Panegírico de gratitud al fiscal del Perú
Al promediar las 9
de la noche del día de ayer, 5 de febrero de 2024, don José Antonio Peláez
Bardales, ex Fiscal de la Nación, fue llamado a la presencia del Señor. Partió
él a la mansión del Todopoderoso para encontrarse con sus hermanos Mariano y
Eduaro, y con quienes ya se nos adelantaron en este viaje final para unirse,
junto a ellos, a nuestra madre la Virgen María y presentarse delante del Señor,
nuestro Dios.
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“Tuco”,
le llamaban con cariño sus familiares y amigos íntimos. Y más formalmente, con
respeto institucional, sus colaboradores más cercanos y el personal fiscal y
administrativo del Ministerio Público se dirigían a él diciéndole “Doctor José
Antonio”. En buena cuenta, más allá de los nombres y ceremoniales, se trataba,
sencilla y llanamente, de una persona caracterizada por un profundo sentido
humanista que le permitía ver y entender la vida en sentido holístico, horizontal,
y premunido de un inagotable sentimiento de amor por su familia, por la
institución que él mismo ayudó a crear y definir, por su trabajo, sus
(verdaderos) amigos y por su tierra, Chachapoyas, a la que siempre llevó
presente en su mente y en su corazón.
Como todos los
grandes hombres de quienes siempre habrá mucho que decir, el doctor Peláez no
ha estado ni estará exento de consideraciones dicharacheras de toda estirpe. Es
que, en buena cuenta, se trató de un hombre que formó parte de la historia.
A no dudarlo, lo que
probablemente será más recordado en estos días acerca de su legado y
trayectoria profesional, será su trabajo como fiscal supremo en el megajuicio
seguido contra Alberto Fujimori, a quien le imputó ser autor mediato de los
delitos de asesinato, secuestro agravado y lesiones graves en los casos de “La
Cantuta” y “Barrios Altos”, barco ajeno en el que se montaron, además, un amoral
operador político que, de larga data usurpatoria, sin ser periodista funge de
tal, y un empresario cuyo nombre mismo efluvia indignidad y oportunismo.
Menester es recordar
que, en ese contexto, al coche del triunfo, se había subido, también y ramplón,
un inefable sujetillo que, pequeño de talla ética y padeciendo del síndrome de
Asnát, gustó más tarde ser usado cual vedette gamberra por cuanto candidato político
le supiera embaucar con canto de sirena –siempre que supiese entonar la melodía
que agradaba a su voluptuoso, aunque cínico, ego–, para exhibir logros no
ganados con mérito propio.
Empero, no queremos
hacer aquí un recuento de los vaivenes del caso aquél que la historia ya juzgó
y juzgó reconociendo a nuestro Fiscal como el artífice de semejante gran logro
para la democracia. Los pormenores del caso han sido registrados en un
sinnúmero de artículos y ensayos jurídicos escritos y publicados por
jurisconsultos nacionales y extranjeros, dentro y fuera del Perú, para
reconocer mediante el estudio historiográfico el valor gnoseológico del trabajo
que pudo cumplir un jurista de fuste que ejerció igualmente, a la vez con
solvencia científica y garbo, como magistrado judicial. De primera mano, la
historia fue también contada, sin triunfalismos vanos y, más bien, con enorme
sobriedad y excesiva humildad, por el propio ex Fiscal en su libro titulado El Juicio del Siglo: El caso Fujimori.
Igualdad ante la ley (Grijley, 2017).
Empero, más allá de
semejante gran logro que de por sí ya bastaba para ubicar a Peláez Bardales en
el Olimpo de la jurisprudencia nacional, pasa ello a ocupar un segundo lugar
cuando se devela una obra que, por su trascendencia impersonal y más bien
institucional, deviene aún mucho más eminente y magnánima: la consolidación de
la institucionalidad de la entidad garante del principio de legalidad, piedra angular sobre la que se erige el
Estado de Derecho.
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La
historia de su vida no se puede comprender sin conocer, al mismo tiempo, la
historia del Ministerio Público, institución en la que don José Antonio se
inició como magistrado, en agosto de 1981, a pocos meses después de haber sido
creada esa entidad gracias a la dación del decreto legislativo 052. Su
existencia misma fue la demostración viviente de una entera consagración a la
consolidación, desde su nacimiento, de la institución. Allí, en el Ministerio
Público, permaneció hasta el 21 de agosto de 2016, cuando cumplió 70 años de
edad. Hubo una solución de continuidad durante su trayectoria. Como no podía
ser de otra manera, ésta se debió a la criminal y corrupta dictadura
fujimontesinista que sufrió el país después del 5 de abril de 1992 hasta la
fuga del autócrata, a mediados de noviembre de 2000. Durante ese período de
tiempo, “Tuco” fue destacado docente universitario y se desenvolvió con notable
solvencia en el ejercicio libre de la noble profesión de la abogacía, haciendo
gala real del lema de don Francisco García-Calderón Landa:
“Orabunt causas melius”.
Como don José
Antonio había ingresado a la vida de la magistratura bajo el imperio de la Ley
N° 26623, tuvo la posibilidad de exigir su permanencia en el puesto público
hasta los 75 años. De hecho, alguien le sugirió que accionase judicialmente
para lograr dicho fin que, por ley, le correspondía. Sin embargo, la grandeza
del doctor Peláez estaba por encima de cualquier lugar común propio de la
conducta consuetudinariamente instalada, ¡oh tragedia!, en el alma nacional. No
era afán de nuestro homenajeado seguir manteniéndose, a cualquier costo, en el
cargo, y aferrarse a él. Es que no pertenecía a José Antonio Peláez la pequeñez
de esos funcionarios liliputienses que, birlando el espíritu de la ley con mañosas
“interpretaciones” pseudo-legales, se entornillan porfiadamente y con descaro
al puesto público para servir a intereses abyectos y seguir beneficiándose,
ilegítima e indignamente, de las granjerías del sueldo, seguros privados,
bonificaciones y otros conceptos que engordan cuentas y perfiles a costa del
pago de impuestos. Semejante bajura era impropia de don José Antonio. Era él un
hombre acrofílico y bentónico; un ser hiperbóreo. Sus discursos ceremoniales,
ora en momentos oficiales ora en momentos sencillos, traslucían siempre su
grandeza. Así, verbigracia, en el
discurso que pronunciara el 12 de mayo de 2014, por última vez como Fiscal de
la Nación, ante el Presidente de la República, el Presidente del Parlamento
Nacional y otras altas autoridades nacionales, con cálida sencillez que
reflejaba al mismo tiempo enormidad moral, dibujó nuestro homenajeado, ante sus
oyentes, la imagen de una Fiscalía ideal. Dijo entonces: “Al concluir mi gestión, sobre la base de tan rica historia [la del
Ministerio Público] y en función de esta
poderosa sinergia, me permito afirmar, con mayor razón y madurez en la labor
encomendada, y con la fuerza del alma y la seguridad que mi impoluta conciencia
me otorga, que siempre he avizorado como horizonte de nuestro trabajo un
accionar que tenga en cuenta la íntima e intrínseca relación existente entre la
legalidad, la ética y el equilibrio de la función fiscal. Todo ello, en acatamiento
del mandato constitucional y de la ley, sin interferencias internas ni
externas, en procura de la consolidación más plena de la autonomía que el
Ministerio Público merece”.
Lamentablemente, su
sucesor, como los posteriores segundones que tras éste vinieron, no pudo
–porque no tenía la formación ni el alma para ello– tomar la posta y superar la
valla. Los pigmeos no pueden pretender hacer jamás lo que legó en hechos un
Goliat. Y la institución comenzó a decaer hasta llegar a los extremos abisales
que hoy devora lo que alguna vez fue tan magnífico ente autónomo de la
democracia peruana. Una olla de bazofia hirviente en descomposición ha quedado
gracias a la bajura de sus recientes capitostes.
Don José Antonio
hubo de ser testigo de esta caída libre que comenzó a fraguar tras su mandato,
sin ser causa de la desgracia, hay que decirlo. Se quedó en el Ministerio
Público hasta llegar al límite de edad. No pensó nada más que cumplir la ley. Un
día antes de cumplir los 70, agradeciendo a quienes sirvieron con él a la
Nación, partió a la jubilación. ¡Y vaya que le había servido enormemente al
país!
Los miserables que
no faltan querrán manchar la biografía de Peláez recordando la investigación
que se le siguió en el desaparecido Consejo Nacional de la Magistratura por la
remoción de fiscales provisionales en el contexto de las investigaciones que se
seguían en el distrito fiscal del Santa, contra el criminal gobernador regional
César Álvarez. Sin embargo, lo que aquéllos no dirán es que don José Antonio
salió de esta investigación demostrando que no hubo irregularidad alguna en su
decisión, pues tratábase de decisiones recaídas sobre funcionarios
provisionales, hecho que, además, nada tenía que ver con el normal desarrollo
de la investigación de marras, porque el Ministerio Público es un ente
corporativo donde los cultos a las personalidades y personificaciones de sus
funciones no tienen cabida si de verdad hablamos de la existencia de un Estado
de Derecho.
Y ya viviendo el
descanso merecido, continuó siendo la misma persona que jamás dejó de ser:
esposo tierno, padre amoroso, hermano fiel, peruano fecundo.
A la sazón, don José
Antonio fue un extraordinario artista. Sus pinturas, todas ellas y sin
excepción, fueron exhibidas en varias ocasiones en eventos públicos en diversos
escenarios culturales del país y del extranjero. No sólo su fama de jurista,
sino también de pintor de estilo neoclásico, trascendió las fronteras. En
varios países de Sudamérica, como en la Madre Patria, la bien ganada reputación
de hombre de honor, de espíritu prístino y grande, al alimón demostradamente
probo y digno, que definía al doctor José Peláez, hombre de Estado, hombre del
Ministerio Público, resonó siempre y con voz de trueno en los ámbitos forenses
y de las artes. Esta fama no era gratuita. Era un maestro de vida.
En efecto, era un
maestro. Don José Antonio Peláez no dejó nunca de aprovechar la oportunidad
para enseñar a los jóvenes colegas del “eme-pe”, a ser algo mucho más grande
que simples burócratas, a ser auténticos servidores de la sociedad peruana.
Esto se notaba
siempre en él, como cuando, por ejemplo, en un discurso pronunciado en la
ciudad del Cusco, el 13 de diciembre de 2013, con ocasión de clausurar el Tercer
Congreso Nacional de Fiscales –congresos que, dicho sea de paso, nunca más se
volvieron a realizar en la institución, para desgracia de ella–, dijo el doctor
Peláez con glosa magistral lo siguiente:
“Me resulta plenamente
gratificante verificar que, a estas alturas del desarrollo del Congreso, todos
ustedes han demostrado hallarse a la altura de las circunstancias, con su
comportamiento profesional y su más plena disposición al trabajo que los ha
convocado a esta Asamblea. Quiero felicitarlos por ello.
También, quiero agradecer y
felicitar a la Presidencia del Distrito Fiscal del Cusco, representada por el
doctor Carlos Pérez Sánchez, su Presidente de Junta de Fiscales Superiores, y a
todo el personal a su cargo que, sin escatimar nada, ha efectuado todo el
despliegue necesario para asegurar el éxito del Congreso… Todo el derroche de
energía y profesionalismo que los define, no ha sido en absoluto, para nada,
vano. Todo lo contrario, la realización de este Congreso ha sido exitosa en
todos sus detalles y esto es algo que merece ser saludado y felicitado.
Cuando el día de ayer dimos
inicio a este Tercer Congreso Nacional de Fiscales, dijimos que esperábamos,
con la gran fe que siempre depositamos en ustedes, Fiscales del Perú, que
hicieran todo lo necesario para que este Cónclave quedase inscrito en los
anales de la historia del Ministerio Público, por constituir un punto de
quiebre a partir del cual debiera surgir un espíritu y una actitud generalizada
entre todos nosotros, capaz de transformar la decepción y desconfianza que
muchas veces se siente por el sistema de justicia peruano, en fe y certidumbre
de nuestros compatriotas hacia quienes trabajamos como operadores de justicia
desde el ámbito de la función fiscal.
Pero, entendámoslo bien, esta
labor de cambio no sería posible si sólo pretendiésemos avanzar con buenos
deseos. Seamos sinceros en esto y no pequemos de ingenuos. La esperanza de la
que hablamos será cristalizada, únicamente, por los resultados y conclusiones
que aquí se han logrado obtener, los mismos que servirán para gestar la implementación
de Directivas internas, e incluso para proponer al Congreso de la República la
formulación de proyectos de ley positivamente modificatorios de las normas
legales que nos sirven de herramientas jurídicas de trabajo cotidiano, todo
ello con el único objetivo final de servir fielmente a nuestros conciudadanos.
Mas ustedes, como hombres de
Derecho, saben perfectamente que los problemas sociales no se resuelven
solamente con buenas normas jurídicas. La sociedad, que en su formación y
desarrollo está atravesada de cientos de vectores que lo influencian y definen
como cuerpo que avanza en el tiempo y en el espacio, por su carácter dinámico y
jamás estático, necesita también de mejoras substanciales en diversos campos.
En lo que a nosotros respecta, nuestro más profundo aporte en este proceso de
continua construcción social, tiene que pasar, en primer término, por un
profundo cambio de actitud en relación al vínculo cotidiano que tenemos con la
sociedad. Nuestras maneras y modos de relacionarnos con la ciudadanía tienen
que ser siempre las más óptimas, ni siquiera posibles, sino obligatorias. Y es
que cuando las personas recurren a nosotros, no lo hacen por razones vagas o
paranoides, sino porque necesitan que se les imparta justicia, ese concepto tan
elusivo que muchas veces escapa de nuestras manos, como el agua entre los
dedos. Recuerden ustedes, pues, a cada instante, que cada uno de nosotros
representamos la imagen y el rostro de nuestra Institución. Cada uno de
nosotros.
En consecuencia, apreciados
colegas, no basta, por ejemplo, con cumplir con un horario de trabajo para
afirmar que ya se ha hecho algo por el país. Sería tozudo y facilista pensar
así. Si la delincuencia no ceja ni duerme en su avance nefasto en contra de la
población, cómo podríamos pensar que nosotros podemos descansar tranquilos,
sabiendo que la amenaza del crimen, con su parca acompañante, nos acecha a cada
instante.
Por eso, cuando el artículo 39°
de la Constitución Política del Estado precisa que los funcionarios y
servidores públicos estamos al servicio de la Nación, el entendimiento
axiológico más profundo de esta disposición normativa suprema, para que no
quede estancada en mero lirismo normativo, pasa por asumir que nuestra labor va
muchísimo más allá de los trámites propios del tráfico administrativo y
burocrático. Esta labor sólo representa la expresión epifenoménica de lo más
ontológica de nuestra función. El país entero, su espíritu y la historia exigen
de nosotros que asumamos la vanguardia de su defensa. Entendámoslo por fin de
esta manera: no somos burócratas estatales; somos el alma y la consciencia de
la Nación, que vela por su existencia.
En este sentido, estoy
plenamente convencido, seguramente al igual que ustedes, que el concepto de
justicia no implica aplicar la norma fría y neutra a un caso concreto. Si así
fuera, qué simplón sería nuestro trabajo. Quiero rescatar de la historia, para
reflexionar en ello, y para revalorarlo y proponerlo como un principio que guíe
a partir de este momento nuestras tareas, el concepto de justicia que hace poco
más o menos tres centurias atrás el pensador galo Saint-Simon, basado en el
equilibrio equitativo que fuera propuesto en su momento por el gran maestro Aristóteles,
dijera: ‘Justicia es dar a
cada quien de acuerdo a sus necesidades, pero también exigir a cada cual de
acuerdo a sus posibilidades’. Este
concepto resulta completo y simétrico en todos sus alcances, porque no sólo
implica el reconocimiento de derechos entre los hombres, sino también el
cumplimiento de sus deberes, en perfecta relación sinalagmática de los unos con
los otros.
Nos hemos acostumbrado en
exceso, en función de la reclamación de nuestros derechos, a pedir y pedir al
Estado, como si éste fuera el padre que está obligado a darnos todo, sin más. Está
bien exigir el cumplimiento de nuestros derechos, pero, ¿y qué hay del
cumplimiento de nuestros deberes? Justicia no puede ser, pues, sólo recibir,
sino también implica dar. He allí el equilibrio, he allí la simetría entre el
recibir y el dar. Reflexionemos al respecto.
Ustedes, que sabrán entender el
significado más profundo de mis palabras, comprenderán que ellas encierran,
como pueden ver, de manera sintética las conclusiones más hondas a las que
ustedes han arribado en este Congreso. La medianía del trabajo que se instaló
en la cultura del país a fuerza del paso del tiempo, comienza a ser superada
entre nosotros. Ha comenzado una nueva etapa. Sintámonos orgullosos y
afortunados de asumir el papel de actores principales en este proceso histórico”.
Y cuántas cosas más habría
que contar y figurar de don José Antonio. Un día, quizás, se escriba su
biografía y, con ella y con sus contribuciones personales al Derecho, a la
institución, a su amada e inolvidable Chachapoyas, su nombre habrá de integrar la
plana de quienes trascendieron la historia porque con su vida, con su obra y con
su conducta, forjaron este país para hacerlo mejor, en medio de un aún
rebosante, para mal, mar de ingratitudes y mezquindades. Queda como asignatura
pendiente. Mientras tanto, hoy no nos queda sino agradecer a Dios y a la vida
por habernos permitido conocer a ser humano como lo fue don José Peláez.
Sabemos bien, porque
somos cristianos y creemos en Dios, que nuestro amigo va camino a morar en la
Casa del Señor, adonde ha sido convocado para cumplir misiones mayores, después
de haber realizado aquí, con nosotros, la más importante tarea que un auténtico
peruano pudo hacer: construir institucionalidad y guiar a sus colegas, con
mística ejemplar, por caminos de honestidad y sinceridad y crecientes. Cuánto
tiempo habrá de pasar para aceptar con serena fe que ya no estará con nosotros
en este mundo.
“Vivir es caminar breve jornada” reza el verso de un bellísimo soneto de
Francisco de Quevedo. Pero ustedes convendrán con nosotros que, a pesar del
paso de los años, éstos nos parecen “cortos de larguedad” y quisiéramos por eso
que nuestros amigos, los que son nuestra familia elegida, se queden siempre con
nosotros. Queremos a nuestro amigo vivo, como aún estaba antes de ayer, y nosotros
a su lado. Pero esto ya no puede ser.
El tránsito que de
la vida terrenal a la vida eterna surca un pariente, un hermano, un padre, un
amigo, siempre constituye un momento que deja su característica estela de
gelidez en el alma, acompañada de una patética sensación de vacío profundo, un
desgarro indescriptible del espíritu que pugna por fluir hacia fuera
arrastrando a su paso dolor, perplejidad y desasosiego, un sufrimiento que no
tiene comparación semejante con sentimiento conocido por nosotros. No obstante,
en medio de la oquedad que absorbe, desde el centro de la oscuridad que
detiene, la presencia y el apoyo proveniente de los familiares y los amigos
deviene con algo de calma, tan necesaria en este preciso momento.
Oren por el alma de
don José Antonio Peláez Bardales, les rogamos. Oren por su descanso eterno.
Oren por sus familiares y amigos que hoy lloramos su partida, para que podamos encontrar,
en medio de este Leviatán que devora el alma entera, serenidad y resignación, y
más temprano que tarde logremos comprender el sentido trascendente que encierra
todo lo que está ocurriendo ahora. Oren, les pedimos, para que las horas y sus
minutos, las semanas y sus días venideros, pasen, se disipen y fluyan dejando
la asfixia de lado, atrás, y den paso al respiro que requerimos para que un
día, cuando ya todo esto sea un recuerdo magro, aceptemos de corazón lo que hoy
aceptamos por fuerza de las circunstancias.
Gracias Padre
Celestial porque nos dejó tener un amigo verdaderamente inolvidable, el cual ahora
lleva a su lado. Don José Antonio pertenece a esa estirpe de hombres que cuando
mueren, no mueren: él se queda en nosotros, de la misma manera como nos
quedamos con él.
Parafraseemos el
poema de José García Nieto titulado “Manuel
Altoaguirre en dos retratos”, porque como él nosotros también hacemos un:
“(…) envío que a nadie mandamos
porque querer no es poder
él y su sombra ya juntos
juntos ya la muerte y él
ángulo cero, nuestro jefe, nuestro
amigo,
mi Dios, tenedle, tened”
Que Dios le bendiga
eternamente, amigo nuestro, amigo de nuestra alma.
Miriam Rivas Gutiérrez
Carmen Condorchúa Vidal
Juan Huambachano Carbajal
Luis Alberto Pacheco Mandujano
Lima, 06 de febrero de 2024