Quodlibetum ontológico
sobre un cortometraje de Martín Agudelo Ramírez
“Todas las mañanas salto de la cama y
piso una mina.
La mina soy yo.
Después de la explosión, me paso el
resto del día juntando los pedazos.
Ahora les toca a ustedes. ¡Salten!”
Ray
Bradbury, Zen en el arte de escribir
Martín
Agudelo
Ramírez, cineasta colombiano que se ha abierto –y legítimamente
ganado– un importante espacio en la cinemateca latinoamericana, ha presentado
no hace mucho en su ciudad de origen, Medellín, su reciente producción fílmica
titulada
Un camino para Tomás.
No soy especialista en el análisis de producciones del
séptimo arte, acaso sí un aficionado motivado por la estética y temática del
buen cine. Desde mi adolescencia me jacto de ser poseedor –gracias a Dios– de
un buen gusto por las buenas películas. No suelo, por eso mismo, asistir a los
cinemas, encender el televisor o, ahora, abrir el Netflix en el ordenador para
ver películas comerciales, sobre todo si se trata de aquellas que son
portadoras de excesos de toda índole. Esa clase de filmes que generalmente
gustan a tutti quanti me empalagan
hasta causarme mareos cuando no vaguidos existenciales, lo cual, hasta cierto
punto, suelo pasar por alto porque, al fin de cuentas, puedo solucionar el
problema apagando la tele o ingiriendo un gravol, y ya. Pero lo que me resulta
a peor en tales producciones, y que definitivamente no puedo tolerar, mucho
menos perdonar, es su manifiesta vocación por acribillar un ars magna tan bello como lo es el cine.
Por esto, y por razones de higiene mental, voy al cine –quiero decir iba, pues ahora resulta imposible
hacerlo por culpa de la pandemia– sólo cuando merece la ocasión y, de la misma
manera, no veo televisión desde hace poco más o menos tres lustros. Lo
poquísimo que veo en ella, en todo caso, es fruto de una necesaria e ineludible
pretería.
De manera que cuando, por esas excepciones de la vida,
encuentro algo bueno para pensar, meditar, entender –sobre todo– y ver, celebro
el acontecimiento hiperbólicamente. Y es esto, precisamente, lo que me ha
sucedido siempre con las producciones (entre trípticos y cortos) que nos ha
venido regalando don Martín, como en el caso de Un camino para Tomás que ahora, desde mi condición de lego en la
materia, he de comentar.
Desde mi posición profana, entonces, y tan sólo como
espectador –un buen espectador, eso sí–, me animo a lanzarme al ruedo de los
conceptos como un espontáneo que no pretende hacer pasar sus consideraciones como
si fuesen expresiones de un crítico profesional de cine; lo que no soy. Me
lanzo al ruedo como poseedor de un espíritu sensible que reacciona ante aquello
que es axiológicamente valioso.
Siendo esto así, comienzo, pues, comentando lo mucho que me
satisfizo, de inicio, el uso del formato IMAX en el film, formato cuyo empleo
permite visualizar una película mucho más claramente, con imágenes de considerable
mayor amplitud y de mejor resolución que los sistemas de películas fotográficas
convencionales. El cuadro fílmico y la luminiscencia presente en él, incluso
durante las escenas de menor brillo, combinan en esta cinta, para mi gusto, en
un amalgama de saque que acaricia suavemente el detalle de la perfección
visual, fuertemente llamativo, que, al presentar –además– figuras y sonidos de
naturaleza, preparan un ambiente epicéntrico en el que hace su aparición un
Tomás adulto, manifiestamente desubicado, no sé si temeroso, pero ciertamente
sí confundido y perdido en el cosmos pletórico de un éter que –se advierte–
densifica el ambiente, que asfixia el alma del protagonista y con la de él, la
nuestra. Y mientras ello acontece, el fondo musical de nota ataráxica y resonancia
calina, nos evoca en kunderiana paleta gris la
insoportable levedad del ser de nuestro protagonista.
Ya aquí mismo, y tan sólo por lo antedicho, he de confesar
impertérritamente que todo este holismo flogista me atrapó de inmediato –como
en su momento hicieron conmigo las novelas de Gabo–,
absorbiéndome subsuntivamente al interior del ánima del personaje.
Secuestrado así en
el ex-sistente de nuestro sufriente,
casi me resultó posible sentir el aura insufrible, sumamente pesada, que
rodeaba la coronilla de este Tomás inicial, cuyo avance a tientas en el camino
de un paisaje boscoso, con caminar lento y rengo, como quien da pasos en un
sendero de iluminada obscuridad, daba
cuenta de la búsqueda de un algo indefinido, desconocido, de un sabrá Dios qué.
Tomás, evidentemente, no sabía qué buscaba, pero aun así iba al encuentro de
ese algo, de un ápeiron, quizás.
Semejante búsqueda, me parece, atisbó de a poco y mucho, en
un proceso de lenta rapidez
fotográfica (si se me permite el oxímoron que se me acaba de ocurrir), el
pasaje que habría de llevar, in crescendo,
del Tomás que nacería de golpe a un mundo real, imperfecto, doloroso y más
tarde sufriente por la –traicionera– muerte de su padre, al Tomás joven que
seguiría padeciendo, ahora, desde la traición que la vida jugaría perversamente
con él, hasta llegar al Tomás adulto que se verá compelido a responder
negativamente a la pregunta que, según Camus,
deviene la más importante de todas las cuestiones: ¿vale la pena vivir la vida?
Tomás siente que no. Por eso tomará la decisión fatal que le llevará de un
–literal– tiro a la presencia de una muerte blanca, sedosa, femenina, covachera
y osca, pero decrépita y aun así extrañamente complaciente; tanto así que,
incluso, le regalará la aporética oportunidad de decidir cuándo vestir su
mortaja.
Tras la ofertada posibilidad, Tomás será incitado a salir,
pero no huyendo, sino más bien resoluto, templado y firme a dejar atrás las indecisiones
que definieron y caracterizaron su badulaque personalidad, para comenzar a
vivir, dejando atrás su patética y tanática existencia, e incluso hasta su
propio suicidio, para, tal vez –se me antoja pensar así–, despertar a una
primera vez en todo... y vivir. Tomás se holometabolisa aquí, entonces,
pareciéndonos Diógenes. El de
Sínope, claro.
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Me parece, sin embargo, que la metáfora de la
autoeliminación, con ese símbolo tan violento pero significativo del disparo en
la sien, constituye en esta magnífica película el momento, la situación límite (diría Kierkegaard), que empuja a Tomás a
decidir vivir realmente y por primera vez. La muerte simbólica es aquí
antinómica, paradójica y dialécticamente evidente: se trata del acto
mayestático, revelador, con el que despide a su yo pretérito, en tanto da la bienvenida a la vida. ¿Es ésta una contradicción difícil de comprender? En
verdad, no. Baste recordar aquí el sentido significativo del bautismo cristiano
que supone morir al pecado como
condición indispensable para nacer a la vida
verdadera, esa misma que la muerte ya no le puede arrebatar de ninguna manera
el alma de nadie a Dios, porque ella
se ha alejado del pecado (al menos del pecado original). Tal vez sea esta la
razón –digo, es un decir– por la cual se encuentra en esta parte de la historia
la letanía de 1 Cor. 15: 54-56, recitada dramáticamente por la madre de Tomás:
—Cuando lo corruptible se revista de lo incorruptible y lo mortal, de
inmortalidad, entonces se cumplirá lo que escrito está: «La muerte ha sido
devorada por la victoria». «¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está,
oh muerte, tu aguijón?» Pues, ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el
poder del pecado, la ley.
Hasta ese punto, empero, cierto es que lo contado deviene narración
en tercera persona: él. Pero, ¿qué
hay del nos? Pregunta pertinente que
surge espontáneamente porque no obstante el dolor que a corazón abierto nos
presenta en una sola persona el protagonista del corto, acontezca quizás que,
de alguna manera, todos llevamos algo de Tomás en el alma. ¡Sí! De alguna
extraña forma llegamos a crearnos, para sentir dolor –como Tomás lo hace
consigo mismo–, desgracias sólidamente
autoinfligidas que agarrotan el ser en primera instancia, que parecen trabas
escatológicas insuperables, imposibles de remontar, y que nos extraen de la
claridad inmanente a la luz para hundirnos en la sombría oquedad de la soledad,
hasta que la razón y el espíritu maduran y, de consuno, las desenmascaran y
descubren como meros medios –que es lo que las tribulaciones, con sus
desesperanzas, realmente son–, medios que nos catapultan con robustez a
encontrar la senda que lleva al inicio del verdadero camino. Al final, todo lo
sólido se desvanece en el aire –Alles
Ständische und Stehende verdampft, Marx
dixit–; qué duda cabe.
Y si esto es así, el sentido teleológico del film –todos los
buenos film tienen uno– conlleva una apodíctica lección: el tropo de marras,
que no es metonimia ni sinécdoque, nos obliga a aprehender la distinción
ontológica que separa y distancia el hecho de elegir vivir de veras, de la
circunstancia natural del alumbramiento con el que, como en la reminiscencia de
Tomás, nacemos de nuestras madres, circunstancia de la cual no tenemos –como no
la habría podido tampoco tener él– capacidad de elección alguna. En efecto: una
cosa es ser dado a luz a la vida, pero otra muy distinta es nacer a ella. Uno
es el significado del dolor con el que se pasa a vivir de veras al mundo y otra
antagónicamente diferente es aquella punzada que se causa a la madre al nacer.
Podría, por tanto, decir Tomás, sintiéndose genésico veterotestamentario:
—Ahora elijo lo primero; lo segundo no lo elegí, por eso compensé la injusticia
de la inconsulta causando dolor de alumbramiento a mi madre.
Se trata entonces de cómo es que el parto representa en esta
historia el sueño –por ahora profundamente dormido– que todo ser humano, si de
veras es humano, posee: no es la libertad per
se lo que se anhela (mucho menos en una era de libertinaje como la
nuestra); lo que apetece es encontrar, conocer y asir el sentido de la
existencia, en una palabra, traer para nos,
y en concreto vital, aquel ser-para-sí
del que nos hablaba con magistral elocuencia Jean-Paul Sartre. En una palabra: necesitamos
saber no tanto por qué sino para qué estamos aquí. Es imposible,
cuando no absurdo, pretender conocer algo tan incognoscible como aquello; lo
segundo implica un poder: el poder de la transformación. Sólo conociendo la
respuesta a la segunda cuestión, o creyendo al menos que la conocemos, podremos
diseñar, dirigir y señalar el curso de nuestra existencia. Sin este significado
ontológico de la vida, ¿realmente tendría sentido alguno ser portador de
libertad? Sin la concreción de tamaño sueño, definitivamente no. Es un error
creer que libertad es ens a se. ¡Es
que no! No es ella noúmeno; es accidente del ser en tanto éste es descubierto,
conocido y dominado por quien es.
Por eso siento que era de todo punto de vista necesario que
la película culminase con algunas profundas reflexiones referidas a los sueños
y a la realidad. Paradójica relación ésta, ¿cierto? Y es que, en efecto, como
nos lo recuerdan los últimos versos de la Jornada Segunda que dan el título a
la célebre obra de Calderón de la Barca:
“Yo sueño que estoy aquí destas prisiones
cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un
frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien
es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.
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Tomás ya no es, al final, Diógenes;
es Segismundo. Y es precisamente
esto último lo que toca en las fibras más íntimas de mi espíritu, porque
sientome también así: Segismundo. Es lo
que me acerca mucho a Tomás: es mi komorebi (木漏れ日), esa metafísica y
gorgiana experiencia vivencial que aprehendida y comprendida únicamente por el
alma más sintiente que cogitante se hace, a pesar de lo que se quisiera,
imposible de transmitir, imposible de comunicar.
Por último, no obstante la feliz y grata impresión que este
cortometraje ha causado en mí, debo admitir que parte del puzzle del relato sub examine me ha quedado aún
incompleto. Mas no por falta de piezas en el juego. En verdad, debo decir que
me ha quedado así truncado porque no logré articular las piezas finales que me sobraron en la narración. Verán: si en
la recitación de la epístola paulista se silogisa que el aguijón del pecado es
la muerte y, a su vez, ésta es la ley, de lo que llanamente se sigue que el
aguijón del pecado encarna en la ley, reflexión a la que se suma que en
determinado momento Tomás maldice enérgicamente al Derecho (la ley), me
pregunto entonces si acaso en esta particular escena hemos presenciado la
insinuación de un sentimiento que, por alguna razón para mí desconocida,
proviniendo de don Martín Agudelo,
al alimón jurista y jusfilósofo de polendas, trasunta en boca de Tomás –notorio
alter ego suyo, al menos en lo que
aquí respecta–, por medio de quien reniega de la carrera abrazada, despreciando
sin tapujos y con conmovedor estremecimiento su pasión original: el Derecho. Si
así fuere, no me atrevo a especular sobre las causas de semejante apostasía
intelectual que comparece aquí, tardía y dantescamente. Posiblemente no sea
necesario meditar más de lo debido sobre el particular, amén de suponer que se
trata no más que del grito liberador de un alma que, acaso freudianamente, se
autoexorciza de algunos demonios internos que, azotando el alma desde los
campos romano-germánicos incubadores del Jus,
deben ser expulsados, pues su presencia no encuentra más sentido en su vida que
el que otrora –y no ya más– tuvo.
Muy probablemente en lo anterior no tenga posibilidad de
encontrarme en lo cierto; sin embargo, conociéndolo en cierta medida como lo
conozco, creo que no me equivocaría si por otro lado asevero que las figuras de
la madre doliente y el padre ausente efluvian de la propia vivencia de don
Martín Agudelo. El cameo
suyo poco antes del término de la película confirman mi sospecha. Tomás es una
parte de Agudelo y Agudelo está muy presente en Tomás.
Pero si yerro también en esta conjetura y no opera biyección alguna entre
ellos, tal vez se acepte que sí, al menos, se encuentra en aquellas figuras
reflejos pálidos y más o menos cercanos entrambos.
En suma cuenta, pues, me encantó la película. La recomiendo
con ardor. Me recordó la punzante y profundizadora genialidad de Tarkovsky, la angustia complicada,
desgarrada y cínica de Kieslowski y el
incomprendido auxilio gemido por un Cioran
densamente pesimista, rayano deletéreo, necrofílico. Además –y es lo más
importante–, en Un camino para Tomás
se encuentra la madurez del cineasta que, en la combinación de figuras oníricas
como la desnudez del alma (reflejada en la desnudez de un ensueño onanista), en
el acopio de experiencias personales poseedoras de dolores, satisfacciones y
esperanzas, en la tratativa discordante de la vida y su ausencia, y siendo
dueño de una notable visión proyectiva que lo define como un gnoseólogo
profesional, siente el cine, el verdadero cine, indesligable, inextricable e indisolublemente
unido al alma. La vida y la muerte son por tanto, en la estética docente y
clarificadora de Martín Agudelo,
innegables estadíos reales, contradicciones no antagónicas del ser. Es
idealismo objetivo, idealismo que, en medio de un subjetivismo invasivo y
degradante de la condición humana que desde los establishment políticamente correctos del mundo se nos ha impuesto
por la fuerza y que hemos aceptado mansa–y
mensa–mente, merece ser reconocido y
valorado por el peso específico de su meritorio e inestimable contenido
existencial. Como cineasta, Martín Agudelo
Ramírez se muestra listo y preparado para entregarnos un
largometraje. Personalmente, lo espero con ansias.