“Sólo los animales no fueron expulsados del
paraíso”.
Milan
Kundera
“Hasta que uno no ha amado un animal,
una parte del alma sigue sin despertar”.
Anatole
France
I.
Primera
reflexión
―Nuestra casa es el mundo, porque estamos dentro del mismo
planeta. Es el mismo aire, el mismo agua, la misma vida, y eso –creo– nos da la
libertad de andar cuando queramos ―sentencia con seguridad y firmeza Juan Perros, un reciclador y
ropavejero provecto que, en medio de un basural, trabaja bajo el azul intenso
de un cielo que no parece, después de todo, tan lejano; rodeado de desperdicios
de toda clase, acompañado por cerdos, asnos, gallinas, gallinazos que aguardan
la carroña, gatos y muchos perros, su voz, no refleja desánimo cuando habla, tampoco
tristeza, melancolía ni cansancio; más bien, a contrario, transmite fortaleza, esperanza,
pero sobre todo, se erige portador consciente de un irrebatable y supremo valor
presente en él: la libertad. Libertad que no se confunde, pudiendo hacerlo, con
el libertinaje. El resto de su mundo es accesorio, accidental, laconía,
pasajero. Lo importante, lo significativo, aquello que marca su existencia es
la libertad. Juan Perros es, a
no dudarlo, el ser-para-sí de Sartre. Quién lo diría: el revoltoso profesor
del ’68, el de los lentes redondos y pipa larga, lo buscaba en París, en
Europa; Rodrigo Ímaz, el ya laureado
y reconocido joven director de cine, lo encontró en su país, en México, en el
epicentro de una enorme caterva de cachivaches, en 2014. Quizás este haya sido,
a su mediana edad, el mejor y mayor hallazgo que Ímaz ha logrado hasta el momento en su
vida. Qué él mismo nos lo diga.
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Porque una cosa es ser libre en el primer mundo, donde el
avance del Espíritu hegeliano, después de su encarnación,
Napoléon, no deparó para ese suelo sino
progreso adquirido tras crueles guerras y asfixiantes hambrunas, ciertamente,
pero bienestar y progreso social, económico y cultural, ganados al fin y al
cabo; y otra muy diferente es ser libre desde el tercer mundo, ese basto y
lejano lugar que sobrevive aún sumido en una profunda pobreza material y moral
que hiede, que reprime, que esclaviza, y sin embargo, por inefable y caprichosa
estadística, se encuentra en medio de ella ese uno en un billón para quien la
carencia ni duele ni hambrea, porque a través de ésta, más bien por medio de su
sublimación, como motor dialéctico de impulso existencial, catapulta la
realidad del ser hacia ese centro vital del alma que, sabiéndose poseedora del cosmos,
no necesita de más nada
para-ser, y
lo transforma todo. He aquí la grandeza de los
Juan
Perros de México, de los
Juan
Perros de América Latina… de los del tercer mundo; que son pocos,
pero
son. Y no se trata aquí, a punto
fijo, de un
Ghandi, es verdad;
pero se me antoja pensar en
Juan
Perros como un hombre ontológicamente cercano a él, muy cercano, aunque
sin saberlo ni quererlo. Se trata también en él, eso sí, de un “alma grande”
(महात्मा).
Ser libre en un mundo de abundancia en el que, por
patológica decisión esquizoide, para pasar por exótico humanista de la
posmodernidad, implica el ineludible esfuerzo de creerse el cuento –la
narrativa, dirían los huachafos del estulto lenguaje
inclusivo– de encontrarse hundido en el barro que estanca y desde donde se
busca aprehender el idílico, aunque distópico y opiáceo, desahogo, el desembarazo.
Esto no puede ser, sin duda de ningún género, expresión ni búsqueda de libertad,
como tampoco encuentro con ella. Semejante monserga actitudinal refleja, en
definitiva, la versión opuesta, desfigurada e invertida del idiota sartreano
que no es ni llegará a ser jamás Flaubert,
sino, a lo sumo, un Harker poseído por
un amo dracúleo que se alimenta, no de sangre, sino de ὄντος. Nuestro Juan Perros habita, felizmente, en las
antípodas de aquel otro corruptia et deflectěre
quasimode que no es ciudadano, sino usuario, y que mora no en una sociedad,
sino en un mercado, éste que queriendo ser el Asgaard del consumismo liberal,
no llegó sino a Valhalla, trocándose distorsión ontológica de la sociedad de
libertades. De ahí el “dolor” del “buscador de libertades” occidental. Nuestro Juan Perros habita, repito, y
felizmente, en las antípodas de este mamarracho de escala universal. Es Diógenes, el de Sínope.
II.
Segunda
reflexión
―Todavía nos queda mucho tiempo para buscar otro mundo. No
todos caemos en la misma nada ―reflexiona Juan
Perros sin caer en cuenta –porque no necesita cavilar en la
claridad de esta idea– que semejante proposición no es simple flatus vocis; ella encierra en sí uno de
los más complejos problemas que la filosofía hecha física contemporánea ha
develado: tiempo y espacio no son formas categoriales del pensamiento, sino
formas existenciales del movimiento de la materia, es decir, de aquello que existe
objetiva e independientemente de nuestras consciencias. Por eso mismo atina Juan Perros. Atina porque su espíritu
libre, su alma grande, su ser-para-sí,
siendo ausente de intermediación desfigurante alguna, es intuición vinculante hecha
conexión inmediata con el mundo de aquí, con este kay pacha, como le llamarían los quechuas andinos, primos-hermanos ellos
de los ancestros aztecas de nuestro Juan, en cuyo nāhuatlahtōlli llamaría tlajli:
el lugar donde la nada se transforma en el ser que, después de su inagotable e
infinito movimiento, confluye con la nada que deviene potenciando lo nuevo.
Si Juan Perros hubiera
tenido –y desafortunadamente no fue así– la suerte segunda de Valjean tras conocer al obispo Myriel y establecerse en Montreuil-sur-Mer,
se habría “educado” y sabría, por tanto, de los profundos juicios que sobre el
tiempo había escrito José Hierro
hace más de medio siglo. Pero Perros
no fue Valjean, y sin
embargo ambos, por igual, provinieron de la nada y, aun así, de la nada lo
extrajeron todo, yendo incluso por más: el tiempo, la vida, la libertad. Se me
antoja, por eso mismo, pensar que nuestro personaje, alguna vez, intuyó la Vida de Hierro
y con él recitó el poema:
Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!».
Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!».
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada).
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
El ser-en-sí de Juan Perros es subjetividad
consciente, a no dudarlo. Pero es subjetividad que se objetiva en la realidad.
Ésta no se objetiva por ella, sino todo lo contrario. Juan Perros supera con creces al
díscolo Sartre. Y es así
que monta despreocupado su acémila y, acompañado de su jauría que es
fraternidad, avanza silbando de camino al deshuesadero de metales en donde
comercia las fruslerías que ha reciclado, para retornar después a sus propios Champs-Élysées,
mientras el aire corre con fuerza, levantando el polvo que, envolvente y
cubriéndolo todo, nos recuerda, de nuevo, el paso de la nada al ser y del ser a
la nada: Memento, homo, quia pulvis es,
et in pulverem reverteris.
III.
Tercera
reflexión
―Yo no tengo forma de escapar de este mundo en caso de
desastre. Aquí está mi tumba ya esperándome. Total, si nacen diez mil niños al
día, creo que tenemos que dejarles un lugar ―piensa Juan Perros, demostrando que él no es
un sujeto posmoderno; es una persona clásica. Le importa el otro porque su yo
no puede existir en un mundo unipersonal, abstracto, tan superficial y por ende
estúpido, como el que propugna el posmodernismo del momento actual con su
egoísmo cuya máxima única, auto considerada superadora del Decálogo mosaico,
reza “primero yo, segundo yo y después
yo”. ¿Cómo vivir en un mundo de yoes
inconexos, si el hombre es, por definición natural, un ser social que, para
desanimalizarse, encuentra crecimiento en el humilde reconocimiento de que su
valor es tal en tanto sirva para servir, para dar? El ser-para-sí de Juan
Perros no es egoísta ni ególatra. Su ser-para-sí no es, pues, sartreano; es imaziano. Y por él, mexicano
y latinoamericano. Latinoamérica: la tierra donde la alegría y el dolor del
otro se sienten como propios; no son ajenos, son nuestros, pues el otro, aquél del que con compasión
etnocéntrica se refería Malinowski,
existe y por eso nos importa.
IV.
Cuarta
reflexión
―Todos los animales tienen su enemigo natural. Los leones
tienen a las cebras, las hormigas al oso hormiguero, el lobo a las ovejas. El
hombre no tiene más enemigo que el propio hombre. El hombre come hombre ―pondera
Juan Perros. Es el Hobbes del basural, pero eso no lo
hace menos Hobbes. Total, Newton fue recogido de una porqueriza.
No es el origen el que define al ser; es su comprensión y adhesión hiperbórea y
holística del lugar donde se adquiere consciencia lo que lo determina.
Hace veinte años quisieron matar a Juan Perros, agujeréandolo brutalmente
con cuchillos y punzones, experiencia que lo transportó de inmediato, como él
mismo confiesa, a esa situación límite
que sólo los que la viven, a diferencia de quienes cogiten la reflexión
kierkegaardiana un millón de veces, pueden comprenderla de verdad. ―Entré a un
obscuro en el cerebro. Una obscuridad total, de inconsciencia. Perdí la razón y
el conocimiento.
He aquí el momento de su paso al ser. No conocemos el pasado
de Juan Perros, no nos lo ha
contado. Pero por la forma como quisieron privarlo de la vida, podríamos, si no
especular lo que hizo, al menos imaginarnos qué habrá hecho, con quiénes habrá
andado, para encontrarse más tarde cara a cara con la muerte de la manera como
lo enfrentaron a su fin. Y es que lo que le hicieron no demuestra la acción de meros
ladrones que acogotan y se llevan lo que pueden en el momento. Aquí hubo
tortura, hubo venganza, hubo saña. ¿Por qué?… Algo que no sabemos, hizo. Mas
encontrado en el escenario de una situación que lo obliga a despedirse de este
mundo y comprender con rapidez superior a la del movimiento de la luz, que en
breve dejará de ser, es allí donde las cosas se invierten en su espíritu: no se
encuentra a un paso del no-ser; por el contrario, es la vida que ha llevado,
portadora del mismo no-ser, la que ahora lo invita a ser. Quizás en esa breve
fracción de tiempo, quiero pensarlo así, Juan
Perros conoció el sentido real de la existencia. Y tal vez fue por
ello que el Λόγοζ hecho ser puro, el ser que es todo y nada a la vez, le regala
una nueva oportunidad para dejar de ser nada y transformarse en algo que sí es.
Es esto lo que convierte a Juan Perros
en nuestro Hobbes; aquel que
piensa y sabe: homus homini lupus.
Conclusión
Y aquí termina, como paradoja aporética, el espiral
histórico del documental: con su propio inicio. Porque el inicio de esta
historia es al mismo tiempo su final y, como tal, es su inicio. ―Yo siento que
vivo y aún no voy a morir. Y aunque muera, yo voy a seguir viviendo ―cavila Juan Perros, avanzando en el agua, el
fluido milagroso del cual la vida brotó a este mundo. No es casual el
pensamiento en un escenario como este. Por el contrario, es coherente e
inherente. Incluso aquí se nos muestra la conexión sintética del espiral que
forma la eterna lucha tética y antitética, ser y no-ser en egregia batalla
creadora que propicia el devenir. Juan vive, pero no vegetal, como muchos que
habitan esta tierra. Él decide vivir. Y por eso mismo, sabe bien que aunque
muera, vivirá.
Con esa segura esperanza avanza flotando en el agua bendita
y dadora de vida nuestro Juan
Perros, abriéndose paso de espaldas, sin ver ni saber lo que
viene; no importa, lo importante es avanzar, “ir un poco más allá” como lo advirtiera en su mejor momento Chopra. Ir un poco más allá y en el
sentido correcto de la manera como sentenciaba el recordado poeta español Luis Cernuda, prosperar “Allá, allá lejos; Donde habite el olvido”, pero olvido no por cesación
ni cancelación de la memoria, sino aquél natural olvido que sobreviene al
infinito, a la eternidad, por no poseer ésta extensión, tiempo ni dimensión.
Allí no se recuerda; es que el no-ser ya es. Ergo, allí sólo se siente. Allí sólo
se vive.
Por eso remata con elegante maestría de pensador griego
nuestro Juan Perros,
ontológico pero dialéctico: ―Creo que hay personas que mueren y personas que pueden
no morir. Y a según su comportamiento, según su forma de ser, uno se va
afianzando, tal vez, a la eternidad.
La eternidad… ese lugar al cual todos deberíamos dirigimos, a
condición de definirlo de manera consciente en nuestro inagotable ser. Hacia
allá avanza, silbando, Juan Perros.
Silbando una ranchera romántica. El silbido que le salvó la existencia. Nada
más. Nada más.