domingo, 14 de octubre de 2012

«PIENSO, LUEGO EXISTO» NO SIGNIFICA «PIENSO, DESPUÉS EXISTO»: DESCARTES Y LOS PROLEGÓMENOS DE LA FILOSOFÍA COMO CIENCIA

(Corrección a M. A. Villalobos)(*)

Luis Alberto Pacheco Mandujano(**)

 
En su “Cómo se hace una tesis” (Italia, 1983), Umberto Eco recomendaba que para abordar un tema de investigación cualesquiera sobre un autor de lengua distinta a la nuestra, debemos antes conocer también la suya para “redescubrir su pensamiento original, sobre todo allí donde ha sido falseado por las traducciones de diversos tipos”. Quizá uno de los ejemplos más significativos que ponen de relieve y en permanente actualidad la recomendación de Eco sea el celebérrimo “cogito, ergo sum” de Descartes.
 
Durante el primer tercio del siglo XVII, en Francia, el soldado sui generis –por su especial dedicación a la matemática, especialmente a la geometría, y a la filosofía, y no a la razón de ser de la milicia: el ser bruto–, René Descartes, cuestionaba duramente la validez científica de la filosofía. ¿Qué hacer para convertirla en ciencia? Sólo cabía una respuesta: dotarla de un método científico. Escribió entonces su pequeño pero profundo “Discurso del Método” (Francia, 1637). En él propuso el Padre del Racionalismo Moderno un método que constaba de cuatro etapas para alcanzar el conocimiento verdadero, de los cuales el primero causó siempre mayor y especial atención: el de la llamada duda metódica, según la cual, el investigador debe, previamente al conocimiento en sí, dudar de todo. Así, para conocer, v.gr., una mesa, no sirven, por engañosos, los sentidos; debe por eso antes dudarse de ella: dudar que es sólida y extensa, que es marrón, inclusive que existe; podemos hasta dudar de nuestra propia existencia. Pero en este proceso cognoscente no cabe dudar de modo absoluto pues surge algo de lo cual no se puede dudar: de que se está dudando. De eso podemos estar seguros. De aquí se sigue que podemos también estar seguros, en segundo lugar, que la duda se revela en sí como una forma del pensamiento, develándose entonces, en tercer lugar, que sólo piensa aquello que existe. Siendo esto así, no cabe más que deducir que si pienso, entonces existo, o, como se ha dicho en latín, cogito, ergo sum, es decir, pienso, luego existo.
 
Ahora, frente a esta inferencia, la partícula “luego” no debe ser entendida desde su acepción popular, como un “después”, o, “más tarde” (L. Althusser era severo al llamar la atención por el uso de los términos en su significado estricto en filosofía). Ese término debe entenderse más bien desde su definición lógica, cuando significa “entonces”, “por tanto”, “en consecuencia”, etc. Entendida así la palabra, la proposición cartesiana, después de todo lo antes explicado, resulta más clara para comprender cabalmente a Descartes: puedo dudar de todo, menos de que estoy dudando; si estoy dudando, eso significa que estoy pensando, y como sólo piensa aquello que existe, esto me indica que si pienso, entonces existo. A partir de esta conclusión, ya tenemos algo seguro y no dudoso de lo cual podemos avanzar hasta conocer verdaderamente... por lo pronto la mesa que proponíamos como ejemplo, amén de otros tantos objetos cognoscibles, sean éstos reales o irreales, concretos o trascendentes. De aquí para adelante en la historia comienza a recorrerse un largo trecho para hacer de la filosofía una auténtica ciencia o, mejor, una concepción científica del universo. He aquí los prolegómenos de esta historia.
 
No obstante, lo que pocos saben es que Descartes jamás dijo ni escribió “pienso, luego existo”. En realidad él redactó su “Discours de la Mèthode” en su idioma nacional, es decir, en francés, y no en latín como solía hacerse en el medioevo. Y fue en francés que Descartes escribió realmente “je suis una chose qui pense”, que, traducido al castellano, significa literalmente “soy una cosa que piensa”, o, mejor, de acuerdo a las reglas gramaticales de la traducción, “existo pensando”. Lamentablemente, ésta no fue la traducción que debió hacerse.
 
Del francés se trasladó el libro al latín, y el traductor de entonces no encontró mejor forma de traducir el texto en cuestión –tan mal, dicho sea de paso–, pensando que así resumía fielmente el pensamiento cartesiano, que escribiendo “cogito, ergo sum”. Recién a partir del latín se tradujo la proposición a otros idiomas, entre ellos, el español, surgiendo el famoso pero inexistente “pienso, luego existo”, que tanta confusión ha traído, particularmente en nuestro país, a nuestros estudiosos profesores y estudiantes, tan poco inclinados por la real investigación. Creo por eso con justeza, que ahora se entiende por qué debemos atender mejor la recomendación de Eco: una mala traducción trae como consecuencia una mala comprensión de las ideas.
 
Tal vez ésta sea la razón por la cual mi inquieto y bienquisto amigo y colega M. A. Villalobos no ha podido captar en toda su profundidad la enorme dimensión del significado real de la conclusión de la duda metódica del racionalismo cartesiano. Probablemente él no haya tenido a la vista el texto original francés de Descartes y por eso su confusión. Es que la filosofía, como se ve, no es “aquella parte del conocimiento humano que nos permite conocer por intermedio de su muy particular modo de tratar los asuntos, cualquier tema relacionado al hombre o al mundo”. No es cierto tampoco que para filosofar “sólo tenemos que pensar o razonar libremente”. De Descartes a nuestros tiempos, la filosofía evolucionó llegando a alcanzar el grado de cientificidad que él buscaba. Muchos discreparán aquí conmigo, pero de eso se trata al fin y al cabo. Lo cierto es que la filosofía, en su modo especulativo, acabó, propiamente, con Hegel. Lo correcto hoy es considerarla como una concepción científica del universo, in toto. Sólo así puede decirse entonces que ella es la ciencia que estudia las leyes más generales de la transformación del ser  (universo y sociedad, en una palabra, materia) y del pensamiento (consciencia, ideas). El resto es especulación propia de la cursilería pseudo filosófica –S. Zevallos utiliza una expresión más fuerte, pero muy gráfica, para referirse al caso–. Los razonamientos filosóficos, por eso mismo, no pueden ser tan libres, como cree Villalobos, sino que deben sujetarse a las estrictas reglas del método científico-filosófico (dialéctica), porque no buscan la verdad de un individuo en particular, sino la verdad que, aún cuando evoluciona, es única y universal. Nada tenemos que hablar ni hacer, por tanto, desde este ángulo de reflexión, con temas tales como la “buena elección y el amor por la profesión” pues éstos se ubican absolutamente en las antípodas de la cogitación filosófica, o al menos de la clase de la cual hablamos. Es que “pienso, luego existo” no significa “pienso, después existo”. El primero de estos argumentos lleva a la filosofía por la senda de lo racional; el último, en cambio, la lleva por la senda de la vulgaridad, tan apartada, entre otras cosas, del Derecho.

(*)  Texto publicado en el diario Correo, en febrero de 2004.

(**)  Profesor de Filosofía y Lógica del Seminario Mayor “San Pío X”. Alumno de la Maestría de Derecho con mención en Derecho Penal de la U.N.C.P. (Texto publicado en el diario Correo, en febrero de 2004).

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