Quodlibetum
VII
El
inhumano Derecho Penal de una funesta concepción de los Derechos Humanos
Un
punto de vista heurístico concerniente al entendimiento
convenido
[aunque no conveniente] del Sistema Teórico
de
los Derechos Humanos a partir de un caso concreto
por
Luis Alberto Pacheco
Mandujano
Sumario: I. Introducción.
II. El Problema. III. Los Hechos. IV. Hechos como los narrados, ¿constituirán Delitos
de Lesa Humanidad? 1. Razones antropológico-jurídicas. a) El Derecho y la
justicia son productos culturales históricamente determinados. b) Carácter
artificial de los derechos humanos. c) Conclusión. 2. Razones jurídicas y
normativas. a) El carácter anti-Ilustración del “argumento” judicial de
retroactividad absoluta por el cual el Poder Judicial transmuta el delito común
de asesinato en delito de lesa humanidad, violenta primordiales reglas y
principios generales del Derecho y de la razón, además de constituir una
conjetura doblemente falaz. b) Evidente colisión de tratados internacionales.
c) Conclusión. V. Conclusión definitiva: ¿Qué Crimen de Lesa Humanidad se
cometió en el llamado Caso Accomarca? En busca de la primacía de la razón y no
de la emoción, se descubrirá si poseemos un verdadero Estado de Derecho,
mientras la conclusión habrá de resultar aplicable a casos de similar cualidad.
VI. Bibliografía.
“El primer
deber de los intelectuales es ser intelectualmente
honestos y
reconocer la realidad tal como es. No es una cuestión de
poder, no es
una cuestión de sojuzgar a nadie.”
“Conozco tus
obras y sé que no eres frío ni caliente.
¡Ojalá fueras
frío o caliente! Mas porque eres tibio y
no caliente
ni frío, estoy por vomitarte de mi boca.”
Ap. 3: 15-16
“… la inteligencia seguirá
disminuyendo
indefinidamente, puesto
que nuestra especie involuciona
crecientemente. Escasea la
gente de entendimiento
y abunda la gente
estúpida.”
I.
Introducción
Me declaro un apasionado, intransigente y
consecuente defensor de los derechos humanos. Siempre lo fui. Lo fui y, sin
duda, lo seguiré siendo el resto de mi vida. Empero, ante ciertas especiales
circunstancias que –lo veremos enseguida– se presentan en el ámbito de la
teoría y la práctica de los mismos, surgidas por gestión de abyectos intereses
particulares que vienen propiciando una segura y muy próxima implosión del
sistema de los derechos humanos, asisto convicto y confeso a recordar a Ammonio de
Hermia para decir como él amicus
Plato, sed magis amica veritas.
Bajo esta premisa de naturaleza fundamentalmente
axiológica, quiero presentar al foro nacional unos puntos de vista que, en sí
mismos, no pretenden en absoluto constituir defensa eufemística ética,
jurídica, ni filosófica de los graves hechos que significarán la piedra angular
del análisis que, con posteriores efectos inductivos, habrá de ser objeto de
este quodlibetum. Por el contrario, será a partir de ellos que –como se
verificará más adelante–, llevando al límite a la teoría misma, quiero poner a
prueba la coherencia interna y externa del sistema teórico de los llamados derechos
humanos que proclama y apologiza la existencia de un particular y especial
conjunto de derechos de los que se predica ser connaturales al ser
humano, así como también –por consecuencia lógica de tal hipótesis– del
apartado doctrinario y normativo que se refiere a su pretendida aplicación erga
omnes, en todo espacio y, ahora también, en todo tiempo.
Debo anticipar, sin embargo, que temo que el
resultado de este examen sea desaprobatorio porque –adelantando algo de mi
juicio en este punto– sospecho que tal coherencia aún no ha llegado a ser
alcanzada dado que no ha sido desarrollada en la plenitud que habríamos
esperado obtener a estas alturas de la historia, lo que, para desgracia doble,
afecta como resultado al propio sistema de defensa material [jurídico-político]
que supuestamente debería velar y proteger los referidos derechos humanos.
Quiero presentar entonces –decía–, sobre la
base de hechos realmente acontecidos en la reciente historia del Perú, cuyos
variopintos efectos se sienten aún hoy entre nosotros a modo de radiación de
fondo político-social,
algunas reflexiones que –basadas en aquéllos, e imbricadas con puntos de vista
epistemológicos y no ideológicos,
en absoluto resultantes de ese absurdo de moda tan grotesco, procaz y
pusilánime que recibe la nominación de criterio de lo políticamente correcto–
contribuyan a poner en evidencia los gigantescos baches que existen
tanto en el plano de la teoría como también en el de la práctica de los
derechos humanos, lo que genera a éstos un severo conflicto interno y externo
que amenaza con corromper las bases de su propia existencia, por lo que asumo
necesario llamar la atención de la comunidad jurídica especializada, pero de la
verdadera comunidad jurídica especializada, que debería preocuparse por
solucionar lo que, a todas luces, se revelará como una situación que,
paradójicamente a lo que se buscaba, podría potenciar el advenimiento de un
período de retrogradismo y abuso contra la propia humanidad.
Para estos efectos, ya que es totalmente
característico en mí no ser poseedor de la mala costumbre de aceptar las cosas
y lo que se dice simplemente porque sí, sin enjuiciamiento previo y debido,
o de asumir la existencia de objetos intocables que, como tales, deben
ser venerados y asumidos como entes imposibles y prohibidos de cuestionar,
ni tampoco admitir como cierto, a priori, lo que los especialistas
afirman,
se me antoja ser necesariamente irreverente con todo y con todos. Creo que no
existe mejor forma que ésta para llamar a la reflexión a los eruditos y estudiosos
de este asunto. Mi intención es, pues, también con lo anterior, despercudir la
teoría de los derechos humanos de sus arrogantes defensores que, por
todas partes –parafraseando al excelso hijo de Tréveris–, se colocaron desde
hace cierto tiempo en el Perú a fuerza de codazos, en primera fila, atronando
el espacio con su estrepitoso y sublime absurdo, imponiendo su ruido de latón
en política, en economía, en Derecho y en filosofía, apoderándose de la
doctrina de los derechos humanos como si fuese patrimonio exclusivo de su
propiedad.
¡Prime aquí la razón epistemológica que
augure la coherencia naturalmente reclamada en este asunto, la que no ha sido
alcanzada hasta ahora! Para ello, creo necesario someter este tema, por su buen
futuro, a un demoledor análisis en el que no medie mojigata piedad alguna al
respecto. Y con los resultados que de dicho análisis habré de obtener, espero,
no obstante, que no todos entiendan de una vez y a la perfección los objetivos últimos
que guardan las ideas que vienen a continuación. Imagino –incluso– que muy
probablemente hasta se pretenda acusarme de complotar contra la defensa de
los derechos humanos y los intereses nacionales. Lo siento mucho si
alguien llegase a pensar así, pues lo haría creyendo que todo está bien, que
todo está acabado y que no hay, en este asunto, nada más que hacer ni debatir.
Mal por esta clase de intelectuales porque, de obrar así, demostrarán
haberse quedado anclados en el nivel de la más baja, ordinaria y vulgar doxa. Por ello, ciertamente serán barridos de la
historia.
En lo que a mí respecta, ningún escrúpulo
hipócrita habrá de inducirme a eludir la verdad de los hechos y de los
principios que dictaminan el curso de la razón; por el contrario, me anima esperar
que el examen de éstos, que desnudará el problema que presento a continuación,
redunde en beneficio de su cabal comprensión.
II.
El Problema
El principio de irretroactividad de la ley, recogido por la
legislación peruana para ser normado desde la Constitución Política, estipula
que la ley, desde su entrada en vigencia, se aplica a las consecuencias de
las relaciones y situaciones jurídicas existentes y no tiene fuerza ni efectos
retroactivos; salvo, en ambos supuestos, en materia penal cuando favorece al
reo.
Contrariamente a tal principio instituido después norma constitucional,
la bien famosa Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y los
Crímenes de Lesa Humanidad a la que el Estado
peruano se adhirió –con reservas– mediante
una resolución legislativa, ha determinado
que el derecho del Estado para accionar contra todo sospechoso de ser
considerado criminal de guerra o criminal de lesa humanidad, no prescribe
con el pasar del tiempo, lo cual a mi ver, en principio, por razones de
política criminal de naturaleza suprema y
consideraciones ético-jurídicas, parece constituir una decisión correcta,
caminante al ritmo de la historia, constitutiva de una legis ordo en base a la cual, con los límites racionales que
también le corresponde, toda persona sabrá, posteriormente a aquélla, a qué
atenerse respecto de sus acciones en relación a esta fórmula legal que hunde
sus raíces en preclaros principios humanistas. Empero, cuando la misma Convención determina, no a título de
criterio sino de mandato de cumplimiento
imperativo,
que esa imposibilidad de prescripción de la acción penal no sólo está referida
a las conductas que fueren desplegadas en el futuro, sino que se extiende
también, sin restricción ni reserva alguna, a momentos anteriores a su
concepción y creación en los que ciertas acciones, consideradas sólo más tarde
–evidentemente desde el punto de vista jurídico-político– crímenes de guerra o crímenes
de lesa humanidad, se correspondían con características histórico-jurídico-político-filosófico-sociales
ostensiblemente diferentes a las que produjeron tan novedosa disposición jurídica internacional en la actualidad,
entonces el asunto resulta bastante preocupante.
Es que semejante
determinación,
que colisiona con principios primordiales del Derecho en general –lo que
constituye, frente al siguiente efecto, el menor de los problemas–, se erige,
de manera innegable, en franca vulneración de otros tantos derechos
fundamentales que únicamente pueden ser garantizados a condición previa del
respeto de los más racionales axiomas que iluminan el desarrollo aplicativo del
Derecho ingénito en un Estado de Derecho, con lo que se pone en riesgo total la
esencia misma de la teoría y práctica de los llamados derechos humanos, porque
perseguir y pretender sancionar a personas que eventualmente pudieran ser
acusadas como transgresoras de los derechos humanos de otros, en sincera
violación de sus correspondientes derechos humanos, como ya
quedó dicho antes, podría potenciar el
advenimiento de un período de retrogradismo y abuso jurídico, político y social
contra la propia humanidad, ya que en la práctica se haría vigente el
anatema que prescribe que es justificable
pasar sobre encima de los derechos humanos de unos que pisotearon, antes, los
derechos humanos de otros.
Bajo el espeso manto
de galimatías que abonan a favor de tan sui
generis consideración, lo real es que únicamente será posible encontrar en
esta forma de razonamiento la fuerza
de la venganza cuya existencia subsistirá atizada por el odio que, de todo lo
que habrá de verse, será lo único verdaderamente imprescriptible. Esto, por
supuesto, no es Derecho, ni es racional, ni es tampoco humano.
He aquí,
precisamente, lo que sucede en este momento en el caso objeto de nuestra
atención:
sobre la base de semejante punto de vista se continúa procesando judicialmente hoy
a una serie de ciudadanos acusados de haber cometido delitos calificados de lesa humanidad, ahora que,
históricamente, el derecho del Estado a perseguirlos penalmente y a enjuiciarlos
ya prescribió.
Por eso es que, ante
tan terrorífica situación, deviene legítimo, además de necesarísimo, interpelar
la tesis judicial que fundamenta la
aplicación –no tanto jurídica como sí normativa a secas y ferazmente política–
del instituto jurídico de imprescriptibilidad
de la acción penal en el caso a ser analizado, la que
permite continuar la tramitación de una causa judicial fenecida hace muchos
años: ¿goza ella realmente –la tesis en cuestión– de un auténtico soporte
racional que nos permita definirla como una tesis válida o, por el contrario,
lamentable y simplemente constituye sólo el resultado concreto de una fiebre de
odio que se nutre de un discurso que materializa tardíamente –cuando el tren de
la historia ya ha pasado– expectativas que, habiendo sido vigentes en su
tiempo, se traducen ahora en invectivas judiciales y protervas mediáticas que,
originadas en la frustración y la desesperanza –comprensibles, por cierto–,
manchan buenos –aunque ingenuos– espíritus, al despertar en ellos, como dé
lugar, la idea de una nueva oportunidad para
la justicia, idea que, no obstante, oculta un auténtico sentimiento de
venganza política elevado, metamorfosis de por medio, a la categoría de doctrina de derechos humanos?
Cuestionado el asunto con tono no político pero sí jurídico, valdrá la
pena analizar si la referida decisión judicial constituye la expresión de un
proceder que, más allá de las barreras principiogarantistas
del Derecho Penal, se reviste de coherencia lógica y racional con el Derecho,
entendido éste como ciencia y como sistema jurídico-normativo históricamente
condicionado.
Durante este proceso, cuestionaré al mismo tiempo la existencia y vigencia
mismas de la referida norma internacional de imprescriptibilidad ex-ante factis de los denominados crímenes de guerra y de lesa humanidad, a la luz de
consideraciones de fondo y no ordinariamente literales.
III.
Los
Hechos
El 14 de agosto de 1985, en un contexto de lucha armada y guerra
contrasubversiva que estremecían al país, soldados integrantes de una patrulla
militar del Ejército Peruano, bajo las órdenes de un joven pero avezado
sub-teniente, ejecutaron a 69 campesinos en la remota localidad de Accomarca,
provincia de Vilcashuamán, en el andino departamento de Ayacucho. De acuerdo a
una versión judicial [recogida y verificada más tarde por la Comisión de la Verdad y Reconciliación – CVR], estos militares
procedieron así en cumplimiento de un plan operativo militar antisubversivo elaborado por el Estado
Mayor del Ejército acantonado en la ciudad de Huamanga, que combatía a los
subversivos del Ejército Guerrillero
Popular [EGP] formado por el Partido
Comunista del Perú – Sendero Luminoso [PCP-SL] que el 17 de mayo de 1980
había iniciado una guerra popular de
corte maoísta contra el Estado peruano. Según las informaciones obtenidas, en
este crimen también participaron otras tres patrullas militares, dos de las
cuales estaban conformadas por comandos especiales de guerra.
Tras las respectivas investigaciones realizadas por el Congreso de la
República y el Ministerio Público en torno a esta masacre, el 4 de octubre de
1985 un juez ad-hoc abrió instrucción
contra los oficiales y soldados involucrados en la masacre, por el delito
calificado en el artículo 152° del Código Penal de 1924 con el nomen juris de asesinato, dictando sobre ellos mandato de detención provisional.
Pocos meses después de iniciado el proceso judicial, intereses políticos
motivaron al fuero militar a promover una contienda
de competencia, para cuyo efecto se argumentó que los hechos descritos
configuraban la perpetración de un delito
de función y no de un delito común. Esta contienda tuvo éxito en la Corte
Suprema, por lo que el proceso debió seguir su curso en el fuero castrense
conforme a la instrucción que había sido abierta el 17 de septiembre de 1985
por la Sala del Consejo de Guerra Permanente de la Segunda Zona Judicial del
Ejército, en la que se incluyó al oficial de la patrulla que fue acusado de dirigir
la ejecución del crimen y a sus compañeros de armas quienes lo habrían secundado
en el operativo militar realizado en Accomarca, el que culminó de la manera bárbara
como ya fue descrita.
Seis años más tarde, el 28 de febrero de 1992, el mismo Consejo de
Guerra Permanente de la referida Segunda Zona Judicial del Ejército, como era
de esperar, absolvió a los encausados de
los delitos más graves por los que fueron acusados y se condenó tan sólo a un
oficial por el delito de abuso de
autoridad –un delito de levedad en la legislación penal peruana– quien,
tiempo después, terminó acogiéndose a los beneficios de las leyes de impunidad con que el régimen
autócrata del ciudadano nipón Kenya Fujimori, actuando en condición de Presidente del Perú, premió a los criminales
que integraron el Grupo Colina. Los detalles de este
largo y penoso proceso se encuentran cuidadosamente narrados en el sétimo tomo
del Informe Final presentado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación
al Estado peruano el 28 de agosto de 2003.
Años más tarde, el 11 de enero de 2002, en cumplimiento de la sentencia
dictada por la Corte Interamericana de
Derechos Humanos en el caso Barrios
Altos, el Estado peruano derogó las leyes de amnistía creadas por el
régimen fujimorista, por lo que, entre otros efectos jurídicos y judiciales
más, el proceso seguido contra los involucrados en el caso Accomarca resucitó, pero esta vez
considerando que, por la naturaleza misma de los hechos, la acción de los
militares investigados por su participación en la matanza en cuestión habría
seguido una serie de patrones de conducta propia de un delito de lesa humanidad.
Con esta nueva valoración de los hechos se determinó
que si éstos configuraban de veras –como ahora ha quedado establecido apriorísticamente
en el Poder Judicial, por influencia de la CVR
y la presión política de los organismos
no gubernamentales [ONG’s] defensores
de los derechos humanos en el Perú– la expresión material de la comisión de
delitos de lesa humanidad, entonces, tal como señala
el artículo I de la Convención sobre la
Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad,
la acción penal en el caso de marras no había prescrito.
He aquí la razón normativa por
la que aún hoy, casi 30 años después de acontecida tan brutal acción militar,
continúa el desarrollo del proceso judicial que en este momento se desenvuelve
en su etapa de juicio oral.
Como todos los lectores, creo
firmemente que todo crimen debe ser investigado, juzgado y sancionado; pero
como seguramente también opinan ellos –o, al menos, una parte de ellos–, estoy
plenamente convencido que estos procedimientos deben ser realizados siempre
dentro de los márgenes que para cada caso prevé la ley y el Derecho, pues, de
no ser así, en busca de justicia se
corre el riesgo de desarticular prontamente la institucionalidad sobre la cual
debe ser edificado el Estado de Derecho y su sistema democrático, produciendo, irónica y
paradójicamente, más injusticia. De cumplirse semejante contrasentido, por
supuesto, resultaría una situación catastrófica para todos, ya que minaría la
legitimidad de nuestro sistema desde su propia esencia. Desgraciadamente, con
este caso, las primeras puntas del iceberg
de tal situación ya se avizoran en el horizonte.
Examinaré ahora, mediante el examen ofrecido, si el proceder judicial en
cuestión, que aplica de manera puramente literal un dispositivo legal de
carácter internacional, resulta coherente con la razón y con el Derecho; y, al
mismo tiempo, hasta qué punto los discursos
de los autoproclamados defensores de los derechos humanos llegan a ser
realmente coherentes con la teoría de los derechos humanos.
IV.
Hechos
como los narrados, ¿constituirán Delitos de Lesa Humanidad?
Queda claro que el quid del
asunto radica en desarrollar el necesario y más válido análisis que merezca la
determinación judicial de transformar un delito común –en este caso, el de asesinato– en delito de lesa humanidad, manipulando para ello la interpretación
de un Derecho Penal internacional actual –plasmado en la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y los
Crímenes de Lesa Humanidad– para aplicarlo a un asunto histórico pasado y, con
todo, sostener el trámite de un contencioso en esta época, cuando el derecho
del Estado para hacerlo ya ha prescrito.
En suma cuenta, todo lo anterior se sintetiza en la siguiente pregunta: ¿es
posible considerar los hechos expuestos como crímenes de lesa humanidad?
Considero que para resolver tal problema resulta necesario formular,
antes, dos interrogantes centrales, a saber:
· En el caso a ser examinado, ¿corresponde aplicar el artículo I de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de
los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad, cuyo efecto
práctico es el de convertir el delito común de asesinato en un delito de
lesa humanidad de carácter imprescriptible?; y,
· ¿Es legítimo, racional y lógico aplicar retroactivamente una versión
actual del Derecho Penal a un acontecimiento pasado? O, expuesto el
interrogante de manera inversa pero con un carácter más general: ¿es válido
enjuiciar la historia pasada con instrumentos jurídicos que nos provee la
actualidad?
Los operadores jurídicos de todas las instancias que re-evaluaron recientemente
el asunto han respondido las cuestiones de manera afirmativa. Pero seamos honestos
y reconozcamos con sinceridad que respondieron así no precisamente después de
haber sometido –como debió haber sucedido– estos problemas a rigurosos análisis
jurídicos-sociales –lo que demostraré más adelante–, sino que fue el resultado
de una actuación automática que implicó el empleo inmediato de una norma legal, proceder –éste– rutinario en el que, siendo de
suyo común en el sistema de administración de decisión jurisdiccional de nuestro
país, se pone de manifiesto –a título de regla general– el ejercicio consuetudinario
de una actuación judicial poco menos que irreflexiva y acrítica.
A mi juicio, sin embargo, la metamorfosis que ha obrado en el caso
a ser analizado no sólo es imposible, sino, peor aún, es absolutamente irracional
y, por tanto, arbitraria e ilegal. Es más, por añadidura es injusta. Pero
aclaremos ahora mismo: esta consideración mía no es producto del mero y simple
ejercicio de una contradicción vana, infértil y vacua; o, lo que es lo mismo,
no es resultado de una contradicción tozuda, convenida y revanchista. Mi
postura, contraria a la oficial,
responde a un ejercicio dialéctico del razonamiento que involucra una seria
argumentación lógica en el marco de reflexiones epistemológico-jurídicas que, a la larga, me
permite demostrar, no que la postura judicial en este asunto es falsa, sino,
ante la pequeñez e ilogicidad de su raciocinio,
deviene completamente inválida y, por ende, desechable.
Vamos a comprobar ahora esta serie de aseveraciones.
1.
Razones antropológico-jurídicas
Con el objetivo de demostrar que hechos como los que convertimos en
objeto de análisis no pueden ser considerados delitos de lesa humanidad, realicemos aquí un análisis de este
asunto, pero bajo consideraciones no ortodoxas, es decir, no juspositivistas.
a)
El Derecho y la justicia son productos culturales históricamente determinados
El Derecho, ora fenómeno social,
orden jurídico o ciencia jurídica –como fuere–, es creación humana, es decir, es elemento de la
cultura,
o dicho de otro modo es componente de lo que antaño se denominaba espíritu. Y como el espíritu de cada pueblo está
condicionado en su evolución y desarrollo por el grado de progreso y madurez socio-material
de cada época,
es lógico entender al Derecho como un producto socialmente creado e históricamente
determinado por las condiciones objetivas y subjetivas de cada espacio y tiempo.
He aquí la razón por la cual es posible afirmar, con suma certeza, que el
Derecho de una época dada es consecuencia determinada de los hechos históricos que
son definidos, en tiempo y espacio también dados, por complejos procesos
materiales que, gestionados por la acción creadora de los hombres, tienen por
eje central de desarrollo a las relaciones
sociales de producción, llegando así a ser continuación normativa, en determinados
grados evolutivos de superación dialéctica, de valores sociales y hasta de ciertas
formas específicas del Derecho que van quedando relegadas en el tiempo. Pero es completamente
claro que el Derecho que sobre esta base se construye no surge para juzgar, mucho
menos para regular, el tiempo pasado sino, más bien, recogiendo y conservando
dialécticamente lo más significativo de él, brota para regular, afianzar, reforzar
y consolidar el modelo social, político y jurídico del presente, con proyección hacia
el futuro [vid. Fig. 1].
Si no reconociésemos esta propiedad histórico-social del Derecho, que se
extiende también al campo de los derechos humanos, podríamos incurrir en los
más execrables absurdos tales como considerar, de modo muy vulgar por cierto,
que, por ejemplo, los españoles que invadieron Sudamérica para conquistarla y subyugarla
entre los siglos XVI e inicios del XIX fueron grandes violadores de derechos humanos, consideración que resultaría, en la
práctica, imposible de validar con la razón, por cuanto en tales siglos no
existían las condiciones objetivas, subjetivas ni históricas que permitiesen
concebir una teoría y una cultura de respeto por lo que recién a partir del
segundo tercio del siglo XX llamamos con precisión derechos humanos. Es más, en aquel entonces
el mismo concepto [derechos humanos]
ni siquiera existía como lo conocemos hoy. ¿Cómo podría, pues, ser posible violar algo que en ese momento aún no
existía? ¡Absurdo, realmente absurdo!
La humanidad de hoy posee un concepto maduro de los derechos humanos,
básicamente porque ha experimentado históricamente, ha aprendido de las
atrocidades de ayer y prefiere prevenir y evitar que se repitan orgías pasadas.
No obstante, es perfectamente lógico concluir que resulta imposible juzgar, en
condiciones de igualdad histórica, las tales orgías pasadas con
un Derecho actual, porque, además de resultarnos ello imposible, devendría
absolutamente absurdo; un ejercicio ilógico, irracional y estúpido.
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No se crea, pues, un Derecho para enjuiciar, menos regular, hechos
pasados. Una norma jurídica cualesquiera y actual, integrante de un Derecho
histórica y culturalmente condicionado, podría ser calificada como el mejor
instrumento defensor de los derechos humanos nunca antes conocido, pero aún si
ello fuese así se trataría, sin duda alguna, de una norma jurídica que no podría
escapar a su tiempo, por lo que, a lo más, teniendo vigencia en su momento, habría
de abarcar un provisorio horizonte temporal
de sucesos jurídico-sociales que, evolucionando de
manera constante, se proyectaría en el tiempo hacia delante, es decir, hacia el
futuro, hasta llegar al instante
en que tal norma terminaría siendo, finalmente, superada por una norma de forma
y contenido evolucionados: un Derecho superador.
De no ser así, ya dijimos, hoy tendríamos, también, licencia para juzgar
al invasor fundador de Lima, F. Pizarro, por los graves crímenes de lesa
humanidad –según el decir ordinario de algunos– que él y su banda de conquistadores
ejecutaron contra los nativos de estas tierras; o llevar a un tribunal judicial
la memoria del coronel L. M. Sánchez Cerro por su responsabilidad político-militar en los luctuosos sucesos del 7
de julio de 1932. Podríamos pensar,
incluso, en enjuiciar por los mismos graves
crímenes de lesa humanidad al arquitecto F. Belaunde Terry, porque durante su primer gobierno ordenó arremeter contra las guerrillas
revolucionarias de 1965 en la conocida zona selvática de Mesa Pelada con el uso
de las criminales bombas de napalm
que no sólo causaron estragos ecológicos en la selva central del país, sino
que, peor aún, acabó concomitantemente, y con dolo eventual, con la vida de
cientos de inocentes nativos yáneshas.
Evidentemente, todos estos ejemplos devienen absurdos, porque absurdo es
el presupuesto del cual nacen: asumir que, si dichas personas estuviesen vivas, sería posible utilizar el
Derecho actual para juzgar sus presuntas conductas delictivas y criminales que
produjeron acontecimientos ya pasados, imposibles de cambiar a partir de ahora.
Lógicamente, nada de esto es posible ni viable porque tales eventos ocurridos en
la historia pasada del Perú, por cierto condenables –y con razón, ya en su
momento– moral, política e históricamente, fueron cometidos con mucha anterioridad
al concepto francamente sólido, maduro y consciente de los derechos humanos que
se logró alcanzar en nuestro país recién en 2003, año final de un período
en el que, iniciado aproximadamente entre 1982 y 1984, el concepto de tales
derechos vino a ser perfeccionado a
punta de sangre y dolor intenso.
En suma cuenta, pues, no será racional el proceder que pretenda revisar
la historia pasada con un Derecho posterior, porque, además de relievarse en
ello un carácter eminentemente ilógico, la implementación de una práctica de
semejante naturaleza resultaría –ya dijimos– absurda, irracional y estúpida. No
en vano señala Portalis que “es contrario a la razón y a un elemental
principio de seguridad, imponer a los individuos leyes retroactivas. La ley
natural no está señalada ni por el lugar ni por el tiempo, porque está vigente
en todos los países y en todos los siglos; pero las leyes positivas, que son
obra de los hombres, no existen sino cuando se las promulga y no pueden tener
efecto sino cuando existen”.
En ese mismo sentido racional, es menester precisar que el contenido del
concepto justicia –valor reclamado
como telón de fondo por los activistas de las ONG’s defensoras de los derechos humanos en casos como el que nos ocupa– también
tiene su tiempo.
No en vano la sabiduría popular, con profunda razón ontológica, ante ciertos
hechos significativos para los hombres suele pronunciar el dicho que reza: “justicia que tarda, no es justicia”.
Por eso mismo, todo lo que en nombre de la justicia llegue en tiempo tardío,
podrá quizás adoptar la forma de algún tipo de resarcimiento material y hasta moral –si así le quieren llamar–, pero el
producto de tal resarcimiento jamás logrará alcanzar algún grado verdadero de
justicia.
Por ejemplo, ¿cree usted que cuando en marzo del año 2000 Juan Pablo II pidió perdón por los errores
cometidos por la Iglesia y su Tribunal de la Santa Inquisición, le llegó a hacer justicia
con este acto a los cientos de miles de hombres y mujeres que, repartidos entre
Europa y América, acusados de ser herejes, cismáticos, idólatras o apóstatas,
debieron sufrir y padecer, bajo condición infrahumana, la persecución, el
encierro en mazmorras y las crueles ejecuciones mediante torturas,
ahorcamientos y quemas en vida? ¡No pues! El perdón pedido por el romano
Pontífice –hecho a Dios, dicho sea de paso, y no a algún ser humano en particular– no pasó de ser sino sólo
un gesto político ex vaticana urbi quia orbi,
teñido de cierta dosis de índole moral de extraordinarias
proyecciones; pero acto de justicia no
fue jamás.
La justicia tardía, que es la
antonomasia de la indiferencia, expresión material del nemo caritate y, por ende, de la injusticia, no es, pues, justicia
real. Es el cuento infame de un escritor fracasado, la historieta vergonzosa de
una gamberra caída en desgracia dos veces, una fábula de mala moraleja que es
preferible no conocer, es el poema escrito por un ciego de nacimiento que
pretende describir la majestad cromática del arco iris. Es un sofisma, una
falacia. Y peor aún es aquella otra forma de justicia tardía que, en nombre de los derechos humanos, llega envuelta en parafernalias y pomposos discursos
públicos. Se trata de un lobo vestido con piel de cordero que trafica ideas
falsificadas haciéndolas pasar como legítimas y ciertas. Viene así disfrazada
para esconder alguna repudiable expresión de venganza individual o colectiva,
motivada por intereses de índole pseudo ético, religioso o político. Con mayor
razón, esta clase de justicia jamás
podría merecer el calificativo de justicia verdadera, tan sólo porque nunca
podría propiciar la paz que es connatural a ella.
b)
Carácter artificial de los derechos humanos
Si por razones metodológicas decidiéramos considerar en este momento los
párrafos precedentes como premisas de una inferencia, resultaría perfectamente
lógico deducir que los derechos humanos –forma especial de concepción y
vigencia del Derecho– siguen la misma línea de existencia que corresponde al
Derecho en general y a la justicia.
En efecto: como aquéllos, los derechos humanos poseen también un
carácter histórico cultural determinado y por eso mismo todo análisis que sobre
ellos se realice en este sentido tendrá el mismo resultado al que llegamos en
el caso de los otros.
Esto mismo explica que ya los intelectuales y científicos sociales del
siglo XIX fueran conscientes en su momento de la realidad de los derechos
humanos. Marx, por ejemplo, comentando la concepción de Bauer sobre este asunto, surgida durante el primer tercio de su centuria,
consideraba que tal forma de derechos “no
se trata de una idea innata al hombre, sino que éste la conquista en lucha
contra las tradiciones históricas en las que el hombre había sido educado
antes. Los derechos humanos no son, pues, un don de la naturaleza, un regalo de
la historia anterior, sino el fruto de la lucha contra el azar del nacimiento y
contra los privilegios que la historia, hasta ahora, venía transmitiendo
hereditariamente de generación en generación. Son el resultado de la cultura…”
Los derechos humanos son el resultado de la cultura –define
correctísimamente Marx–, y si la cultura,
que avanza incontenible con el tiempo, con la historia, no es sino toda forma
de creación humana, queda perfectamente
demostrado que los derechos humanos no son objetos de la naturaleza. Dicho de otra
manera, los derechos humanos no son, pues, derechos
naturales; son formas especiales de derechos que, como las demás formas de
derecho subjetivo, no son creaciones de la madre natura: son artificiales. ¡Ciertamente!
Precisamente por esta razón es que en un discurso dirigido a la Chicago Decalogue Society el 20 de
febrero de 1954, el renombrado y famoso científico alemán A. Einstein, reconocido universalmente como un acérrimo defensor de los derechos
humanos en –y de– su época, manifestó con precisión incontestable lo siguiente:
“La existencia y la validez de los
derechos humanos no están escritas en
las estrellas. Los ideales sobre el comportamiento mutuo de los seres humanos y la
estructura más deseable de la comunidad, los concibieron y enseñaron individuos
ilustres a lo largo de toda la historia.
Estos ideales y creencias derivados de
la experiencia histórica, el anhelo de belleza y armonía, han sido aceptados de inmediato en teoría por el hombre.”
Con tan justa forma de representarse el concepto de los denominados derechos
humanos, Einstein significó que éstos no son realmente naturales,
pues no provienen de la naturaleza [“no
están escritas en las estrellas”], sino, siendo aquéllos una obra más del
hombre en un determinado momento histórico [“los
concibieron y enseñaron individuos ilustres a lo largo de toda la historia…
ideales y creencias derivados de la experiencia histórica”], como toda otra
creación suya, provienen de la cultura humana, lo que quedó perfectamente
demostrado en el anterior acápite de este ensayo. En tal sentido, su existencia
es, como también lo es el Derecho en su conjunto, totalmente artificial, esto
es, hecho por mano o arte del hombre.
Así pues, queda claro que tanto el concepto como la teoría de los derechos
humanos fueron innegablemente elaborados por los hombres, por la sociedad, en
un momento determinado de su desarrollo histórico material para asegurar una
posibilidad real de gozar de los bienes y los valores de que disponía –como dispone
aún hoy– la sociedad en cuestión. Pero la ideología dominante en este campo del
pensamiento actual ha venido señalando y
enseñando que los derechos humanos son naturales porque parecen ser inherentes a todo hombre como ser biológico, en virtud
del propio hecho de nacer.
Parecería que esto es así, pero –considerémoslo ampliamente– también le parece más natural a la gente que es el
sol el que gira alrededor de la tierra, que lo contrario, simplemente porque es
lo que parece. Y esto no es cierto.
De la misma manera, no es cierto que los derechos humanos sean naturales: éstos no brotan de la naturaleza, no son cromosomas del cosmos ni segregación
biológica de la φύσης. Tampoco crecen en los árboles, no anidan en el mar, ni
están escritos –como bien ha precisado Einstein– en las estrellas.
Justamente en este mismo sentido, refiriéndose a la teoría de los derechos
humanos y los valores que se hallan contenidos en su núcleo, P. Flores d’Arcais –talentoso filósofo, periodista y editor italiano contemporáneo– ha
dicho: “Esa idea de pensar que existen
valores que evitaremos poner en discusión sólo si pensamos que son el dictado
de la naturaleza y no una decisión consciente nuestra, yo creo que eso es sobre
todo des-responsabilizante. Nosotros no debemos, para defender ese núcleo de
valores irrenunciables, pensar que están escritos en la naturaleza, porque ello
nos lleva a pensar que –en vista de que están inscritos en la naturaleza– antes
o después serán reconocidos. No. Están tan poco inscritos en la naturaleza que
son el resultado de una laboriosísima evolución histórica y de los sacrificios
de generaciones y de personas. Y así por eso, porque nosotros los queremos
irrenunciables para nuestra convivencia, y sabemos que se apoyan tan sólo en
nuestros hombros, precisamente por ello debemos y podemos defenderlos de una
forma intransigente, día a día. Porque sabemos que somos totalmente
responsables de esos valores. Pensar que ya están inscritos en el cosmos
significa ignorar nuestra responsabilidad [sobre ellos] y significa abrir, a mi juicio, el espacio
de los retornos que queremos absolutamente evitar.”
En esencia, pues, tanto los derechos humanos como los valores que los
inspiran, son conceptos sociales histórica y culturalmente determinados, por lo
que hay que ser claros al reconocer que éstos no pueden existir al margen e
independientemente de la sociedad. Pero la ideología
dominante en este campo ha negado la naturaleza social de los derechos humanos,
con lo que éstos tendrían que ser entendidos –que es lo que, en última
instancia, se pretendió– como una suerte de substancia independiente de la
esencia social y política del régimen social y del Estado. Este error de consideración,
lamentablemente, es el que fue impuesto –y no de modo unánime– en la Asamblea
General de las Naciones Unidas al momento de validar y adoptar la célebre Declaración Universal de los Derechos
Humanos, con la finalidad de universalizar un criterio que, en el fondo, ha
ocultado intereses de género individualista, egoísta.
Pero con semejante consideración, y desde un punto de vista lógico, la
idea de los derechos humanos como derechos naturales –concepción naturalista
que busca otorgarle a aquéllos un pretendido carácter universal– adolece de un
gravísimo defecto que paradójicamente origina, desde sí misma, una
atropelladora situación de discriminación humana que es la siguiente: si fuera
cierto que los derechos humanos son derechos naturales, ¿cómo se explicaría
entonces que no todos los pueblos del mundo los hayan conocido y adoptado desde
siempre?
Dado que la doctrina, ideología, filosofía y sistema normativo modernos de los derechos
humanos fueron consolidándose y entrando progresivamente en vigencia en casi
todos los países del mundo después de 1948 hasta inicios del presente siglo, la
línea ortodoxa de esta concepción indicaría que los pueblos que adoptaron la Declaración Universal de los Derechos
Humanos fueron los pueblos que vivían en naturaleza y, por tanto, eran
aquellos que formaban la verdadera humanidad, mientras que los otros, los que no
la adoptaron desde un inicio por alguna deficiencia de su capacidad racional
para comprender y entender la naturaleza, eran pueblos contra natura y, por ende, no eran realmente humanidad. Esa es la
consecuencia lógica de semejante teoría de los derechos humanos entendidos como
derechos naturales. ¡Una aberración!
Lo cierto es que los llamados derechos humanos, su teoría, ideología, doctrina,
filosofía y sistema normativo son el producto de una concepción madura de los
derechos del hombre, alcanzados y consolidados recién en nuestra época durante los dos primeros
tercios del siglo que nos vio nacer, y no en todo el mundo, sino sólo en la
Europa y en los Estados Unidos de Norteamérica del período de las entreguerras imperialistas,
desde donde el concepto y la teoría de tales derechos fueron irradiados durante
las décadas siguientes al resto del orbe y de manera progresiva.
Los derechos humanos son, pues, derechos provocados por cierto sector de
la sociedad humana –y no por toda la humanidad en su conjunto– en un momento
determinado de su historia. No son –contra lo que se pueda pensar, ad populum– derechos naturales, después de todo; en verdad, esta forma de
derechos no son sino expresión fenomenológica de un momento específico del
desarrollo gradual de la civilización que ha logrado alcanzar la humanidad, en
un lugar y tiempo determinados. Por tanto, hay que precisarlo otra vez, son
derechos civiles
histórica y culturalmente determinados, es decir, son –lo señala muy bien Flores d’Arcais– una elección nuestra sobre la
que fundar la convivencia.
Por tanto, si alguna naturaleza poseen estos derechos, es que éstos son artificiales, es decir, son
culturales; no son naturales. He aquí, pues, que con ello se verifica en este
episodio de la cultura e historia humanas una real y clarísima oposición dialéctica
entre la naturaleza y la libertad ética, de lo que se deduce que la naturaleza del respeto de los derechos
humanos es, en principio, ética, mientras que la de su efectivización y
materialización, esto es, la exigencia de su imperio normativo, autoridad y
cumplimiento, es jurídica.
c)
Conclusión
Es cierto que el Perú integra la ONU desde el 31 de octubre de 1945, pero
aún así, quizás no sea tan ostensiblemente notoria en otra parte de nuestra
política internacional –con repercusión interna– que en ésta, la diferencia patente
entre el cumplimiento de la formalidad de una condición y pertenencia de Estado
–llámase– fundacional de dicha
organización multinacional, con la realidad ontológica y social del país
durante el siglo que nos vio nacer. Porque una cosa es tener conocimiento diplomático de un instrumento
jurídico o de un fenómeno internacional, pero otra muy distinta es tener consciencia social masiva de éstos en el
seno mismo de la sociedad para vivirlos
como se esperaría.
En el Perú del siglo
XX, donde las condiciones históricas, sociales y económicas de desarrollo
caracterizaron a un país en el cual, a diferencia de Occidente, operaba una sui generis situación transicional de
una formación económica social de carácter
semi-feudal a otra capitalista de tipo mercantilista, dominada –extra omnes– por el Gran Imperio, no se
tuvo consciencia social masiva real y substantiva –aunque sí formal– de la idea
de los derechos humanos sino
recién hasta pasada la guerra interna que asoló la patria entre 1980 y 1995. Por
eso es que el reclamo por la aplicación y respeto de tales derechos durante
este período no podía ser sino puramente formal, poco más que ilusorio e
incluso utópico, aunque ciertamente estuvo cargado de grandes esperanzas y
profundas motivaciones y convicciones éticas. Pero nada más.
De todo esto se deduce que, así como el ser humano cuenta los años de su
vida desde que es parido y no desde el momento de su concepción [a pesar de encontrarse
durante este período pre-natal con vida],
así también es de considerar que si bien una cosa es la fase de preparación
histórica del concepto de algo, otra muy distinta es la de su parto y real consolidación en la
sociedad. En el caso del parto del
concepto de los derechos humanos en el mundo occidental, éste hubo de esperar
hasta después de acontecidas las dos grandes guerras imperialistas de la
primera mitad del siglo pasado, porque es recién entonces cuando las raíces
antedichas encontrarían suelo verdaderamente fértil del cual habrían de
nutrirse en adelante. Ese suelo es la
historia de Europa y Norteamérica, básicamente, durante la segunda mitad del
siglo XX.
En el caso peruano, el parto sería dado entre 1993-1995, cuando tras la
captura del líder del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso fue recién
posible apreciar con claridad la realidad de los hechos pasados, lo que abrió
paso a los peruanos para encontrar en los años postreros el suelo que sólo la era de post-guerra, que
ocupa el período 1995-2003, podría haber dado.
Por tanto, es lógica
y perfectamente posible concluir que hechos reales como los que nos sirven de
objeto de estudio en este trabajo no puedan ser calificados como delitos de lesa humanidad, porque
ocurrieron en un momento histórico que caracterizaba a una sociedad nacional
cuya cultura no había logrado aún madurar substantivamente el concepto y la
teoría de los derechos humanos, ni mucho
menos la idea según la cual de alguna especial forma de transgresión de los
mismos derivaría la comisión de crímenes
de lesa humanidad.
Estas ideas, recientes
en la historia peruana, tanto en su concepción como en su grado de evolución,
desarrollo y madurez, corresponden a nociones contemporáneas sobre los derechos
humanos; no pertenecen ens a sé al
período histórico en el que sucedieron los hechos que nos animan a reflexionar
y escribir este ensayo.
2.
Razones jurídicas y normativas
Las razones
jurídico-normativas que explican que tampoco resulta posible considerar hechos
como los que son objeto de nuestra atención, como delitos de lesa humanidad, son las siguientes:
a) El carácter anti-Ilustración del “argumento” judicial de retroactividad
absoluta por el cual el Poder Judicial transmuta el delito común de asesinato en delito de lesa humanidad, violenta
primordiales reglas y principios generales del Derecho y de la razón, además de
constituir una conjetura doblemente falaz
Por conveniencia y necesidad metodológicas, repasemos conceptos y
definiciones doctrinarias y normativas que se suponen ya conocidos. Hagámoslo
porque, ante la clamorosa orfandad de conocimientos en general que se presenta
a diario en el ejercicio de la actividad jurisdiccional peruana, adquiere vigor
lo que A. Gide, reseñado por C. J. Cela,
solía afirmar en su momento: “todo está
ya dicho, pero como nadie atiende, es preciso repetir todo cada mañana”.
La parte pertinente del artículo I de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y los
Crímenes de Lesa Humanidad prescribe lo siguiente:
“Artículo I
Los crímenes siguientes
son imprescriptibles, cualquiera sea la fecha en que se hayan cometido:
…
b) Los crímenes de lesa
humanidad…”
Gracias a su ratificación efectuada por el Congreso de la República mediante
la Resolución Legislativa n° 27998 del 11 de junio de 2003, la Convención pasó a formar parte del
ordenamiento jurídico nacional. Pero para cuando ello sucedió, momento que marcó
un hito histórico que reveló un importante grado de madurez alcanzado por la consciencia
nacional en materia de respeto y defensa de los derechos humanos, el debate más
relevante al respecto, en el mundo, estaba referido a cómo comprender el
apartado de la norma jurídica internacional según el cual, entre otros, los
llamados crímenes de lesa humanidad resultan siendo imprescriptibles “cualquiera sea la fecha en que se hayan
cometido”.
¿Qué significa aquí la expresión “cualquiera
sea la fecha en que se hayan cometido”? ¿Será acaso que la forma semántica
y gramatical de la expresión abarca un contenido ideal que asume que la
referida prescripción es aplicable a todo momento ex ante y ex post de la
entrada en vigencia de la referida norma jurídica?
Si fuésemos estrictamente respetuosos de los principios y garantías
jurídico-constitucionales –los que incluye nuestra Carta Fundamental–, lo
lógico y correcto sería considerar, para responder el interrogante precedente,
que sólo los hechos cometidos a partir del
momento de entrada en vigencia de la norma de marras, y por delante en el
tiempo, podrían ser calificados como tales y, por tanto, su persecución sería
eterna en el futuro, por cuanto la acción para dichos casos resultaría
imprescriptible.
No obstante ello, la controvertida e inusitada partícula que contiene el
referido texto, “cualquiera sea la
fecha”, sirvió al Poder Judicial como clave suficiente y necesaria para
definir la fórmula normativa como el instrumento legal que establecía la
posibilidad absoluta de asumir la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, para perseguirlos,
juzgarlos y punirlos, no sólo hacia adelante en el futuro, ad infinitum, sino, de igual manera, extendiendo también tal
posibilidad de manera retroactiva en el tiempo, igualmente ad infinitum.
Con semejante interpretación –auspiciada y fomentada por
ciertas ONG’s que presumen de portar la última
palabra en materia de entendimiento y defensa de los derechos humanos–
resultó muy fácil considerar que el hecho que fuera investigado en el caso que
tenemos entre manos constituía delito de
lesa humanidad, de lo que se siguió inmediatamente que la acción penal que
permitiría perseguir los actos de los militares involucrados en los sucesos
re-investigados, tenían carácter imprescriptible.
Empero, semejante decisión, que en verdad no reviste ningún tipo de
análisis real,
se desmorona de inmediato cuando la confrontamos con la regla y principio
general del Derecho nacional e internacional que dispone que toda norma,
únicamente, inicia su existencia desde el momento de su entrada en vigencia, y
surte efecto sólo hacia delante.
En efecto, en Derecho constituye regla y principio general que toda norma, en cuanto a la temporalidad de su
vigencia, adquiere vigor inmediato [o diferido y hasta ultractivo, dependiendo
del caso] desde el día siguiente de su publicación para la difusión respectiva
entre la ciudadanía, y surte efectos jurídicos sólo desde entonces hacia
adelante en el tiempo. No podría, en consecuencia, tener fuerza ni efectos
retroactivos.
La razón de dicha postura se debe a dos sólidos fundamentos racionales
que ya estaban presentes, inclusive, en el viejo Derecho romano, a saber:
i) El fundamento
axiológico, que determina que la irretroactividad de la norma surge de
la necesidad de otorgar estabilidad al ordenamiento jurídico, porque es
totalmente seguro que sin el principio de
irretroactividad de la norma se presentarían confusiones sobre la
oportunidad de regulación de los hechos, de suerte que en muchas ocasiones, en
función de ciertas conveniencias e intereses nada sanos, se podrían regular
situaciones exorbitantes al sentido de la justicia, precisamente por falta de
adecuación entre el supuesto de hecho y la consecuencia jurídica. Esto no sería
nada justo, como es lógico suponer.
ii) El fundamento
ontológico, que revela que el principio
de irretroactividad anida en la imposibilidad de señalar consecuencias
jurídicas a actos, hechos o situaciones jurídicas que ya están formalizados
jurídicamente con anterioridad.
Ambas razones configuran el llamado Principio
de irretroactividad de la ley, al que, sin embargo, cabe añadirle además,
desde una moderna perspectiva democrática, un beneficio que se presenta
concomitante a los indicados fundamentos: conseguida la estabilidad del orden
jurídico, se consolida igualmente la seguridad jurídica que tiene la persona respecto
del proceder del Estado y se asienta así entre ellas, entre persona y Estado,
el ambiente y la sensación que propicia una conducta y un clima de desarrollo
en democracia que, sinalagmáticamente, refuerza la conformación del Estado de
Derecho.
Por eso, la prestigiosa y muy bien conocida Enciclopedia
Jurídica Omeba –esa misma que debería ser más frecuentada por
magistrados, abogados y estudiantes de Derecho– dice al respecto lo siguiente: “La irretroactividad de la ley es una medida
técnica escogida para dar seguridad al ordenamiento jurídico… es, dentro de la
técnica jurídica, un principio de aplicación más que de interpretación previa…
Sirve al individuo, pero también a la colectividad; y acaso en mayor grado,
porque tiende a dar firmeza al ordenamiento jurídico, que es de carácter
social.”
Ahora bien, en este marco de conceptualización, reconozcamos, a pesar de
todo, una excepción a la regla: en las antípodas de este principio se encuentra
la figura de la retroactividad benigna,
existente –ya dijimos– sólo como excepción que se guía dentro de parámetros que
no desborden la regla general, para no desnaturalizar la esencia de la
aplicación temporal inmediata y futura de una ley.
Alzamora Valdez, celebre jurista peruano, ha precisado sobre el particular –como tantos
otros jurisconsultos de igual y superior nivel de dominio teórico–, que la
norma puede ser retroactiva restitutiva
o retroactiva ordinaria. En el primer caso es restitutiva cuando la aplicación
retroactiva de la norma es absoluta, de acuerdo con las consecuencias jurídicas
que derivan de sus supuestos, esto es, cuando modifica en su totalidad los
hechos, relaciones o situaciones jurídicas pasadas; y es ordinaria porque la aplicación de la norma se hace de manera
relativa, lo que quiere decir que la norma así aplicada modifica de manera
parcial los hechos, relaciones o situaciones pasadas.
El evidente carácter desnaturalizador de la retroactividad restitutiva en el Derecho actual a nivel internacional,
ha determinado que este modelo sea prácticamente inexistente, salvo en Estados
poco afines al Estado de Derecho o que, al menos, no guían sus existencias en
función del Derecho occidental y del concepto central de Estado de Derecho. En
el caso peruano, este modelo es total y absolutamente inexistente.
Por eso mismo, dado su carácter relativo, se acepta como excepción a la
regla el modelo de la retroactividad
ordinaria, básicamente porque no desnaturaliza, en esencia, la regla
general de la aplicación temporal de la ley. Nada más salvaguarda el valor de
la persona humana ante el enorme poder punitivo del Estado. He ahí la razón de
la existencia del artículo 103° de la Constitución Política del Estado peruano
que taxativamente señala que:
“Artículo 103°.- … La ley, desde su entrada en vigencia, se
aplica a las consecuencias de las relaciones y situaciones jurídicas existentes
y no tiene fuerza ni efectos retroactivos; salvo, en ambos supuestos, en
materia penal cuando favorece al reo…”
A estas alturas de nuestra argumentación, se pone de relieve que la
interpretación que cuestionamos, efectuada por el Poder Judicial al extender de
modo ilimitado su pretensión de imprescriptibilidad, basada en una lectura asistemática,
meramente literal y en una aplicación vacua y simplista del artículo I de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de
los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad, a la luz de las
anteriores consideraciones de orden jurídico y principista, deviene falaz. No
puede, por ende, seguir siendo admitida ni tolerada jurídicamente ya que con
cada minuto que pasa y se la continúa manteniendo, se violentan primordiales reglas
y principios generales del Derecho y de la razón que se constituyen en
elementos garantistas de una aplicación racional y no abusiva de la ley. Esa
forma de violencia también es rechazada y repudiada por la propia Constitución.
Empero, a pesar de todo lo fundamentado, a pesar de la solidez de las
razones que se ofrecen en este ensayo y a pesar de la patética irracionalidad
del contenido y sustento de la interpretación
en comento, ésta brilla y sigue
siendo mantenida en la resolución que la contiene, en función del criterio de los jueces del Poder
Judicial. ¡Bah!
A la luz de esta revelación, una expresión definitiva aplica
significativamente a semejante resolución judicial y su contenido interpretativo del artículo I de la Convención: se trata de una resolución
plenamente anti-Ilustración, lo que desde el ámbito
judicial se condice con casi todas las otras esferas de la cultura nacional, superestructura propia del tipo de sociedad en la
que vivimos.
En este marco de corrupción de la razón, con su modo tan sui generis de interpretar el dichoso
artículo I de la Convención, los
jueces del Poder Judicial cometieron el imperdonable desliz del argumentum ad baculum, esto es, se permitieron a
sí mismos conjeturar un raciocinio, no falso sino, peor aún, falaz, un
raciocinio definido en función de la reconocida
autoridad internacional del Convenio
de marras, insuflada con la presión ejercida por las ONG’s guardianas de la defensa de los derechos humanos.
Y por si ello fuera poco, los respetables
magistrados judiciales añadieron una falacia más a su rosario de errores: la ordinaria afirmación del consecuente, error del
razonamiento que siendo correspondiente, por ser característica de suyo común, a
pensamientos propios de legos, de sujetos de raciocinios pobres, no se espera
presente en los raciocinios de un magistrado judicial. Al menos no formalmente.
La afirmación del consecuente es una falacia en la que
si de una premisa o razón condicional se afirma el consecuente, en la conclusión
se afirma el antecedente. Su estructura lógica es la siguiente:
Fig. 02
P1: Si A es, entonces
B es
P2: B es
----------------------------
C: \ A es
En el caso que analizamos, esta es precisamente la segunda falacia que
fue cometida por los respetables magistrados
judiciales al considerar como válido, no siéndolo, el siguiente raciocinio:
Fig. 03
P1: El artículo I de
la Convención se aplica a todos los delitos
de lesa humanidad
como el Caso Accomarca
P2: El denominado Caso Accomarca constituye un delito
de lesa humanidad
-------------------------------------------------------------------------------------------
C: \ El artículo I de la Convención es aplicable al Caso Accomarca
Este razonamiento es tan falaz como el siguiente:
Fig. 04
P1: La
gente honesta es cristiana
P2: Yo
soy cristiano
-------------------------------------
C: \ Soy honesto
Es falaz este raciocinio porque su primera premisa sólo nos proporciona
información de la gente honesta: esta gente es cristiana; pero no nos dice nada
sobre qué sucede si se es cristiano. Uno puede no ser cristiano y aun así ser honesto;
incluso, se puede ser cristiano pero también deshonesto, como de hecho sucede
frecuentemente en la vida real.
Así, igual que en este ejemplo, el argumento sostenido por los jueces [Fig. 03] es falaz, es decir, constituye un razonamiento
inválido, porque la eventual verdad de las premisas no garantiza necesariamente
la verdad de la conclusión, ya que podría ser que las premisas fueran todas convincentes
y hasta verdaderas, y aún así sería posible encontrar que la conclusión fuese
falsa. Dicho de otra manera: aun
cuando la segunda premisa de la argumentación contenida en el razonamiento
judicial [Fig. 03] fuese verdadera, ello no implicaría que
tal verdad pudiese ser necesariamente
subsumida en el antecedente de la relación condicional que se presenta en la
primera premisa, primero porque –en el plano formal– el consecuente lógico jamás
determina la existencia o realidad de su antecedente y, segundo, porque –ya en
el plano material– en el Perú no existe hasta hoy ninguna norma jurídica que
califique, prevea y sancione conducta alguna que adopte el nomen juris de delitos de
lesa humanidad; de modo que, en aplicación del Principio de Legalidad, no existiendo este delito en el
ordenamiento jurídico nacional, resulta un imposible
jurídico la aplicación del artículo I de la Convención
en el caso que nos ocupa. ¡Eppur, il caso è!... ¡Bárbaro!
En fin, a estas alturas del desarrollo de este examen del pensamiento judicial que elegí para
ofrecer estas reflexiones, qué duda puede caber respecto a que la aplicación
anargumentativa de la ley internacional que nos ha presentado el Poder Judicial
en este caso se ha hundido en el fango de una literal falacia, esto es, de un
razonamiento lógicamente inválido que, por añadidura, es al mismo tiempo
materialmente abusivo.
La lección que podemos extraer de este caso, en este punto de mi
trabajo, puede resumirse así: no porque un tratado sea internacional, verse
sobre la protección de los derechos
humanos, y haya sido ratificado por nuestro país, debe dársele aplicación
de modo inmediato, reverente, absoluto,
incuestionable, incontestable, irreversible e irrevisable, como si se tratase
de un inescrutable Auto de Fe o de un
Ló
goz
του Qeoz. El riesgo de un proceder sibarita como éste, para agradar al statu quo implantado por los organismos
de presión que desarrollaron la detestable cultura que hace buen rato ha sido impuesta
por la fuerza entre nosotros, definida con la aviesa expresión de lo políticamente correcto, conlleva la
situación al límite de transgredir y vulnerar importantes reglas y principios
generales del Derecho sobre los cuales se soporta y erige el Estado de Derecho,
en una también franca violación de la sana y recta aplicación de las leyes del
pensamiento válido. ¡Qué mejor ejemplo que el que tenemos entre manos!
b)
Evidente colisión de tratados internacionales
Si de tratados internacionales se trata y se quiere traer a la mano uno
que valga la pena en su aplicación racional para solucionar este problema,
convoquemos uno que, aunque más actual y vigente, resalta por su condición de
instrumento jurídico respetuoso de reglas y principios generales del Derecho:
la Convención de Viena sobre el Derecho
de los Tratados, cuyo artículo 28° establece lo siguiente:
“Artículo
28°.- Irretroactividad de los Tratados
Las
disposiciones de un tratado no obligarán
a una parte respecto de ningún acto o hecho que haya tenido lugar con
anterioridad a la fecha de entrada en vigor del tratado para esa parte ni
de ninguna situación que en esa fecha haya dejado de existir, salvo que una
intención diferente se desprenda del tratado o conste de otro modo.”
Tomemos esta norma internacional y la otra: se trata de dos normas con
rango supranacional que, por sus bien marcadas características diferenciadoras
–una avasalladora [la Convención sobre la
Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad]
y la otra respetuosa de las reglas y principios generales del Derecho [la Convención de Viena sobre el Derecho de los
Tratados]– colisionan abiertamente entre sí. Cuál de ellas debe preferirse
para su aplicación y cuál aquella otra la que debe ser desechada. La luz de la
razón lógica nos permite, otra vez, responder a la pregunta señalando
contundentemente que, de modo esclarecido, debe preferirse la Convención de Viena sobre el Derecho de los
Tratados, sencillamente por dos razones:
· Primero, porque esta Convención,
lejos de arremeter contra principios y reglas generales del Derecho [particularmente
en este caso, los que se refieren a la aplicación temporal de la ley, la
admisión excepcional de la retroactividad
relativa ordinaria y la proscripción de la retroactividad absoluta restitutiva], los reafirma con respeto; y,
· Segundo, porque el mismo legislador peruano, habiéndose percatado de la
condición irrespetuosa que implica la aplicación irreflexiva del artículo I de
la Convención sobre la Imprescriptibilidad
de los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad, ratificó este
tratado dejando constancia en el numeral 1.1. del artículo único de la
Resolución Legislativa n° 27998 que tal revalidación se hacía dentro de los
cánones establecidos por el artículo 103° de la Carta Magna, desechándose la
aplicación retroactiva del convenio en cuestión.
Estas razones son tan evidentes que el propio
artículo 24°, inciso 1., del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, el
más moderno instrumento jurídico internacional que califica de manera expresa y
mucho más certera que la propia Convención
el concepto de crímenes de lesa humanidad,
prescribe taxativamente lo siguiente:
“Artículo
24°.- Irretroactividad ratione personae
1.
Nadie será
penalmente responsable de conformidad con el presente Estatuto por una conducta
anterior a su entrada en vigor…”
El Estatuto entró en vigencia el 1 de julio de 2002. Por tanto, al igual
que la Convención, su aplicación está
dirigida a hechos posteriores a esta fecha, por respeto a la lex praevia, contenido garantizador del Principio de Legalidad que el propio
Estatuto honra.
La conclusión lógica de todo lo analizado hasta este momento, pues, es
que resulta totalmente inadmisible aplicar el artículo I de la Convención sobre la Imprescriptibilidad de
los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad de modo retroactivo
absoluto, por lo cual, en realidad, no es tampoco admisible definir los hechos
re-investigados en el caso Accomarca, como delitos
de lesa humanidad.
La salvedad a la que se refiere la parte final del indicado artículo 28°
de la Convención de Viena sobre el
Derecho de los Tratados, sólo cabe ser entendida también en los sentidos
prefijados. No cabe otra posibilidad.
c)
Conclusión
Al concluir este ítem del ensayo, como sucedió también en los anteriores
ítems que lo preceden, no nos queda alternativa válida alguna sino sólo admitir
que el argumento utilizado por el Poder Judicial en este extremo, carece de
sustento jurídico y normativo válido, conforme ha sido ya detallado.
V. Conclusión
definitiva: ¿Qué Crimen de Lesa Humanidad se cometió en el llamado Caso
Accomarca? En busca de la primacía de la razón y no de la emoción, se
descubrirá si poseemos un verdadero Estado de Derecho, mientras la conclusión habrá
de resultar aplicable a casos de similar cualidad
Parece que los celosos guardianes de los derechos humanos, representantes de un atómico
sector de la sociedad nacional, regentes de la izquierda peruana más antidialéctica,
retrógrada y oportunista, que negando vilmente en la práctica los principios
epistemológicos y dialécticos en los que se inspiró la doctrina del socialismo
científico que juraron seguir y respetar, y que se ha ubicado en la posición
fresca y cómoda de disparar a quemarropa a quien fuere a cambio de encontrar la
ayuda de la cooperación internacional que requiere para solventar su trabajo,
operando exclusivamente en beneficio propio y en nombre de los derechos humanos, se creyeron en exceso el poema
de Benedetti que, incluido en su poemario “Cotidianas”,
se titula “Ahora todo está claro”:
“Cuando el presidente carter
se preocupa tanto
por los derechos
humanos
parece evidente que en ese caso
derecho
no significa facultad
o atributo
o libre albedrío
sino diestro
o antizurdo
o flanco opuesto al corazón
lado derecho en fin
en consecuencia
¿no sería hora
de que iniciáramos
una amplia campaña internacional
por los izquierdos
humanos?”
Eso es precisamente lo que ha hecho esta
gente: ha convertido los derechos humanos
en izquierdos humanos. Es decir, lo
ha puesto todo de cabeza y lo ha envilecido.
Si no, preguntemos y reflexionemos bien la respuesta al interrogante: ¿qué crimen de lesa humanidad fue cometido en
el llamado Caso Accomarca?
Así como ha quedado explicado el asunto,
ninguno. Se cometió un reprochable crimen de asesinato en agravio de decenas de personas inocentes, sí. Eso fue
una barbaridad condenable bajo todo punto de vista, ¡qué duda cabe! Pero aun
así, ni ello ha logrado tener, desde el ángulo que abarcamos para el análisis
en cuestión,
el valor suficiente para que hoy, en
nombre de la humanidad, el hecho sea
considerado por la fuerza, sin punto de vista racional alguno, como un crimen de lesa humanidad. Esto, sencillamente,
no pasó.
Los susceptibles
del foro, la mal llamada opinión pública,
pegarán el grito al cielo y condenarán esta conclusión. Me acusarán de ser
amigo de genocidas y, buscando los más gruesos adjetivos que el DRAE pueda ofrecerles para calificarme, dirán que
me he convertido en proveedor de doctrinas de impunidad. Qué importa lo que
digan o hagan si más importante es hacer brillar la verdad de la razón para
beneficio del Estado de Derecho.
Para ser francos, sin embargo, no son estos susceptibles ni la opinión pública los que me preocupan en realidad. Me preocupa supremamente
dejar las cosas como están, sin mover un solo dedo en dirección de la razón, sabiendo
bien que tanto aquéllos como los celosos
guardianes de los derechos humanos, estando equivocados en sus juicios
sobre este tema, se sigan atreviendo a llevar su equivocación hasta las últimas
consecuencias, sin importarles si en ese proceso ponen en riesgo la seguridad
jurídica del país y, con ello, la vigencia y continuidad del Estado de Derecho
en el Perú que, como en cualquier país civilizado del orbe, sólo puede ser
erigido a condición del respeto y cumplimiento cabal de los sólidos y significativos
principios que constituyen las piedras angulares sobre las cuales aquél habrá
de levantarse. Irónicamente, son estos principios –precisamente– los que esos
defensores de cualquier interés menos de los derechos humanos en realidad,
pretenden ahora destruir en nombre de
la humanidad. Esto sí es algo digno
de causar preocupación y, de hecho, me preocupa mucho.
Lamento si alguien se ofende con estas
declaraciones. No quiero afrentar a nadie, mucho menos a los familiares de las
víctimas de tan horrorosos crímenes que fueron ejecutados hace varias décadas
atrás; pero estoy convencido, y no por capricho sino por los motivos
explicados, que no responden sino a la razón y no a motivaciones dinerarias ni
político-partidarias, que si no dijera yo nada al respecto, impelido por ese
cobarde criterio que considera que lo dicho es cierto pero que no se puede decir
porque no es políticamente correcto,
me convertiría en cómplice del error
y, con ello, en colaborador del detrimento del Estado de Derecho, en
favorecedor –por omisión– de la desnaturalización
de la propia doctrina de los derechos humanos que todos debemos defender, pero
no como lo vienen haciendo esos celosos
guardianes de los derechos humanos. Esta cancerígena y autofagocitable
forma de defender los derechos
humanos, tarde o temprano, terminará disparándose a los pies si nadie la
desnuda antes ante los ojos de tutti quanti.
Aquí hemos desnudado, pues, lo que en este
caso concreto hemos encontrado: lo real es que se
cometió el delito de asesinato –no
cabe duda alguna–; pero también es cierto que, sin embargo, este delito no alcanza
a configurar –como ha quedado demostrado– un crimen de lesa humanidad; también es
cierto que, según los cánones establecidos en el artículo 152° del Código Penal
de 1924 –vigente en el momento en que acontecieron los hechos que hoy siguen
siendo ilegítimamente juzgados–, tal conducta delictiva debía prescribir 20
años después de haber sido cometido el delito en cuestión; y no menos cierto es
que si los años pasaron sin que el hecho fuera castigado conforme a los
patrones propios de un debido proceso, no se puede pretender ahora, por causas
ajenas al Derecho y al Estado de Derecho, buscar a toda costa ya no justicia
sino venganza para defender los
derechos humanos de aquellos a los que les fueron arrebatadas sus vidas de
manera tan salvaje e irracional. Este proceder ni es justo ni es racional.
De igual manera, es un hecho incuestionable que las dos décadas establecidas
por el artículo 152° del Código Penal de 1924 para determinar el plazo de
prescripción se cumplieron el 14 de agosto de 2005, después de cuya fecha los respetables magistrados del Poder Judicial debieron
decretar la prescripción de la acción penal y disponer el
archivamiento del expediente respectivo. ¿Por qué no lo hicieron? No creo que
por falta de inteligencia entre los jueces que componen este Poder del Estado.
Allí hay gente lúcida, pensante, indudablemente. Entonces, ¿qué motivos reales
hubo tras semejante decisión? La respuesta a esta pregunta abre puertas y
ventanas para explicaciones que van más allá del campo del Derecho y verifican
una triste realidad a la que me niego rendir pleitesía: Jus est servus politicus, el Derecho es siervo de la política.
Como dije antes, soy amigo de las teorías y doctrinas de los derechos
humanos, pero, sin duda alguna, soy más amigo de la razón. Sin ella, la raza humana no habría logrado sobreponerse por
encima de meros instintos animales y no hubiera podido, hasta atrevidamente,
colocarse arriba de la misma naturaleza. Pero con este reconocimiento, es
preciso también advertir que las teorías y doctrinas que defienden,
legítimamente por supuesto, la vigencia y validez de los derechos humanos, no
serían sino ilegítimas y perversas formas de fuerza abusiva y arbitraria que,
si no se las reflexiona en función de las razones expuestas a lo largo de todo
este trabajo, y otras tantas más, devendrían, aún en nombre de la humanidad,
también contra ella. Ninguna razón política o social podrá desmentir
esta verdad evidente ante los ojos de la realidad.
Por lo mismo, si me preguntan si soy partidario de la impunidad en casos
como estos, debo responder señalando, taxativa y tajantemente, que por supuesto
que no lo soy. Creo, como lo dije al inicio de este trabajo, que todo delito
debe ser sancionado con la pena que merezca al caso concreto. Pero también creo
que por sobre encima de la racional aplicación de las penas, todo proceso judicial
debe encausarse en un marco de respeto por los principios que inspiran la
existencia del Estado de Derecho.
El trabajo que acaba usted de leer, y que racionalmente se proyecta
inductivamente a todo caso similar al que acabamos de analizar, se presenta en
ese sentido: busca combatir toda forma de expresión anti-Ilustración y de
misología activa en el campo de los derechos humanos, por el bien de la
humanidad, del Derecho y del Estado de Derecho. No queremos izquierdos humanos, ¡reclamamos derechos humanos!
VI.
Bibliografía
Keyserling,
H., “Diario de Viaje de un Filósofo”,
Madrid, Espasa-Calpe, S.A., 1928, I.
Ortega y Gasset, J., “Obras
completas”, tomo II, Revista de Occidente, sétima edición, 1966, Madrid,
página 139.
Lima, otoño de 2015.
Escrito entre enero de 2014 y mayo de 2015,
para su publicación en “Problemas Actuales de Derecho Penal”, Ideas Solución Editorial, Lima, 1ra. edición, julio de
2015.
Artículo
sustituido por la Ley nº 28389, publicada el 17 de noviembre de 2004. Antes de
la reforma, este artículo tuvo el siguiente texto:
“Artículo 103°.-
Pueden expedirse leyes especiales porque así lo exige la naturaleza de las
cosas, pero no por razón de la diferencia de personas.
Ninguna ley tiene fuerza ni
efecto retroactivos, salvo en materia penal, cuando favorece al reo.
La ley se deroga sólo por
otra ley. También queda sin efecto por sentencia que declara su
inconstitucionalidad.
La Constitución no ampara el
abuso del Derecho.”