Se cuenta que Platón, antes de conocer a su maestro Sócrates, estaba decidido a ser escritor de tragedias griegas. Pero al
encontrarse con su institutor (quien, a propósito, consideraba que la escritura
no era el mejor canal para transmitir el conocimiento como sí lo era, a su
entender, el coloquio), decidió dedicarle la vida a la filosofía.
A diferencia de Sócrates, Platón dejaba por sentado que la mejor forma de transmisión de la sabiduría
era a través de los instrumentos escritos. Así que, para no disgustarse con su
maestro, decidió articular ambas técnicas para la transmisión epistemológica de
sus ideas: escribir entretenidos diálogos (al modo de las tragedias de la
época) con mucha información filosófica (el modo de los métodos socráticos). Es
por ello, a diferencia de sus otros congéneres filosofantes, que Platón muestra una gama de obras dotadas de una altísima calidad estética en
forma de floridas pláticas populares: amigos, vecinos, familiares, se reúnen
para entablar escuetas conversaciones sobre el conocimiento, el bien, el mal,
la virtud, el amor, la belleza, la fealdad, el conocimiento en fin. Para rendirle homenaje a su maestro, el venerado Sócrates,
en la mayoría de estos diálogos aparece éste, anciano ya, enunciando y
defendiendo las ideas del propio Platón.
Pues bien, esta fórmula usada
para popularizar la filosofía, sería adoptada en el futuro por muchos otros
pensadores: Cristo, con sus hermosas parábolas; Nietzsche con su ingenioso diálogo de Zaratrustra; la Bhagavad Gita del
cismatismo hindú; y hasta la inconclusa novela de José María Arguedas sobre el zorro de arriba y el zorro de abajo.
Es importante hacer este
preámbulo para enmarcar en esta genealogía filosófica el libro que, en
definitiva, nos mueve a escribir este pálido comentario: Sofía y Teodoro: diálogo en torno a la prueba lógica y ontológica de la
existencia de Dios de Luis Alberto Pacheco.
Es la segunda vez que me
solicitan escribir el prólogo para este clarividente libro de filosofía. Para
ello, tuve que leer por tercera vez su contenido, y por tercera vez
sorprenderme, solazarme, engolosinarme con la brillantez (brillantez en doble
sentido: elocuencia y pulimento) de las ideas y del conocimiento en él
ofrecidos.
¿Qué más decir de este libro que
no lo haya dicho ya en el proemio de la primera edición y en los artículos que,
más tarde, escribí con el entusiasmo que sus páginas me suscitaron?
Decíamos en
ese prólogo que “la obra de Luis Pacheco
Mandujano es un libro curioso. Un rara avis en nuestro medio editorial e
intelectual, porque se trata, pese a su brevedad, de un libro teorizante de
profundas doctrinas y filosofía pura. Rara avis, además, porque está
pulcramente escrito. Me atrevería a decir, el libro de filosofía más original y
concienzudo de las letras regionales y aún nacionales”. Ahora, con la
serenidad que otorga los años, puedo agregar que se trata de un estupendo libro
de exploraciones filosóficas, que ya ha calado en el país y, con justa razón,
ha quebrado las fronteras para esparcirse por el mundo, por los dos mundos: el
cibernético, más barato y accesible hoy en día, y el real, el del papel con
olor a tinta. Un libro que, antes, yo catalogaba como “regional” y “nacional”,
cuando no hay nada más errado, pues en verdad se trata de un libro que no tiene
tinte de extracción: es un libro universal, que trata de temas fundamentalmente
humanos, trascendentales, ecuménicos, por lo que puede catalogarse como un
libro de profundas convicciones humanas.
No encuentro otras palaras que
las ya vertidas en el exordio anterior para resumir el motivo del texto, de
modo que, a riesgo de cansarlos, lo repetiremos: “El vehículo que nos conduce sosegadamente a estas sesudas excavaciones
en el pensamiento humano es casi un anecdotario: Sofía y Teodoro se encuentran
una tarde fría y de cielo nublado, opaco y triste para conversar. Hace algún
tiempo que no se ven y Teodoro tiene una pregunta que hacerle: ¿Es verdad que
Sofía tuvo una polémica con un magistrado ideológicamente invencible sobre la forma
cómo debe probarse la existencia de Dios? Más aún: ¿Es verdad que salió airosa
y demostró que la lógica es más poderosa que la doctrina tomista? Ella le
responde que todo es cierto. Teodoro le pide que le cuente cómo se suscitaron
las cosas y entonces ella echa mano de su inteligente locuacidad y le relata lo
acontecido. A lo largo de 34 hermosas páginas, y en dos jornadas, Sofía expone
su teoría filosófica de cómo probar la existencia de Dios desde nuevas ópticas
más lógicas y contemporáneas. De ese modo va desechando teorías antiguas,
corrientes provectas, escuelas caducas, y la muestra de conocimiento que tiene
bajo la manga se hace verdaderamente deslumbrante. Ante las ávidas preguntas de
Teodoro, esta –queremos imaginarnos– hermosa filósofa desecha una a una las
teorías tomistas y, haciendo gala de todos los niveles de la argumentación,
consigue no sólo subyugar a su interlocutor (y a nosotros con él), sino que
además logra su cometido gnoseológico: convencer sino persuadir sobre tan
espinoso tema”.
En el fondo, el libro de Pacheco
Mandujano, socrático y platónico en
esencia, es un manual de filosofía para jóvenes, a quienes se pretende dotar de
conocimiento activo, es decir, conocimiento que ellos propios deberán construir
a partir de las ideas aquí esgrimidas. Y es que el deber del filósofo es
provocar el conocimiento en lugar de implantarlo. Ya lo decía el gran Francisco
Umbral: “es importante que a un filósofo no se le
note el esfuerzo, que su elocuencia parezca brotar como la cosa más natural del
mundo”. Eso, exactamente eso, ocurre con Luis Alberto Pacheco en este libro.
Teodoro y Sofía, a lo largo de su fascinante diálogo, van impugnando, rebatiendo,
contradiciendo las teorías del tomismo (es decir del pensamiento iniciático de Tomás
de Aquino respecto de Dios, pero también respecto del hombre y de su mundo circundante), algunas
presunciones aristotélicas e incluso otras neoplatónicas, pues, a decir de la
clarividente Sofía, muchas de estas ideas han quedado caducas o, simplemente, son falaces
y embaucadoras.
Insistimos en que este libro que
va abriendo nuevos rumbos en la filosofía contemporánea, brilla por varias
razones: por su estructura, por su hermoso pretexto de morigerar el material
del conocimiento, por su límpida prosa, pero, sobre todo, por el sesudo
material filosófico que involucra. Insistimos en saludar, además, el buen tino
de Pacheco Mandujano de rescatar la
figura de la mujer como elemento conductor del conocimiento.
Ahora, como también lo dijimos
en su momento, Sofía, nuestra Sofía de las ideas perspicaces y revolucionarias, pervive al lado de Aspasia
de Mileto, Hipatia
de Alejandría, de Flora Tristán, de Simone de Beauvoir y de María Zambrano.
Sandro Bossio
Suárez
Lima, otoño
de 2014