(Corrección a M. A. Villalobos)(*)
Luis Alberto Pacheco Mandujano(**)
En su “Cómo se hace una tesis” (Italia, 1983),
Umberto Eco recomendaba que para abordar un tema de investigación cualesquiera
sobre un autor de lengua distinta a la nuestra, debemos antes conocer también
la suya para “redescubrir su pensamiento
original, sobre todo allí donde ha sido falseado por las traducciones de diversos
tipos”. Quizá uno de los ejemplos más significativos que ponen de relieve y
en permanente actualidad la recomendación de Eco sea el celebérrimo “cogito, ergo sum” de Descartes.
Durante el
primer tercio del siglo XVII, en Francia, el soldado sui generis –por su especial dedicación a la matemática,
especialmente a la geometría, y a la filosofía, y no a la razón de ser de la
milicia: el ser bruto–, René Descartes, cuestionaba duramente la validez
científica de la filosofía. ¿Qué hacer para convertirla
en ciencia? Sólo cabía una respuesta: dotarla de un método científico. Escribió
entonces su pequeño pero profundo “Discurso
del Método” (Francia, 1637). En él propuso el Padre del Racionalismo Moderno un método que constaba de cuatro
etapas para alcanzar el conocimiento
verdadero, de los cuales el primero causó siempre mayor y especial
atención: el de la llamada duda metódica,
según la cual, el investigador debe, previamente al conocimiento en sí, dudar de todo. Así, para conocer, v.gr., una mesa, no sirven, por
engañosos, los sentidos; debe por eso antes dudarse de ella: dudar que es
sólida y extensa, que es marrón, inclusive que existe; podemos hasta dudar de
nuestra propia existencia. Pero en este proceso cognoscente no cabe dudar de modo absoluto pues
surge algo de lo cual no se puede dudar: de que se está dudando. De eso podemos
estar seguros. De aquí se sigue que podemos también estar seguros, en segundo
lugar, que la duda se revela en sí como una forma del pensamiento, develándose
entonces, en tercer lugar, que sólo piensa aquello que existe. Siendo esto así,
no cabe más que deducir que si pienso,
entonces existo, o, como se ha dicho en latín, cogito, ergo sum, es decir, pienso,
luego existo.
Ahora, frente a
esta inferencia, la partícula “luego”
no debe ser entendida desde su acepción popular, como un “después”, o, “más tarde”
(L. Althusser era severo al llamar la atención por el uso de los términos en su
significado estricto en filosofía). Ese término debe entenderse más bien desde
su definición lógica, cuando significa “entonces”,
“por tanto”, “en consecuencia”, etc. Entendida así la palabra, la proposición
cartesiana, después de todo lo antes explicado, resulta más clara para
comprender cabalmente a Descartes: puedo dudar de todo, menos de que estoy
dudando; si estoy dudando, eso significa que estoy pensando, y como sólo piensa
aquello que existe, esto me indica que si
pienso, entonces existo. A partir de esta conclusión, ya tenemos algo
seguro y no dudoso de lo cual podemos avanzar hasta conocer verdaderamente...
por lo pronto la mesa que proponíamos como ejemplo, amén de otros tantos
objetos cognoscibles, sean éstos reales o irreales, concretos o trascendentes.
De aquí para adelante en la historia comienza a recorrerse un largo trecho para
hacer de la filosofía una auténtica ciencia o, mejor, una concepción científica del universo. He aquí los prolegómenos de
esta historia.
No obstante, lo
que pocos saben es que Descartes jamás dijo ni escribió “pienso, luego existo”. En realidad él redactó su “Discours de la Mèthode” en su idioma
nacional, es decir, en francés, y no en latín como solía hacerse en el
medioevo. Y fue en francés que Descartes escribió realmente “je suis una chose qui pense”, que,
traducido al castellano, significa literalmente “soy una cosa que piensa”, o, mejor, de acuerdo a las reglas
gramaticales de la traducción, “existo
pensando”. Lamentablemente, ésta no fue la traducción que debió hacerse.
Del francés se
trasladó el libro al latín, y el traductor de entonces no encontró mejor forma
de traducir el texto en cuestión –tan mal, dicho sea de paso–, pensando que así
resumía fielmente el pensamiento cartesiano, que escribiendo “cogito, ergo sum”. Recién a partir del
latín se tradujo la proposición a otros idiomas, entre ellos, el español, surgiendo
el famoso pero inexistente “pienso, luego
existo”, que tanta confusión ha traído, particularmente en nuestro país, a
nuestros estudiosos profesores y estudiantes, tan poco inclinados por la
real investigación. Creo por eso con justeza, que ahora se entiende por qué
debemos atender mejor la recomendación de Eco: una mala traducción trae como
consecuencia una mala comprensión de las ideas.
Tal vez ésta
sea la razón por la cual mi inquieto y bienquisto amigo y colega M. A.
Villalobos no ha podido captar en toda su profundidad la enorme dimensión del
significado real de la conclusión de la duda
metódica del racionalismo cartesiano. Probablemente él no haya tenido a la
vista el texto original francés de Descartes y por eso su confusión. Es que la
filosofía, como se ve, no es “aquella
parte del conocimiento humano que nos permite conocer por intermedio de su muy
particular modo de tratar los asuntos, cualquier tema relacionado al hombre o
al mundo”. No es cierto tampoco que para filosofar “sólo tenemos que pensar o razonar libremente”. De Descartes a
nuestros tiempos, la filosofía evolucionó llegando a alcanzar el grado de
cientificidad que él buscaba. Muchos discreparán aquí conmigo, pero de eso se
trata al fin y al cabo. Lo cierto es que la filosofía, en su modo especulativo,
acabó, propiamente, con Hegel. Lo correcto hoy es considerarla como una
concepción científica del universo, in
toto. Sólo así puede decirse entonces que ella es la ciencia que estudia las leyes más generales de la transformación del
ser (universo y sociedad, en una
palabra, materia) y del pensamiento
(consciencia, ideas). El resto es especulación propia de la cursilería pseudo filosófica
–S. Zevallos utiliza una expresión más fuerte, pero muy gráfica, para referirse
al caso–. Los razonamientos filosóficos, por eso mismo, no pueden ser tan libres, como cree Villalobos, sino que
deben sujetarse a las estrictas reglas del método científico-filosófico
(dialéctica), porque no buscan la verdad
de un individuo en particular, sino la
verdad que, aún cuando evoluciona, es única y universal. Nada tenemos que
hablar ni hacer, por tanto, desde este ángulo de reflexión, con temas tales
como la “buena elección y el amor por la
profesión” pues éstos se ubican absolutamente en las antípodas de la
cogitación filosófica, o al menos de la clase de la cual hablamos. Es que “pienso, luego existo” no significa “pienso, después existo”. El primero de
estos argumentos lleva a la filosofía por la senda de lo racional; el último,
en cambio, la lleva por la senda de la vulgaridad, tan apartada, entre otras
cosas, del Derecho.
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