miércoles, 10 de septiembre de 2025

Constitucionalidad de la Ley N° 32107

Razones jurídico-constitucionales contra las metafísicas decimonónicas del resucitado, en su versión más vulgar, discurso iusnaturalista


El constitucionalismo peruano ha sido, al menos a lo largo del siglo XX,[1] fiel respetuoso del Principio de Legalidad, al que ha reconocido, tanto como principio como también como derecho-garantía constitucional.

 

Es por eso que la Carta Fundamental vigente desde 1993 recoge en su artículo 2°, inciso 24., literal d), el Principio de Legalidad y, además de elevarlo al rango de principio constitucional, al mismo tiempo lo equipara a la categoría de derecho fundamental. El texto positivizado dice así: “Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible; ni sancionado con pena no prevista en la ley”.

 

Antes, la Ley Fundamental de 1979 ya había incorporado el Principio de Legalidad a su texto constitucional, ubicándolo en el artículo 2°, inciso 20., literal d), con la siguiente fórmula: “Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible, ni sancionado por pena no prevista en la ley”.

 

E, incluso, en el artículo 57° de la Constitución Política de 1933, ya se prescribía taxativamente que “Nadie será condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no estén calificados en la ley de manera expresa e inequívoca como infracciones punibles”.

 

El Principio de Legalidad, es, pues, patrimonio adquirido por el constitucionalismo peruano. ¡Qué duda cabe! Y, como tal, es menester reconocerle no sólo su valor histórico, sino, sobre todo, su naturaleza jurídica de piedra angular sobre la que se construye el Estado de Derecho del Perú y de cualquier otro país. Piedra angular porque, como se sabe, tras la Revolución Francesa, fue el emergente Estado de Derecho de fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, el que, siendo un Estado en el cual habría de regir la voluntad general hecha ley,[2] se opuso, para superarlo, al Estado Monárquico en el que regía la voluntad del rey (absolutismo monárquico).[3] Esta superación histórica no se habría logrado si no se hubiese antes destruido la costumbre de erigir en ley la voluntad particular del monarca, imponiéndose en su lugar, a título de principio, la antedicha voluntad general.

 

Desde el punto de vista histórico, la idea del Principio de Legalidad fue atisbada en las Constituciones de las ex colonias inglesas, convertidas ya en Estados independientes, como las de Filadelfia (1774), Virginia (1776) y Maryland (1776). Por ejemplo, es de todo punto de vista sumamente importante para la historia universal del Derecho Penal, recordar que fue la Constitución de Maryland de 1776 la que en su artículo 15° estipuló lo siguiente: “Las leyes retroactivas que declaran criminales o castigan actos cometidos antes de la existencia de dichas leyes, son injustas e incompatibles con la libertad. En lo sucesivo no deberán dictarse leyes ex post facto”.[4] A su turno, la Constitución de Virginia de ese mismo año, proclamaba que “ningún hombre puede ser privado de su libertad excepto por la ley del país”. En este texto, se aprecia con mayor claridad un incipiente prototipo del Principio de Legalidad.

 

En la Europa continental, siguiendo el ejemplo de los independentistas norteamericanos, el Principio de Legalidad fue progresivamente incorporado a las legislaciones nacionales. Así, v. gr., Pedro Leopoldo de Toscana, Gran Duque de Toscana (1765-1790) y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1790-1792), lo introdujo en Italia en 1786. Sin embargo, fue consagrado formalmente por primera vez en 1787, en una ley denominada “La Josefina Austríaca”, designación que se debió a la circunstancia de ser dictada por el Emperador José II de Austria.

 

Y con la Revolución Francesa triunfante, llegaría la positivización universalizada del Principio de Libertad, del que, en clave humanista, se derivó el Principio de Legalidad, al plasmarse en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789, en los siguientes artículos:

 

·     Artículo 5°.- La ley no tiene derecho de prohibir sino sólo las acciones perjudiciales a la sociedad; todo lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido, por tanto nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena (Principio de Libertad); y,

 

·     Artículo 8°.- La ley no debe establecer más que penas estrictas y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley establecida con anterioridad al delito y legalmente aplicada (Principio de Legalidad).[5]

 

 Ahora bien, más allá del ámbito constitucional, fue Anselm von Feuerbach[6] quien, inspirado en las ideas políticas de la Revolución Francesa y en el iluminismo del Enciclopedismo, e influenciado por la iusfilosofía de Hegel, revolucionó el Derecho Penal de su época. En su celebérrimo Tratado del Derecho Penal común vigente en Alemania de 1801 introdujo en este campo del conocimiento humano el hoy famoso aforismo latino que dice así: “nullum crimen nulla pœna sine lege praevia”, esto es, “no existe delito ni pena sin ley previa”. Textualmente, Feuerbach reflexionó en el siguiente sentido:

 

“— § 9 —

Toda forma de lesión jurídica contradice el objetivo del Estado, o sea, que en el Estado no tenga lugar ninguna lesión jurídica. Por ende, el Estado tiene el derecho y el deber de hallar institutos median- te los cuales se impidan las lesiones jurídicas.

 

— § 10 —

Las instituciones que requiere el Estado deben ineludiblemente ser instituciones coactivas,[7] fincando en ello, primordialmente, la coerción física del Estado, que procede a cancelar las lesiones jurídicas de una doble manera: i) Con anterioridad, cuando impide una lesión aún no consumada, lo que tanto puede tener lugar coerciendo a dar una garantía en favor del amenazado como, también, doblegando en forma inmediata la fuerza física del injuriante dirigida a la lesión jurídica; ii) Con posterioridad a la injuria, obligando al injuriante a la reparación o a la reposición.

 

— § 19 —

De la precedente deducción se derivan los siguientes principios primeros del derecho punitivo: toda pena jurídica dentro del Estado es la consecuencia jurídica, fundada en la necesidad de preservar los derechos externos de una lesión jurídica y de una ley que conmine un mal sensible.

 

— § 20 —

De aquí surgen, sin excepción alguna, los siguientes principios derivados: i) Toda imposición de pena presupone una ley penal (nulla pœna sine lege). Por ende, sólo la conminación del mal por la ley es lo que fundamenta el concepto y la posibilidad jurídica de una pena; ii) La imposición de una pena está condicionada a la existencia de la acción conminada (nulla pœna sine crimine). Por ende, es mediante la ley como se vincula la pena al hecho, como presupuesto jurídicamente necesario; iii) El hecho legalmente conminado (el presupuesto legal) está condicionado por la pena legal (nullum crimen sine pœna legali). Consecuentemente, el mal, como consecuencia jurídica necesaria, se vinculará mediante la ley a una lesión jurídica determinada”.[8]

 

En explicación analítica de Beling, “nullum crime nulla pœna sine lege praevia” significa que:

 

·     En principio, el enunciado jurídico debe estar escrito para que no queden dudas acerca de su contenido (lex scripta);[9]

 

·     En segundo lugar, debe ser estricto, porque el enunciado jurídico debe describir concretamente la conducta que se califica como delito. Este es un medio para evitar la analogía (lex certa); y,

 

·     Por último, el enunciado prescriptivo debe ser previo, es decir, debe haber sido redactado anteriormente al hecho delictivo (lex previa).[10]

 

 

Y fue sobre esta base de comprensión que Beling desarrolló la categoría tipicidad[11] en la teoría jurídica del delito, para hacer vivas las exigencias materiales del Principio de Legalidad en el Derecho Penal.

 

En términos kelsenianos, la lógica subyacente al Principio de Legalidad supone, pues, que “el enunciado jurídico no dice, como la ley natural, que si se produce el hecho A, entonces necesariamente aparece el hecho B, sino que si se produce el hecho A, el hecho B es debido, aunque quizás B no se produzca en la realidad”;[12] empero, si B se llegase a producir, entonces el evento B tendría que ser imputado a A. Por ende, B sólo es imputable a A en tanto exista A. No existe, en consecuencia, forma alguna de imputar B a la nada.

 

En esta línea de orientación racional que es claramente lógica, es perfectamente entendible que cuando el enunciado jurídico establece que la consecuencia de cumplir ciertos requisitos estipulados por el orden legal implica que debe llevarse a cabo un acto específico definido por ese mismo orden.

 

Así, en el contexto que estamos analizando, por tanto, el acto de autoridad se efectúa siempre y cuando se cumplan estos requisitos, y su legitimidad depende de que la actividad estatal se ajuste a las condiciones requeridas para impactar los derechos del ciudadano.

 

En este punto, ya resulta perfectamente entendible el sentido y existencia del Principio de Irretroactividad de la ley, desarrollado ampliamente en las páginas anteriores; pero, sobre todo, queda claramente aprehendida la naturaleza significante de lo que he en otro lugar he llamado horizonte temporal de sucesos jurídico-sociales.[13]

 

Y es precisamente en este marco que el Parlamento Nacional ha dado a luz la Ley N° 32107, Ley que precisa la aplicación y los alcances del delito de lesa humanidad y crímenes de guerra en la legislación peruana, cuyo artículo 5° recoge el Principio de Legalidad que, en tradición democrática, reconocieron las Constituciones Políticas de 1933 y 1979, y que, en la misma línea, recoge la actualmente vigente Constitución de 1993, marco normativo nacional que, además, es compatible con los artículos 28° de la Convención de Viena y 11° y 24° del Estatuto de Roma.

 

Es en este marco, en el que lo dispuesto en el ámbito de la infranqueable soberanía nacional que debe ser respetada por sobre encima de todo, donde los enunciados legales constitucionales confluyen incontrovertiblemente con dispositivos internacionales respetuosos del Principio de Legalidad. Y es, al mismo tiempo, el marco en el que se inscribe el texto del artículo 5° de la Ley N° 32107, tal como se verifica en el siguiente cuadro comparativo:

 


 Como se observa en este cuadro, el artículo 5° de la Ley N° 32107 no contradice ni se opone de ninguna forma a los textos constitucionales que reconocen el Principio de Legalidad. Por el contrario, lo que el dispositivo de marras hace es consolidar, para el caso concreto, lo que señala el Principio de Legalidad reconocido en la Constitución de 1993 y en las fuentes constitucionales previas. Dicho en forma simplona y de una sola vez: ésta es la ley que dice “cúmplase la Constitución”. Por tanto, la Ley N° 32107 es constitucional tan sólo por este sencillo motivo.

 

Y es por ello que, desprendiendo del Principio de Legalidad el Principio de Irretroactividad, concluiremos que, analizado de manera coherente y lógica, el antedicho artículo 5° de la referida Ley N° 32107 remata, in fine, de la siguiente manera:

 

Artículo 5°.- Irretroactividad de los delitos de lesa humanidad o crímenes de guerra

(… ) Ningún hecho anterior a dicha fecha[14] puede ser calificado como delito de lesa humanidad o crímenes de guerra.”

 

 

Así, entonces, ¿de qué injusticia hablan los modernos y celosos guardianes defensores de los derechos humanos cuando se refieren a la Ley N° 32107, si, más bien, el artículo 5° de esta ley adopta correcta, lógica y coherentemente el Principio de Legalidad en su seno jurídico?

 

Contrariamente al discurso gritón y roñoso de esos modernos y celosos guardianes defensores de los derechos humanos, al encuadrar como anillo al dedo el artículo 5° de la Ley N° 32107 en cualquiera de los preceptos constitucionales señalados en el Cuadro de la Fig. 06, se sigue que esta ley es absolutamente constitucional.

 

Naturalmente, los enemigos de la razón, los conocidos misólogos destructores del Derecho y enemigos de la democracia y del Estado de Derecho, ofrecerán argumentos para confundir a los juristas y a la sociedad en general, en procura de desbastar la solidez que ostentan los Principios de Legalidad y de Irretroactividad de la Ley. Para dicha indigna tarea, básicamente presentan las siguientes “reflexiones”:

 

a)          El ius cogens

 

Para eludir los Principios de Legalidad y de Irretroactividad –principios indispensables a la hora de configurar el Estado de Derecho–, una pequeña fracción de falsarios políticos que hácense llamar “juristas”, desperdigados en entes pomposamente autodenominados “organismos no gubernamentales” o –como se les llama en los Estados Unidos y en Europa– “fundaciones” que, siendo pequeños de tamaño,[15] pero grandes por la potencia y alcance de la voz que irradian con un volumen modulado merced al financiamiento internacional que reciben de parte de organizaciones non sanctas, generalmente organizaciones criminales operantes en el orbe del metacapitalismo,[16] recurren al metafísico discurso del ius cogens con el que pretenden justificar una ilógica e irracional regulación conductual de hechos ya pasados en el tiempo, pretensión que, hasta desde el punto de vista físico-natural, deviene delirante.

 

¿Pueden regularse desde el momento actual los comportamientos desenvueltos en hechos pasados? Evidentemente que ello es absurdo porque es ilógico. El pasado ya pasó y nada de lo acontecido en él puede ser modificado de ninguna manera. Por otro lado, ¿podría calificarse desde la actualidad, como delitos, hechos pasados que no tenían en su momento tal calificación? ¡Con mayor razón, no! Y esto es así no sólo porque semejante pretensión deviene material, lógica y racionalmente imposible, sino porque, además, de realizarse un acto de tal despropósito, el Estado de Derecho que se yergue sobre la base del Principio de Legalidad colapsaría y, en nombre de “la justicia” o de cualquier discurso encendido de carácter ad populum, las personas correrían el gravísimo riesgo de ser perseguidas en cualquier momento, so pretexto de que determinadas conductas descritas por ellas en tiempos pasados quedarían convertidas, en términos actuales, en delitos, de acuerdo a la particular consideración del establishment político, religioso o cultural que, no siendo más que la cofradía de los tenedores del poder político y, ahora, también, político-judicial, se sufriese en su momento. La consecuencia de algún protervo absurdo como este no sólo implicaría la eliminación del Estado de Derecho, sino la automática desaparición de la libertad y de la dignidad humana.

 

Todo lo anterior nos proporciona importantes atisbos de la irregularidad ontológica de la noción que procuramos conocer y, de alguna forma, comprender: ¿qué es el ius cogens?

 

Más allá de la definición normativa que aparece en el artículo 53° de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, las normas de ius cogens son entendidas como aquellas de las que se predica que tienen la fuerza necesaria para no ser derrotadas por ninguna otra norma, porque se trata de normas aceptadas y reconocidas por la comunidad internacional.

 

Esta definición deviene absolutamente ilógica porque pretende crear un curso de necesidad causal en lo que no existe siquiera la posibilidad de reconocer un deber ser imputativo. Analicemos:

 

Si se afirma que las normas ius cogens tienen que ser entendidas como aquellas de las que se predica que tienen la fuerza necesaria para no ser derrotadas por ninguna otra norma, porque se trata de normas aceptadas y reconocidas por la comunidad internacional, entonces, aplicando la ley de orden lógico de las proposiciones condicionales, semejante aserción querría decir lo siguiente: “El hecho de que existan tratados que incluyen normas que son aceptadas y reconocidas por la comunidad internacional, determina necesariamente que no pueden existir tratados que incorporen normas que no se conformen a ese reconocimiento”.

 

¿Ah, sí? ¿Se encuentra alguna lógica subyacente a semejante raciocinio? Claramente, no se encuentra nada al respecto.

 

No hay lógica alguna en él, porque en este razonamiento se presenta una falacia ad populum,[17] ya que tras reconocérsele autoridad arbitraria a los tratados que incluyen normas que son aceptadas y reconocidas por la comunidad internacional, se las impone sobre los demás tratados a título de tratados infranqueables e inderrotables. Empero, tal manera de pensar no es causa lógica que sustente la reflexión causal de marras. No lo es porque no explica de dónde, cómo ni por qué surge esa autoridad. Es decir, más allá de la “aceptación” de que el tratado en cuestión es supuestamente válido por la mera aceptación formal que tiene en la comunidad internacional, semejante pensamiento no explica en sí mismo cómo es que, en términos causales, tal antecedente transfiere fundada y lógicamente su autoridad al consecuente lógico.[18] En una palabra, no se explica el porqué, ni de donde provendría, la necesidad que, en condiciones verdaderamente lógicas, establece la relación causal existente entre el antecedente y el consecuente lógico de la proposición.

 

Por tanto, además de la ilogicidad ínsita en la definición nocional que acabamos de analizar, el sólo hecho de creer la bajeza circular según la cual un tratado posee cualidad autoritativa porque el tratado mismo así lo establece, significa un reconocimiento tácito al hecho de que tales normas son normas consuetudinarias de Derecho Natural.

 

Esto, evidentemente, constituye una monumental manifestación contemporánea de un retorno contra tempore a la cancelada, retrógrada y ya inservible metafísica jurídica, nocivamente reintroducida en nuestros tiempos a través de esa perjudicial pseudo-teoría conocida con el rimbombante nombre de neoconstitucionalismo.

 

Esta neometafísica jurídica carece de sustento lógico y epistemológico, y más allá de los galimatías que la componen y de sus sonidos endulzantes, bajo ningún punto de vista científico contemporáneo podría ser admitida, porque a estas alturas de la evolución del Derecho se sabe bien que éste es un fenómeno social y no un producto de la naturaleza, esto es, se trata de un producto social histórico-culturalmente determinado, que es  susceptible de ser aprehendido metódica y metodológicamente a través del conocimiento científico jurídico y social, conocimiento cuyo contenido epistemológico es lo suficientemente potente como para desentrañar el funcionamiento del Derecho con el paso del tiempo, sin necesidad de recurrir a ningún artificio metafísico.

 

Por tanto, ninguna manifestación contemporánea de semejante regreso a la metafísica medioeval puede ser tolerada; por el contrario, es deber de la ciencia del Derecho actual, de quienes hacen ciencia jurídica y de quienes la operan judicialmente, desdeñarla, por carecer ella de lugar en esta época.

 

Y es que no será jamás racional –reitero– el proceder que pretenda revisar la historia pasada con un Derecho actual, porque, además de relievarse en ello un carácter eminentemente ilógico, la implementación de una práctica de semejante naturaleza deviene absurda, irracional y estúpida.

 

Otra vez, conviene recordar que, no en vano, señala Portalis que “es contrario a la razón y a un elemental principio de seguridad, imponer a los individuos leyes retroactivas. La ley natural no está señalada ni por el lugar ni por el tiempo, porque está vigente en todos los países y en todos los siglos; pero las leyes positivas, que son obra de los hombres, no existen sino cuando se las promulga y no pueden tener efecto sino cuando existen”.[19]

 

En el siguiente cuadro sintetizo todo lo manifestado hasta este momento:

 


Hasta aquí, queda demostrado que al aplicar una norma jurídica –nacional o convencional– de los tiempos actuales a hechos bastante pasados en el tiempo, se comete un razonamiento falaz al violar al siempre lógico y consistente Principio de Legalidad.

 

En suma cuenta, téngase presente aquí que no porque un tratado internacional sea internacional y haya sido ratificado por nuestro país, debe dársele aplicación de modo incuestionable e irrevisable, pues de proceder así se corre el riesgo de transgredir y vulnerar reglas y principios generales del Derecho, universalmente aceptadas por el mundo civilizado.

 

La aplicación de un tratado internacional, que además no tiene en nuestro país un carácter supraconstitucional sino, como mucho, un rango constitucional,[20] debe ceñirse a las reglas y principios del Derecho interno porque el Perú es un país soberano, autónomo e independiente desde el 28 de julio de 1821.

 

 

b)          El “control de convencionalidad”

 

El concepto de “control de convencionalidad” surgió por vez primera en la sentencia del 26 de septiembre de 2006, dictada por la jurisprudencia contenciosa de la CorteIDH en el caso Almonacid Arellano vs. Chile. En el f. j. 124. de esta sentencia se lee lo siguiente:

 

“124. La Corte es consciente que los jueces y tribunales internos están sujetos al imperio de la ley y, por ello, están obligados a aplicar las disposiciones vigentes en el ordenamiento jurídico. Pero cuando un Estado ha ratificado un tratado internacional como la Convención Americana, sus jueces, como parte del aparato del Estado, también están sometidos a ella, lo que les obliga a velar porque los efectos de las disposiciones de la Convención no se vean mermadas por la aplicación de leyes contrarias a su objeto y fin, y que desde un inicio carecen de efectos jurídicos. En otras palabras, el Poder Judicial debe ejercer una especie de ‘control de convencionalidad’ entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En esta tarea, el Poder Judicial debe tener en cuenta no solamente el tratado, sino también la interpretación que del mismo ha hecho la Corte Interamericana, intérprete última de la Convención Americana. En el mismo sentido: Caso La Cantuta Vs. Perú. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 29 de noviembre de 2006, párr. 1732”.

 

 

Como se puede advertir, aquello a lo que se llama “control de convencionalidad” no es sino el fruto de una falsificación metodológica que recurre al uso del mecanismo que sustenta el control de constitucionalidad para traspolarlo al nivel supraconstitucional. Por tanto, mientras en éste el juicio de validez de una norma jurídica determina que las normas infraconstitucionales son válidas si y sólo si éstas se adecuan subordinadamente a la Constitución de un Estado, la que prima en cualquier caso frente a cualquier otra norma; en aquélla, se obliga a que la Constitución y el ordenamiento jurídico de una Nación se subordinen a la Convención y a sus interpretaciones supra-jurisdiccionales.

 


A pesar de la aparente semejanza entre uno y otro, no es sino sólo el Control de Constitucionalidad el que tiene fundamento lógico-racional. El otro, el Control de Convencionalidad, presenta problemas insolubles que lo convierten en una copia mal elaborada del primero. Veamos.

 

El Control de Constitucionalidad posee una lógica en su mecanismo de evaluación de validez de una norma infraconstitucional: en razón del carácter dinámico del Derecho, una norma sólo es válida en la medida en que ha sido creada de la manera determinada por otra norma, y ésta, a su vez, será válida porque ha sido determinada por otra de superior jerarquía, y así hasta arribar al pináculo de una pirámide que contiene el Ordenamiento Jurídico de una Nación, donde se halla la Norma Fundamental. El grado superior del Derecho es la Constitución Política.[21]

 

Dicho de otra manera, gracias al método axiomático-deductivo propio de la teoría jurídica político-constitucional, es a partir de la Constitución que se deducen las normas de rango infraconstitucional, dándose en ese proceso forma al Ordenamiento Jurídico de un Estado, destilado inferencial que, además, le otorga validez a dicho Orden. He allí la razón lógico-jurídica de ser del artículo 51° de la Carta Política.

 

Como se sabe, en el método axiomático-deductivo, el razonamiento lógico parte de la formulación de una premisa que contiene un ξίωμα,[22] esto es, una proposición cuya verdad es evidente per sé y, por tanto, no necesita ser demostrada ni probada y, como tal, a partir de aquél, se deducen posteriormente una serie de proposiciones necesariamente verdaderas que, en conjunto, componen un razonamiento sistémico.

 

Una forma de deducción que sigue a cabalidad al método axiomático-deductivo se basa en la ley de transitividad, conocida también como relación de transitividad, mecanismo de deducción lógica por el que se sabe que, si es cierto que A implica B y que, además, también sabemos que es cierto que B implica C, entonces forzosamente A también implica C.

 

En términos lógico-simbólicos, esta ley se representa con cualquiera de los siguientes esquemas moleculares:

 

[ ( AB ) ( B C ) ] ( A C )

 

[ ( A Ì B ) ( B Ì C ) ] ( A Ì C )

 

a, b, c Î A: ( aRb ) ( bRc ) → ( aRc )

 

Gráficamente, puede entenderse de las siguientes maneras:

 


En el gráfico se aprecia que, en efecto, A contiene a B y, a su vez, B contiene a C y, al mismo tiempo, por lo anterior, A también contiene a C.

 

De todo ello se puede deducir en términos onto-lógicos que la naturaleza de A determina la de B, y siendo que C está contenida en B, por lo anterior, la naturaleza de A determina la de C.

 

Llevada esta estructura onto-lógica al campo concreto del Derecho, se tiene que la Constitución Política es la fuente común de validez de todas las normas pertenecientes a un mismo Orden y, por tanto, una norma infraconstitucional pertenece a ese Orden únicamente cuando existe la posibilidad de hacer depender su validez de la norma fundamental que se encuentra en el pináculo de dicho Orden.

 

Este mecanismo de valoración de las normas infraconstitucionales es racional y lógico porque parte de una premisa fundamental insobornable: la Constitución, al ser la norma superior infranqueable que proviene de la voluntad general de la Nación[23] y no de un particular,[24] refleja en el Orden Jurídico que crea, la naturaleza autónoma e independiente, es decir, soberana, de dicha Nación. Se trata aquí, por tanto, de un axioma político-constitucional cuya aleticidad deóntica es evidente per sé.

 

Nada de esto ocurre, sin embargo, en el llamado Control de Convencionalidad, puesto que, en principio, ninguna convención es resultante de la voluntad general de los pueblos.

 

La naturaleza genética de su contenido normativo obedece a razones distintas a las características nacionales que cohesionan jurídicamente a los integrantes de un país. Por ende, de la convención no se deriva ninguna norma jurídica de grado inferior. Dicho de una sola y buena vez, ninguna convención crea un Orden Jurídico.

 

Los capitostes del fariseo intelectualismo progresista que defiende el Control de Convencionalidad reconocen este problema de origen; sin embargo, pretenden resolverlo aduciendo que, si bien la convención no crea ningún Orden Jurídico, ciertamente surte efectos sobre los Órdenes ya existentes, al obligarlos a adecuarse a la convención.

 

No obstante, es precisamente en esta declaración que se encuentra la confesión misma del quebrantamiento de la independencia y autonomía de los Estados, puesto que, al obligar, desde fuera de las Naciones, una adecuación de sus Ordenamientos jurídicos, que no es sino una sumisión y alineamiento a cánones internacionales que responden a intereses no necesariamente nacionales, se viola el Principio de Soberanía de los pueblos, con lo cual se reconoce el carácter dependiente y colonial de un Estado que termina siendo sometido a una corporación globalista, lo cual resulta, hoy por hoy, absolutamente inadmisible.

 

De esta manera, el Control de Convencionalidad nos impone un franco y abierto sometimiento encubierto en un discurso que, además de forzar el reconocimiento de un inexistente Orden Jurídico superior al Orden Jurídico nacional, se convierte, al mismo tiempo, en el vehículo de inoculación de metafísicas discursivas que, como en el caso del ius cogens, se implantan a través de galimatías políticas elaborados por el poder transnacional de grupos económicos que responden a intereses metacapitalistas,[25] intereses que se encuentran plasmados en oprobiosas e inhumanas agendas particulares que han sido elaboradas con distorsiones y manipulaciones lingüísticas que ocultan inconfesables genocidios y otras perversidades inhumanas.[26]

 

En consecuencia, no es posible reconocer racionalidad, legitimidad, legalidad ni mucho menos constitucionalidad a lo que no es sino un mecanismo de desarticulación del Estado de Derecho a través del quebrantamiento del Principio de Soberanía.

 

Por tanto, todo uso del Control de Convencionalidad deviene necesariamente ilegal y, sobre todo, atentatorio de la integridad de la Nación. Resulta, pues, inadmisible bajo todo punto de vista lógico, jurídico y político.

 

Ahora bien, reconocer la invalidez del llamado Control de Convencionalidad que pretende imponer un Orden Jurídico superior al Orden Jurídico nacional, no supone ni significa, al mismo tiempo, la negación del Derecho internacional. En absoluto. Y esto es así porque una y otra cosa son distintas. Ya en el primer tercio del siglo XX, Kelsen había explicado en su celebérrima Teoría Pura del Derecho que “Si el Derecho internacional es válido para un Estado solamente en la medida en que éste lo reconozca como obligatorio, no es, en consecuencia, un Orden Jurídico superior al Derecho nacional ni un Orden independiente de él… la validez del Derecho internacional y de los otros Órdenes Jurídicos nacionales depende de la voluntad del Estado soberano que los ha reconocido. Estamos, pues, en presencia de un sistema jurídico universal fundado sobre la primacía de un Derecho nacional que desempeña el papel de Orden Jurídico supremo.[27]

 

Esto implica que el Estado nacional puede reconocer que el Derecho internacional adquiere validez en tanto pase a formar parte de un Orden Jurídico nacional, lo que supone, sin embargo, la prohibición de que se imponga sobre el Derecho nacional. Y esto es precisamente lo que señala el artículo 55° de nuestra Constitución: “Los tratados celebrados por el Estado y en vigor forman parte del derecho nacional.

 

Como tales, los tratados se adecuan al Derecho nacional, sin que nunca jamás pudiese acontecer lo contrario. Y es esto, precisamente, lo mismo que establecen los artículos 28° de la Convención de Viena y 11° y 24° del Estatuto de Roma,[28] los cuales reconocen la primacía de los principios generales que informan los Órdenes Jurídicos de los Estados independientes, los que priman sobre las normas del Derecho internacional. Ahora bien, al seguir desarrollando la antedicha correcta línea kelseniana que versa sobre este particular, surge una ineludible cuestión: ¿cómo es que el Derecho internacional se adecuaría al Derecho nacional?

 

La respuesta a la cuestión sólo podría ser de una sola y única manera: tras ser reconocida como válida por un Estado independiente y soberano, la convención pasa a formar parte del Orden Jurídico nacional, ocupando una expectante posición de carácter constitucional o infraconstitucional (dependiendo del caso). Como tal, la convención adopta así la condición de norma de rango respectivo que, como toda otra norma de ese mismo carácter, deviene norma heteroaplicativa, es decir, tratase entonces de una norma que, para tener plena vigencia y aplicación, requiere de un acto adicional para que se actualice legalmente. En este caso, dicho acto obliga al Estado a incorporar las normas convencionales dentro del ámbito normativo del Derecho respectivo (Fig. 05). En consecuencia, de existir un control de convencionalidad, éste sólo podría encontrar verdad jurídica y realidad ontológica únicamente en el procedimiento que acabamos de explicar. Lo contrario no, por violar la soberanía nacional.

 


Pero volvamos a la antedicha heteroaplicatividad, pues es de todo punto de vista importante precisar la razón de esta conditio sine qua non. Veamos: si las normas convencionales no se adscribiesen –jamás, impusiesen– al Ordenamiento Jurídico nacional, ellas no pasarían de constituir enunciados sin vigencia real ni valor aplicativo, como sucede, v. gr., con los artículos 140° y 149° de la Constitución Política del Perú que, respectivamente, prevén la pena de muerte para sancionar el delito de terrorismo y, por otro lado, la existencia de una jurisdicción especial en la que las comunidades andinas y amazónicas puedan administrar justicia en base al Derecho consuetudinario. Empero, como se sabe, más allá de una invocación literal de ambas cosas en el ámbito constitucional, ni lo uno ni lo otro existen en realidad y, por ende, no tienen vigencia ni aplicación alguna.

 

Ahora bien, en el caso que aquí abordamos, si hablamos de crímenes de lesa humanidad previstos por el Estatuto de Roma y por la Convención de Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad, instrumentos jurídicos del Derecho internacional de los derechos humanos por los que el Perú ha ratificado su adhesión,[29] que no es subordinación, ciertamente que para que tales crímenes tengan vigencia y aplicación real en el Perú, éstos deberían ser incorporados al Código Penal o plasmados en una ley especial. Sólo así entrarían en vigencia en el marco del respeto del Principio de Legalidad.

 

No obstante, como bien sabemos, eso no ha sucedido aún. Por tanto, las citadas convenciones podrán tener la adhesión estatal que las define, sin embargo, ante su carácter heteroaplicativo y la falta de vigor legal de las mismas en la realidad nacional, cuando citamos a las convenciones en cuestión no se trata, pues, sino de auténticas flatus vocis praecepta.[30]

 

En suma cuenta, pues, el llamado Control de Convencionalidad –al menos esa clase de control del que pontifican[31] los juristas de la progresía nacional y extranjera– no tiene fundamento existencial al someter al Derecho interno de una nación. Por el contrario, siempre será el Control de Constitucionalidad el que determinará la validez de la convención.

 

Por esa misma razón es que Kelsen vuelve y nos dice: “el Derecho internacional… está incluido en el Derecho nacional tomado como base de la construcción… es necesario buscar en este Derecho nacional la razón de validez del Derecho internacional…”[32]

 

Consecuentemente, ¿de qué Control de Convencionalidad propiamente dicho podríamos hablar sin dejar de reconocer, al mismo tiempo, su ilegitimidad, irracionalidad y su gran vocación destructora de la soberanía de los Estados independientes? Una y otra cosa se encuentran indisoluble e inextricablemente unidas en una sola realidad.

 

 

c)          Dos casos concretos y una conclusión en este punto

 

El Tribunal Constitucional peruano ha reconocido, en varias ocasiones, el carácter prevalente del Principio de Legalidad frente a cualquier discurso político que, recurriendo a argumentos ad misericordiam que, sin contener elementos de juridicidad, sólo pretenden agitar y remover sentimientos de conmiseración y piedad colectiva entre las personas, para provocar en ellas una opinión pública de presión que exija “justicia”, aunque, en realidad, tal opinión pública no sepa que, haciendo el papel de tonto útil, lo que realmente reclama no es justicia sino una posición política disfrazada con maquillaje axiológico.[33]

 

Por eso es que, en medio del griterío siempre oclócrata, el Tribunal Constitucional ha hecho bien en resolver sus casos conforme a la razón jurídica y no por presión social ni mediática que, en realidad, no son sino la forma de intervención asolapada de grupos políticos interesados en que determinados casos sean resueltos conforme a sus intereses.

 

A continuación, presento dos conocidos casos, de muchos más, en los que, reitero, el Tribunal ha preferido hacer valer, en correcta y justa decisión, el Principio de Legalidad y el Principio de Irretroactividad. Veamos:


c.1. Caso “La Cantuta – Barrios Altos”

 

i)     En la STC N° 01460-2016-PHC/TC, tenemos el voto singular del magistrado Eloy Espinosa-Saldaña Barrera,[34] en cuyo f. j. 3 reconoce taxativa y textualmente lo siguiente: “… en el Perú los denominados crímenes de lesa humanidad no están tipificados como delitos…”



ii)    En la sentencia emitida en el Exp. Nº A.V. 19-2001, caso La Cantuta, Barrios Altos y Secuestro de Periodistas, donde la condena fue impuesta por la comisión de los delitos de Homicidio Calificado (Asesinato), Lesiones Graves y Secuestro Agravado, pero no por crímenes de lesa humanidad, el señor juez César San Martín Castro, Presidente de la Sala Penal Especial de la Corte Suprema de Justicia de la República que enjuició y penó a Alberto Fujimori Fujimori por los antedichos delitos, explicó públicamente en una entrevista realizada en el programa “Ampliación de Noticias” de Radio Programas del Perú, lo siguiente:

 

“Periodista Fernando Carvallo (FC): ―¿Por qué fue condenado Alberto Fujimori, cuáles son los cargos? Porque Chile había autorizado en función de ciertos penales. ¿Cuáles se usaron para condenarlo a 25 años de prisión?

 

Juez César San Martín Castro (CSM): ―Exactamente los que pidió la acusación y se autorizó por Chile.

 

FC: ―¿Cuáles son?

 

CSM: ―Delitos de asesinato, lesiones graves, secuestro agravado.

 

FC: ―O sea, no fue extraditado por delitos de lesa humanidad ni fue condenado por delitos de lesa humanidad.

 

CSM: ―Es cierto, es cierto; pero, vamos a aclarar…

 

Periodista mujer (PM): ―Claro, porque Nakasaki siempre lo ha dicho, que usted nunca sentenció a Fujimori por delitos de lesa humanidad y…

 

CSM: ―No podía hacerlo. Y no se puede hacer porque la ley interna peruana no comprende esas figuras.

 

PM: ―Ya.

 

CSM: ―No fue sacado de la manga, fue una discusión. Y por eso es que dijimos, por eso es que decimos: estos hechos, para el Derecho Penal Internacional, constituyen delitos de lesa humanidad. Una declaración, nada más que eso. No podíamos hacer más. Pero, es más, no es que nosotros lo hayamos dicho primariamente; ya lo había calificado como tal el Tribunal Constitucional en varias sentencias…

 

FC: ―¿Qué años?

 

CSM: ―Anteriores. Ahorita no…

 

PM: ―O sea, lo que usted nos está diciendo, para que entendamos, es que, en el plano formal, no constituían delitos de lesa humanidad…”

 

CSM: ―No se puede…” [35]

 

 

iii)   Por último, la Convención Americana sobre Derechos Humanos que fue aprobada por el Estado peruano mediante Decreto Ley N° 22231 durante el gobierno militar del General de División E. P. Francisco Morales-Bermúdez Cerruti, el 27 de julio de 1977, y ratificada a través de la Décimo sexta de las Disposiciones Generales y Transitorias de la Constitución Política del Perú de 1979, es una Convención en la que tampoco fueron tipificados ni considerados de ninguna forma los llamados crímenes de lesa humanidad.

  

c.2. Caso “Operación Cóndor”

 

i)     En la STC N° 00258-2019-PHC/TC, tenemos el voto singular del magistrado José Luis Sardón de Taboada, en cuyos fundamentos tras-antepenúltimo y antepenúltimo sintetizó el correcto sentido argumentativo del voto emitido por el Tribunal Constitucional en mayoría, por medio del cual este Órgano Constitucional Autónomo declaró fundada la demanda de Hábeas corpus en favor del ex General de División E. P. Francisco Morales-Bermúdez Cerruti, y dijo literalmente que:

 

“… calificar los hechos como una grave violación de los derechos humanos, para que sean imprescriptibles, no tiene sustento ni en el Derecho interno ni en el Derecho internacional. En el primer caso, los únicos supuestos de imprescriptibilidad son los señalados en el artículo 88-A del Código Penal, conforme a la reforma hecha mediante la Ley 30838, publicada el 4 de agosto de 2018. En el segundo, el año 1980 el Perú no tenía suscrito un tratado en ese sentido. Recién el 2003, el Congreso de la República, a través de la Resolución Legislativa 27998, aprobó la adhesión del Perú a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad de Naciones Unidas, de 1968, efectuando una reserva sobre su carácter retroactivo. Si el Congreso no hubiese efectuado tal reserva, esta aprobación de la Convención se habría tenido que votar dos veces, requiriéndose una mayoría calificada de dos tercios, puesto que hubiera implicado una reforma del artículo 103° de la Constitución, que establece el principio de irretroactividad de las normas.

 

Ciertamente, el Tribunal Constitucional, en la sentencia emitida en el Expediente 0024-2010-PI/TC, de 21 de mayo de 2011, hizo una interpretación mediante la cual declaró inconstitucional la mencionada reserva, fundamentándose en el ius cogens y el ‘derecho a la verdad’. Sin embargo, el Tribunal hizo ello porque ya habían vencido los seis años que tiene para declarar inconstitucional una ley. De hecho, el fundamento 78 lamentó que ‘el Tribunal Constitucional no pueda expulsar del orden jurídico’ la reserva, ‘pues se encuentra fuera del plazo previsto en el artículo 100° del CPCo’…”

 

ii)    Queda claro, pues, que los llamados delitos de lesa humanidad no existen en la legislación peruana pues ninguna norma los ha tipificado hasta el día de hoy, y toda invocación a ellos no pasa de ser únicamente “una declaración, nada más que eso”, ausente de carácter vinculante, como bien ha dicho el señor juez supremo César San Martín Castro en el ámbito radial de dominio público.

 

 

Quedan claras las correctas razones jurídicas desplegadas por los integrantes del Tribunal, razones que les han servido para hacer valer y respetar, en correcta y justa decisión, el Principio de Legalidad y el Principio de Irretroactividad. En consecuencia, a partir de estas resoluciones, consideraremos apegada la actuación del Poder Judicial al Principio de Legalidad cuando quien debe realizar el acto de autoridad lo realice como deba hacerlo y exista conformidad del resultado de su actuación con la ley y el ordenamiento jurídico. Lo contrario será simplemente rechazable.

 

d)          Conclusión

 

Llegados a este punto, queda plenamente demostrado que la Ley N° 32107 es perfectamente compatible con lo establecido en las Constituciones de 1933, 1979 y 1993. En este último caso, la Ley N° 32107 es concordante con el artículo 2°, inciso 24., literal d), de la Carta Magna. Pero, además, también es compatible con lo dispuesto en el artículo 28° de la Convención de Viena y en los artículos 11° y 24° del Estatuto de Roma, tal y como se demuestra a continuación:

 



  

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[1]     Siguiendo la tradición revolucionaria acuñada por la gesta insurgente de la Francia de 1789, durante el siglo XIX, el Principio de Legalidad se expresó en la forma del Principio de Libertad y/o del Principio de Irretroactividad. Las Constituciones de 1828 (artículos 150° y 151°), de 1834 (artículos 144° y 145°), de 1839 (artículo 154°), de 1856 (artículo 15°), de 1860 (artículos 14° y 15°) y de 1867 (artículos 13° y 14°), dan cuenta de lo antedicho.

[2]     Cfr. Hegel, G. W. F., Líneas Fundamentales de la Filosofía del Derecho. Título del original en alemán: Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und Staatswissenschaft im Grundrisse. Traducción por la Dra. A. Mendoza de Montero. Introducción de Carlos Marx. Segunda edición. Editorial Claridad. Buenos Aires, 1939. Tercera Parte, Sección II, §210 y §211, páginas 194-196.

[3]     La legalidad penal es, entonces, un límite a la potestad punitiva del Estado, en el sentido que sólo pueden castigarse las conductas expresamente descritas como delitos en una ley anterior a la comisión del delito. Ésta, por tanto, vinco a constituir una garantía frente al abuso en el que, de consuetudo, incurría el sistema de administración de justicia monárquico medioeval en el que delito era lo que el rey, la autoridad civil o eclesial, decían que era.

[4]     Nótese que en esta fórmula legal se encuentran indisolublemente unidos el Principio de Legalidad con el Principio de Irretroactividad. Esto es así porque la naturaleza dialéctico-biyectiva de ambos hace imposible comprenderlos independientemente el uno del otro.

[5]     Este principio fue introducido en las Constituciones revolucionarias francesas de 1791 (artículo 8°), de 1793 (artículo 14°) y del año III de la nueva era, es decir, 1795 (artículo 14°).

[6]     Paul Johann Anselm Ritter von Feuerbach, criminólogo, iusfilósofo y iuspenalista alemán nacido en Hainichen, Jena, el 14 de noviembre de 1775. Entre sus grandes aportes al Derecho Penal alemán figura la elaboración y redacción del Código Penal de Baviera de 1813, el cual sirvió de modelo a la hora en que se elaboraron otros Códigos criminales en Europa y en Latinoamérica. Fue padre del filósofo alemán Ludwig Feuerbach (1804-1872), el aclamado maestro de Karl Marx y de Friedrich Engels. Falleció en Fráncfort del Meno, el 29 de mayo de 1833.

[7]     “Queda fuera de duda que las instituciones éticas (educación, enseñanza, religión) no están excluidas, puesto que configuran el fundamento último de todas las instituciones coactivas y condicionan su eficacia. Sed de his non est hic locus (N. de la E.)”. Este es el texto de cita que figura en el libro original. Sic. von Feuerbach, Paul Johann Anselm Ritter. Tratado del Derecho Penal común vigente en Alemania. Título original: Lehrbuch des gemeinen in Deutschland gültigen peinlichen Rechts (Giessen, 1801). Traducción al castellano de la 14ª edición en alemán por Eugenio Raúl Zaffaroni e Irma Hagemeier. Editorial Hammurabi. Primera edición. Buenos Aires, 2007, página 51.

[8]     Sic. von Feuerbach, Paul Johann Anselm Ritter. Tratado del Derecho Penal común vigente en Alemania. Título de la obra en el original alemán: Lehrbuch des gemeinen in Deutschdland gültigen peinlichen Rechts (Giessen, 1801). Traducción al castellano de la 14ª ed. alemana por E. R. Zaffaroni e I. Hagemeier. Editorial Hammurabi, 1ª edición. Buenos Aires, páginas 51, 54 y 55.

[9]     El Derecho Penal es exclusivamente Derecho positivo, lo que excluye la posibilidad de que se proceda a calificar delitos mediante la costumbre o sólo por aplicación de los principios.

[10]    Análisis recogido como jurisprudencia constitucional por el Tribunal Constitucional en la STC N° 00156-2012-PHC/TC, f. j. 7.

[11]    Sobre el origen de la tipicidad (Tatbestand) del delito en el nullum crimen nulla pœna sine lege, cfr. Jiménez de Asúa, Luis. La Ley y el Delito. Editorial Sudamericana. 13ª edición. Buenos Aires, agosto de 1984, §163 y ss., páginas 235-236 y ss.

[12]    Sic. Kelsen, H. Teoría Pura del Derecho. Título original en alemán: Reine Rechtslehre. Traducción de la segunda edición en alemán, por Roberto J. Vernengo. Impreso por la Dirección General de Publicaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México. Primera edición en español, 1979. Segunda reimpresión, 1982. México D. F., página 91.

[13]    En mi Teoría dialéctica del Derecho introduje en la ciencia del Derecho, en un sentido general, la categoría “horizonte de sucesos” para referirme al “conjunto de relaciones que permiten a los hombres entrar en contacto los unos con los otros para producir los bienes que necesitan para satisfacer sus necesidades humano-materiales (en este orden, alimentación, vestido, vivienda, etc.) y que implican, al mismo tiempo, relaciones de propiedad y control de los activos socialmente producidos (v. gr., inmuebles, vehículos, máquinas que se utilizan en la producción), relaciones que, en última instancia, como se las descubren, abarcan y hasta determinan la totalidad de la vida de los seres humanos en sociedad, constituyendo la base real sobre la cual se construyen elaboradamente, después, sus representaciones ideales, espirituales, sobre el mundo, para formar su cosmovisión del universo que los rodea, lo que incluye los valores y la actividad valorativa, así como también las normas y la actividad normativa. En una palabra, nos es posible afirmar que las múltiples formas de existencia que acumula la experiencia social humana, encuentran su unidad dialéctica en las relaciones sociales de producción” (sic. Pacheco Mandujano, Luis Alberto. Teoría dialéctica del Derecho. Prólogo de Miguel Polaino-Orts. Editorial Ideas. Lima, 2013, páginas 73 y 74). Para el presente caso, se desarrolla aquí un derivado lógico de la antedicha categoría (“horizonte temporal de sucesos jurídico-sociales”), aplicado en un sentido restringido y teniendo por centro de acción al Derecho y su dinámica en el tiempo.

[14]    Esto es, el 1 de julio de 2002.

[15]    Ora físico, ora moral.

[16]    Como el Open Society de George Soros y las fundaciones de Rothschild, entre otros. En julio de 2020, las Fundaciones de Soros anunciaron planes para otorgar más de US$ 220 millones en subvenciones para ONG’s impulsoras de las llamadas “justicia racial”, “justicia de género”, la reforma de la justicia penal y la denominada participación cívica, mecanismos de penetración ideológica de los sistemas de administración de justicia a escala global. Al respecto, cfr. Herndon, Astead W. “George Soros’s Foundation pours $220 million into racial equality push”; en: The New York Times. Edición del 13 de julio de 2020. ISSN 0362-4331.

[17]    Es una especie de razonamiento derivado del famoso –aunque lógicamente inválido– aforismo según el cual, vox populi vox Dei.

[18]    Argumento que, añadidamente, se entremezcla con un argumentum ad baculum, puesto que la explicación que dicho argumento ofrece no fundamenta realmente el supuesto carácter incuestionablemente autoritativo que se afirma, ens a se, en el antecedente proposicional.

[19]    Cfr. Enciclopedia Jurídica OMEBA. Tomo XXIV. Editorial Bibliográfica Omeba. Buenos Aires, Argentina, Reimpresión de 2005, página 1000.

[20]    Cfr. artículos 43°, 44°, 51° y 55° de la Constitución Política.

[21]    Cfr. Kelsen, Hans. Teoría Pura del Derecho. Introducción a la ciencia del Derecho. Traducido por Moisés Nilve, 18ava. edición (de la edición en francés de 1953). EUDEBA. Buenos Aires, 1982, página 148.

[22]    La palabra axioma proviene del sustantivo griego ξίωμα, que significa lo que parece justo o, “lo que se le considera evidente” y, por tanto, no necesita de demostración alguna. Entre los filósofos griegos antiguos, un axioma era lo que aparecía verdadero ante la razón, sin necesidad de prueba alguna. En la ciencia contemporánea, el axioma es una proposición cuyo contenido significativo es tan claro y evidente que se admite como verdadero sin necesidad de ser demostrado. Aplicado en los campos de las ciencias formales y las ciencias fácticas (el Derecho es una ciencia fáctico-social), los axiomas constituyen los principios indemostrables sobre los que, por medio del razonamiento deductivo, se construye una teoría. Al respecto, cfr. Bunge, Mario. La investigación científica. Su estrategia y su filosofía. Traducción de Manuel Sacristán. Editorial Ariel. 4ª edición. Barcelona, 1997, páginas 435-436.

[23]    Voluntad general abstracta, voluntad en sí, que la soberanía convierte en voluntad concreta, esto es, en una voluntad en sí y para sí. Al respecto, cfr. Hegel, G. W. F. Principios de la Filosofía del Derecho o Derecho Natural y Ciencia Política. Título del original en alemán: Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und Staatswissenschaft im Grundrisse. Traducción de J. L. Vermal. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1975. Primera Parte, Sección III, §99, página 128.

[24]    Cfr. ídem.

[25]    Cfr. Laje, Agustín. Globalismo. Ingeniería social y control total en el siglo XXI. HarperEnfoque. Nashville, Tennessee, Estados Unidos, 2024, páginas 278 a 327.

[26]    V. gr., la famosa Agenda 2030.

[27]    Sic. Kelsen, Hans, opus cit., páginas 208-209. Los resaltados son nuestros.

[28]    Por tanto, el artículo 27° de la Convención de Viena, no implica ni supone que el Derecho nacional no prevalezca sobre el Derecho internacional. Lo que dicho dispositivo señala es que el Derecho interno no es argumento para incumplir el Derecho internacional, lo cual es diametralmente diferente a cumplir el Derecho internacional, pero bajo la validez determinativa del Derecho nacional.

[29]    Mediante la Resolución Legislativa N° 27517 y la Resolución Legislativa Nº 27998, respectivamente.

[30]    Loc. lat.: normas de mero aliento de voz.

[31]    Verbo intransitivo usado el segundo sentido semántico que le otorga la RAE.

[32]    Cfr. Kelsen, Hans, opus cit., páginas 208-209.

[33]    Sobre la manipulación política que determinados grupos políticos realizan sobre la consciencia social, recomiendo la lectura de mi reciente libro Determinación cultural del delito y del delincuente. Una antropología jurídica de la criminología mediática. Editorial A&C, Lima, 2025 (en imprenta).

[34]    De conocida inclinación político-ideológica de la izquierda light peruana.

[35]    Sic. Radio Programas del Perú. Ampliación de Noticias. “San Martin: Fujimori no fue condenado por delitos de lesa humanidad”, en: https://www.youtube.com/watch?v=sBp8l8kTG_8. En igual sentido el 10 de febrero de 2017, el ex Procurador Ronald Gamarra, en una entrevista-debate concedida al periodista Nicolás Lúcar en el programa televisivo “Punto Final” de Latina, refiriéndose a la sentencia condenatoria impuesta contra Alberto Fujimori por el caso La Cantuta - Barrios Altos, dijo taxativamente lo siguiente: “La sentencia es por homicidio calificado, lesiones graves y secuestro agravado. Punto. El Tribunal nunca lo condenó por crímenes de lesa humanidad. Por eso no está condenado. Entonces, este, lo que yo entiendo es que la defensa de Fujimori le está pidiendo al Tribunal Constitucional que diga que no está condenado por crímenes de lesa humanidad cuando el Tribunal ya lo dijo: lo han condenado por crímenes comunes, no por lesa humanidad. Entonces no hay nada que resolver ante el Tribunal Constitucional” (en: https://www.youtube.com/watch?v=IYfQmvJLKCY, minutos 1:52 a 2:20).