 (artículo 14°).
[6] Paul Johann Anselm Ritter von
Feuerbach, criminólogo, iusfilósofo y iuspenalista alemán nacido
en Hainichen, Jena, el 14 de noviembre de 1775. Entre sus grandes aportes al
Derecho Penal alemán figura la elaboración y redacción del Código Penal de
Baviera de 1813, el cual sirvió de modelo a la hora en que se elaboraron otros
Códigos criminales en Europa y en Latinoamérica. Fue padre del filósofo alemán
Ludwig Feuerbach
(1804-1872), el aclamado maestro de Karl Marx y de Friedrich Engels.
Falleció en Fráncfort del Meno, el 29 de mayo de 1833.
[7] “Queda fuera de duda que las instituciones éticas (educación, enseñanza, religión) no están excluidas, puesto que configuran el fundamento último de todas las instituciones coactivas y condicionan su eficacia. Sed de his non est hic locus (N. de la E.)”. Este es el texto de cita que figura en el libro original. Sic. von Feuerbach, Paul Johann Anselm Ritter. Tratado del Derecho Penal común vigente en Alemania. Título original: Lehrbuch des gemeinen in Deutschland gültigen peinlichen Rechts (Giessen, 1801). Traducción al castellano de la 14ª edición en alemán por Eugenio Raúl Zaffaroni e Irma Hagemeier. Editorial Hammurabi. Primera edición. Buenos Aires, 2007, página 51.
[8] Sic. von
Feuerbach, Paul Johann Anselm Ritter. Tratado del Derecho
Penal común vigente en Alemania. Título de la obra en el original alemán: Lehrbuch
des gemeinen in Deutschdland gültigen peinlichen Rechts (Giessen, 1801).
Traducción al castellano de la 14ª ed. alemana por E. R. Zaffaroni e I.
Hagemeier. Editorial Hammurabi, 1ª edición. Buenos Aires, páginas 51, 54 y 55.
[9] El Derecho Penal es exclusivamente Derecho positivo, lo que excluye la posibilidad de que se proceda a calificar delitos mediante la costumbre o sólo por aplicación de los principios.
[10] Análisis recogido como jurisprudencia constitucional por el Tribunal Constitucional en la STC N° 00156-2012-PHC/TC, f. j. 7.
[11] Sobre el origen de la tipicidad (Tatbestand) del delito en el nullum crimen nulla pœna sine lege, cfr. Jiménez de Asúa, Luis. La Ley y el Delito. Editorial Sudamericana. 13ª edición. Buenos Aires, agosto de 1984, §163 y ss., páginas 235-236 y ss.
[12] Sic. Kelsen, H. Teoría Pura del Derecho. Título original en alemán: Reine Rechtslehre. Traducción de la segunda edición en alemán, por Roberto J. Vernengo. Impreso por la Dirección General de Publicaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México. Primera edición en español, 1979. Segunda reimpresión, 1982. México D. F., página 91.
[13] En mi Teoría dialéctica del Derecho introduje en la ciencia del Derecho,
en un sentido general, la categoría “horizonte
de sucesos” para referirme al “conjunto
de relaciones que permiten a los hombres entrar en contacto los unos con los
otros para producir los bienes que necesitan para satisfacer sus necesidades
humano-materiales (en este orden, alimentación, vestido, vivienda, etc.) y que
implican, al mismo tiempo, relaciones de propiedad y control de los activos
socialmente producidos (v. gr., inmuebles, vehículos, máquinas que se utilizan
en la producción), relaciones que, en última instancia, como se las descubren,
abarcan y hasta determinan la totalidad de la vida de los seres humanos en
sociedad, constituyendo la base real sobre la cual se construyen
elaboradamente, después, sus representaciones ideales, espirituales, sobre el
mundo, para formar su cosmovisión del universo que los rodea, lo que incluye
los valores y la actividad valorativa, así como también las normas y la
actividad normativa. En una palabra, nos es posible afirmar que las múltiples formas
de existencia que acumula la experiencia social humana, encuentran su unidad
dialéctica en las relaciones sociales de producción” (sic. Pacheco Mandujano, Luis
Alberto. Teoría dialéctica del Derecho. Prólogo de Miguel Polaino-Orts.
Editorial Ideas. Lima, 2013, páginas 73 y 74). Para el
presente caso, se desarrolla aquí un derivado lógico de la antedicha categoría
(“horizonte temporal de sucesos
jurídico-sociales”), aplicado en un sentido restringido y teniendo por
centro de acción al Derecho y su dinámica en el tiempo.
[14] Esto es, el 1 de julio de
2002.
[15] Ora físico, ora moral.
[16] Como el Open Society de George Soros y las fundaciones de Rothschild, entre otros. En julio de 2020, las Fundaciones de Soros anunciaron planes para otorgar más de US$ 220 millones en subvenciones para ONG’s impulsoras de las llamadas “justicia racial”, “justicia de género”, la reforma de la justicia penal y la denominada participación cívica, mecanismos de penetración ideológica de los sistemas de administración de justicia a escala global. Al respecto, cfr. Herndon, Astead W. “George Soros’s Foundation pours $220 million into racial equality push”; en: The New York Times. Edición del 13 de julio de 2020. ISSN 0362-4331.
[17] Es una especie de razonamiento derivado del
famoso –aunque lógicamente inválido– aforismo según el cual, vox populi vox
Dei.
[18] Argumento que, añadidamente, se entremezcla con un argumentum ad baculum, puesto que la explicación que dicho argumento ofrece no fundamenta realmente el supuesto carácter incuestionablemente autoritativo que se afirma, ens a se, en el antecedente proposicional.
[19] Cfr. Enciclopedia
Jurídica OMEBA. Tomo XXIV. Editorial Bibliográfica Omeba. Buenos
Aires, Argentina, Reimpresión de 2005, página 1000.
[20] Cfr. artículos 43°, 44°, 51° y 55° de
la Constitución Política.
[21] Cfr. Kelsen, Hans. Teoría
Pura del Derecho. Introducción a la ciencia del Derecho. Traducido por
Moisés Nilve, 18ava. edición (de la edición en francés de 1953). EUDEBA. Buenos
Aires, 1982, página 148.
[22] La palabra axioma proviene
del sustantivo griego ἀξίωμα,
que significa “lo que parece justo” o, “lo que se le considera evidente” y,
por tanto, no necesita de demostración alguna. Entre los filósofos griegos
antiguos, un axioma era lo que aparecía verdadero ante la razón, sin necesidad
de prueba alguna. En la ciencia contemporánea, el axioma es una proposición cuyo
contenido significativo es tan claro y evidente que se admite como verdadero sin
necesidad de ser demostrado.
Aplicado en los campos de las ciencias formales y las
ciencias fácticas (el Derecho es una ciencia fáctico-social), los axiomas
constituyen los principios indemostrables sobre los que, por medio del
razonamiento deductivo, se construye una teoría. Al respecto, cfr.
Bunge,
Mario. La investigación científica. Su estrategia y su filosofía.
Traducción de Manuel Sacristán. Editorial Ariel. 4ª edición. Barcelona, 1997,
páginas 435-436.
[23] Voluntad general abstracta, voluntad en sí,
que la soberanía convierte en voluntad concreta, esto es, en una voluntad en
sí y para sí. Al respecto, cfr. Hegel, G. W. F. Principios de la Filosofía del Derecho o
Derecho Natural y Ciencia Política. Título del original en alemán: Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und
Staatswissenschaft im Grundrisse. Traducción de J. L. Vermal. Editorial Sudamericana,
Buenos Aires, 1975. Primera
Parte, Sección III, §99, página 128.
[24] Cfr. ídem.
[25] Cfr. Laje, Agustín. Globalismo. Ingeniería social y
control total en el siglo XXI. HarperEnfoque. Nashville, Tennessee, Estados
Unidos, 2024, páginas 278 a 327.
[26] V. gr., la famosa Agenda 2030.
[27] Sic. Kelsen, Hans, opus cit., páginas 208-209. Los resaltados son nuestros.
[28] Por tanto, el artículo 27° de la Convención
de Viena, no implica ni supone que el Derecho nacional no prevalezca sobre
el Derecho internacional. Lo que dicho dispositivo señala es que el Derecho
interno no es argumento para incumplir el Derecho internacional, lo cual es
diametralmente diferente a cumplir el Derecho internacional, pero bajo la
validez determinativa del Derecho nacional.
[29] Mediante la Resolución
Legislativa N° 27517 y la Resolución Legislativa Nº 27998, respectivamente.
[30] Loc. lat.: normas de mero aliento de voz.
[31] Verbo intransitivo usado el segundo sentido semántico que le otorga la RAE.
[32] Cfr. Kelsen, Hans, opus cit., páginas 208-209.
[33] Sobre la manipulación
política que determinados grupos políticos realizan sobre la consciencia
social, recomiendo la lectura de mi reciente libro Determinación cultural
del delito y del delincuente. Una antropología jurídica de la criminología
mediática. Editorial A&C, Lima, 2025 (en imprenta).
[34] De conocida inclinación político-ideológica de la izquierda light peruana.
[35] Sic. Radio Programas del Perú. Ampliación de Noticias. “San Martin: Fujimori no fue condenado por
delitos de lesa humanidad”, en: https://www.youtube.com/watch?v=sBp8l8kTG_8.
En igual sentido el 10 de febrero de 2017, el ex Procurador Ronald Gamarra,
en una entrevista-debate concedida al periodista Nicolás Lúcar
en el programa televisivo “Punto Final” de Latina, refiriéndose a la sentencia
condenatoria impuesta contra Alberto Fujimori por el caso La Cantuta - Barrios Altos, dijo
taxativamente lo siguiente: “La sentencia
es por homicidio calificado, lesiones graves y secuestro agravado. Punto. El
Tribunal nunca lo condenó por crímenes de lesa humanidad. Por eso no está
condenado. Entonces, este, lo que yo entiendo es que la defensa de Fujimori le
está pidiendo al Tribunal Constitucional que diga que no está condenado por crímenes
de lesa humanidad cuando el Tribunal ya lo dijo: lo han condenado por crímenes
comunes, no por lesa humanidad. Entonces no hay nada que resolver ante el
Tribunal Constitucional” (en: https://www.youtube.com/watch?v=IYfQmvJLKCY,
minutos 1:52 a 2:20).