La dramática situación educativa escolar y universitaria en el Perú
Siendo esto así, de qué nos podemos quejar. Tenemos
escolares que no podrían dejar al Perú en un buen lugar en ningún concurso internacional
de matemáticas, ni feria de ciencias ni concurso de lecto-escritura pero, a
cambio, sin duda alguna nos dejarán bien
parados en cualquier certamen mundial de pajas. Además, en un universo cuyo
sistema se funda en ideales –si así
se le pueden llamar a los valores de
esta sociedad– pragmáticos y utilitaristas, cuya cultura la inyecta y define la prensa masiva de contenidos
excrementicios, ¿se necesita ser algo más que un pajero olímpico que se autopercibe como lo que él quiera creer
que es? ¡Para nada! Aquí, no saber quién fue Castilla y
qué hizo no podría ser motivo de vergüenza; no conocer el álgebra elemental o
la aritmética escolar, tampoco. Y ya no digo nada acerca del lenguaje
(ortografía, gramática y sintaxis), de la historia, de la educación laboral o
de la educación cívica, porque me pondré a llorar. Vergonzoso es, por el
contrario, no saber masturbarse, vergonzoso es señalar que lo invertido es lo
anormal. Eso sí es motivo de vergüenza.
Otro ejemplo: en la clase de una asignatura que vincula derechos humanos, Constitución y
Derecho penal en la Maestría de Derecho penal de una de las más
prestigiadas universidades del Perú donde ahora me desempeño –como siempre, muy
entusiastamente– como profesor, hablando sobre la estructura nocional hegeliana
de la constitución de 1979, repetida en la Carta de 1993, explicaba que el
contexto nacional y mundial en el cual se eligió a nuestros
representantes para la Asamblea Constituyente del ‘78 se caracterizó por los efectos
sociales, económicos y políticos que la Guerra
Fría producía en el orbe; y, deteniéndome en mi discurso, me sentí tentado
a sondear a mis alumnos para indagar en ellos qué sabían acerca de este
conflicto. Me dirigí, en principio, a un estudiante que obviamente ya es
abogado titulado y le pregunté qué fue la Guerra
Fría. El preguntado se quedó helado y me dijo que no lo sabía. Giré hacia
la izquierda y le hice la misma pregunta a una compañera suya; ésta, sin
pronunciar palabra alguna, sólo movió su cabeza en sentido negativo. Alcé la
mirada y le trasladé el interrogante al
mejor de la clase esperando, por último, que nos ilustrara al respecto,
pero fracasé en mi expectativa: él tampoco lo sabía. Nuevamente, entonces,
decidí preguntar a la clase si
alguien sabía la respuesta. Nadie dijo nada. Por el contrario, todos procuraron
esconder la mirada. Y los gestos eran, igualmente, de desinterés. Si alguien, para
que yo no siga haciendo este tipo de preguntas, hubiese podido decirme –groseramente,
por supuesto– que esa era una clase de Derecho y no de historia, lo habría espetado
sin más; pero algo de respeto por el
profesor se mantiene aún, aunque temo que no sea así por mucho tiempo más. La
edad promedio de los abogados que asisten a mi clase se ubica entre los 30 y los
35 años. —¡¿Pero si estas personas nacieron, más o menos, hacia finales de la Guerra Fría, cómo es posible que no
sepan nada de ella?! —Y no lo saben; tampoco les interesa.
“Quien sabe respirar el aire de mis escritos, sabe que es un aire de
alturas, un aire ‘fuerte’...”
Nietzsche,
Ecce Homo
En una visita recientemente realizada con mis dos hijos mayores
al Panteón de los Próceres, encontrándonos
frente a la tumba de don Ramón Castilla y Marquesado, dos
veces presidente del Perú (1845-1851 / 1855-1862), mientras evocábamos
emocionados los grandes aportes hechos por su gestión presidencial a la nación,
escuché a un jovencito de unos 15 ó 16 años, poco más o menos, preguntar a su
madre que le acompañaba: —¿Quién fue Ramón Castilla? —La
ingenua consulta denunció inmediatamente que el bisoño compatriota no tenía ni la más mínima idea de quién fue ese ilustre
peruano.
Guardé silencio mientras fruncía el ceño, evitando dirigir la mirada hacia estas personas para no incomodarlas con mi gesto, pero dentro mío no podía dejar de pensar cómo es posible que este futuro ciudadano de la
patria no supiese, a su edad, quién fue el Gran
Mariscal del Perú, qué hizo y qué significó para el país, no sólo durante el
siglo XIX, sino también para la centuria que nos vio nacer. La disyuntiva que
me planteé inmediatamente fue: o es que este mozalbete no ha ido jamás al
colegio –lo cual dudo mucho, porque su aspecto de chico bien indicaba que provenía de una familia de la pequeña
burguesía limeña aspirante a la mediana–, o es que asistiendo a las aulas, lo
hacía –como solían decir mis profesores escolares cuando se referían a los vagos
en clases– sólo para calentar el asiento.
Aunque también cabía suponer que si ninguna de estas alternativas pudiese responder a mi preocupación, tal vez sucediese que la causa de esta supina
ignorancia de la historia del Perú se debía al hecho de que en el colegio de hoy se hace
cualquier cosa menos estudiar realmente.
Para despejar estas dudas personales, decidí, pues, hacer un
pequeño experimento dirigiéndome a mis sobrinos que se encuentran en edad escolar
para formularles la simple y sencilla pregunta: ¿quién fue Ramón Castilla? Anticipé secretamente que, en el caso de
que la respondieran, agregaría la cuestión relativa a su gestión: ¿qué hizo por el Perú? o, en todo caso, ¿porqué le
recordamos? Lo que descubrí desgarró, nuevamente, mi consciencia patria.
De siete jovencitos, varones y mujeres de entre 12 y 16
años, a quienes apliqué la encuesta, los siete me dijeron que no sabían quién
fue Castilla. Una de mis sobrinas, empero, me respondió,
después de mover sus ojos en actitud reminiscente y asumir actitud cogitante, diciendo: —Me suena... ¿Creo que fue una
autoridad, no?
Aunque mi universo de
investigación ha sido muy pequeño –ocho
personas, sumando a las de mis sobrinos la participación del joven que me generó la
angustia gnoseológica– y la metodología empleada careció de rigurosidad
epistemológica, sin embargo, la monolítica respuesta deviene altísimamente
referencial del estado actual de la situación educativa y formacional de
nuestros escolares. ¡No saben nada de historia! —¿Sabrán, entonces, algo de ciencias
formales o de ciencias fácticas? —me pregunté. —¿Qué respuestas obtendría si
les pidiera que me explicasen qué es una ecuación algebraica o qué moléculas
deben intervenir reactivamente para producir el ácido sulfúrico y cuál debiera
ser su balance molecular?
Tras las respuestas recibidas a mi pregunta de historia del
Perú, volví de inmediato a mis sobrinos y apliqué sobre ellos las antedichas consultas.
Todos quedaron mudos luego de escuchar el primer interrogante; no pudimos
avanzar al segundo. No hacía falta. —¿Qué nos ha pasado? —me inquirí mientras
suspiraba, decepcionado.
El 9 de mayo pasado, la ministra de Educación, Flor Pablo,
al responder el pliego interpelatorio que le formulara el entonces existente
Congreso de la República a raíz de un escándalo mediático generado por la
publicación de unos textos educativos oficiales destinados al tercer grado de
secundaria, imponiendo su visión del
problema educativo, alegó que “Necesitamos
una educación ciudadana con enfoque de género”.[1]
Poco después, el 8 de septiembre, apodíctica ella, agregó que “la legitimidad y la legalidad del enfoque
de género en el currículo supera lo que uno, dos o más congresistas puedan
pensar al respecto, si les parece adecuado o no, porque es una política pública
que está por encima de las opiniones de unos cuantos”.[2]
Con semejante recargado e intransigente discurso, no habla
una ministra; habla la portadora de la
verdad, la representante non plus
ultra del dogma oficial del mundo políticamente
correcto que evangeliza una buena
nueva. No se trata, evidentemente, de una mujer de Estado la que dirige la
cartera educativa de la república del Perú, es una sacerdotisa mayor de la novus ecclesĭa universalis que ha impuesto en la consciencia social del
mundo occidental su monocorde diatriba de cuestionable credo de inversiones
biológicas, psicológicas y jurídicas, imposición hecha por la fuerza del poder
del financiamiento conspirativo, de la intolerancia dogmática y propiciando el terror
entre sus adversarios y detractores a ser destruidos y ridiculizados política,
social y personalmente, o sea, utilizando los mismísimos métodos de la
inquisición medioeval. ¿Y qué ha logrado la ministra con su política pública?, ella que, al igual
que sus antecesores, rayas más rayas menos, pertenece a la misma estirpe de
zoócratas y misólogos que conducen al país. Pues, bueno, la realidad, que es mater et magistra, demuestra que los destinatarios
de su política educativa, esto es,
los jóvenes de las generaciones millennial,
Z y T, saben bien, muchísimo mejor que nosotros, cómo masturbarse más
satisfactoria, profiláctica, higiénica y placenteramente y, a la sazón, por si esto
fuera poco, ahora están convencidos de que si ellos deciden ser algo diferente
a lo que la materia biológica de sus cuerpos les impone –que responde a leyes
inmutables del universo y que determina lo que son–, simplemente lo serán. ¡Al carajo
la matemática, la historia y las ciencias en general! ¿Para qué las
necesitamos, si lo primordial en este mundo plástico y pragmático es saber cómo
masturbarse, cómo copular satisfactoriamente y cómo autopercibirse? ¿Para qué aprender y estudiar otras cosas que no sean éstas?
Y, claro, con tan significativa
política pública que, además, es la
única que en el ámbito educativo tiene el gobierno –pues otra no existe porque
no le interesa desarrollar nada más–, que no sorprendan entonces los resultados
de las últimas dos evaluaciones PISA[3]
(2013 y 2015) en las que, habiéndose examinado a 65 y 69 países del orbe,
respectivamente, nuestro querido Perú obtuvo en ambos casos los siguientes
resultados:[4]
Materias
|
Puesto en
2013
|
Puesto en
2015
|
Ciencia
Literatura
Matemáticas
|
65 de 65
65 de 65
65 de 65
|
63 de 69
62 de 69
61 de 69
|
En 2013 nos colocamos en el último lugar en todos los rubros
de evaluación, resultas desalentadoras que motivaron que el ministro de ese
entonces, Jaime Saavedra, comentara al respecto, sin
rubor y con una impresionante soltura de huesos: “Esta es una señal de alerta. Las mejoras en la educación no sólo son
importantes, sino urgentes”.[5] Por
el amor de Dios, esas tampoco eran las palabras de un ministro sino de un
opinólogo que emitía el juicio
personal de un tercero a quien, viendo las cosas desde fuera, no le correspondía
asumir responsabilidad de nada.
“Hay que hacer”, “se debe hacer”, “se tiene que hacer”, son los lugares comunes de nuestros ministros,
funcionarios de alto nivel administrativo y políticos en términos generales,
cada vez que se les inquiere por los problemas que ellos deberían abordar para
resolverlos si no solucionarlos. Jamás dicen “voy a hacer”, “he decidido
implementar” o, mejor aún, “hice esto
y estos son los resultados”. Jamás. Y por eso, Flor Pablo,
pedagoga y andragoga de polendas (lo digo con la glosa y la sorna debidas, por
supuesto, porque estas atribuciones no son ciertas), que suele masticar el
lenguaje cada vez que habla antes que vocalizar como estadista, se permite
declarar de la siguiente manera: —En
las escuelas pequeñas de la zona rural a un maestro también se le encarga ser
director; quisiéramos generar un mínimo de escala, cuatro o cinco
escuelas y nombrar a un director que las coordine a todas.[6]
Quisiéramos… Sí,
nosotros también quisiéramos, pero, ¿alguien lo hará? Obviamente, ella no. Es,
pues, una ministra de buenas voluntades, que no de buena fe, que casi llega a
decir “quisiéranos”, pero que, felizmente
para ella, se detuvo en su masticación gramatical, retrocedió ante el inminente
atropello lingüístico y reparó antes de soltar el mote. ¡Esa es nuestra ministra de educación! (con minúsculas).
En 2015, al sabernos ubicados –en promedio– en el puesto 62 de 69
naciones evaluadas, el mismo Saavedra, a través de su
twitter oficial y no en persona, dijo exaltado: “El Perú es el país que más avanzó en América Latina”.[7]
¡Vaya! ¡Qué tal salto dialéctico, cualitativo y cuantitativo, señor ministro! Sin
duda, ubicados en el puesto 62 de 69 participantes, ¡se trata de un salto de
tigre, un salto con garrocha olímpica!
¡Jesucristo! ¿A quién pretendía engañar este señor? La realidad
señalaba que en 2015, en materia educativa, el Perú sólo era mejor que Kosovo, Argelia y Líbano. ¡Qué
gran logro! ¡Somos mejores que los peores países del mundo en asuntos de
educación!
—Poor shit! —dirían
los gringos, reflejando en sus rostros el sentimiento que combina la indignación
y el asco, si se encontrasen en nuestros zapatos. Más aún porque PISA 2015
también consideró dos rubros estadísticos adicionales que fueron los que se
muestran en el siguiente cuadro:
Proporción
de alumnos
con nivel
excelente en al menos
una asignatura
(nivel 5 ó
6)
|
Proporción
de alumnos
con bajo
rendimiento
en las
tres asignaturas
(por
debajo del
nivel 2)
|
|
Perú
|
0.6%[8]
|
46.7%[9]
|
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Este es el legado histórico de la gestión de nuestros
grandísimos ministros de educación Saavedra, Pablo
y de toda esa laya de tecnócratas de la enseñanza que han venido acribillando al
sistema y a su otrora contenido desde 1994, poco más o menos; sobre todo de aquella
última, cuyas alocuciones oficiales,
referidas de manera única y exclusiva al llamado enfoque de género –que es la sola política que tiene, conoce y diserta cada vez que abre la boca, ya
que no trata de nada más–, no constituyen de ninguna manera auténticas
argumentaciones porque no exponen razones, sino meras δόξα. Ella, con sus
adláteres, escupe inepcias, discursea roncerías, soflamas, monsergas ideológicas.
No hay nada más.
Yo, que soy un misántropo acabado y un desadaptado social en
relación a este sistema, por
supuesto, siento náuseas y vomito hasta niveles de bulimia intelectual, para
desintoxicarme de todo esto que, cumplidamente, el Ministerio de Educación
oculta.[10] ¡Y
la cosa no anda mejor en el nivel universitario!
En agosto celebré 20 años de ininterrumpido ejercicio de la
docencia universitaria. Y en verdad lo celebré. Me reuní con mis hijos y
preparamos juntos un almuerzo por tal acontecimiento. A mis 44 años de edad,
cumplir dos décadas dedicadas, intensa y apasionadamente, a la enseñanza
universitaria, en un país como el nuestro en el que tradicionalmente el
conocimiento, el saber y la cultura son brutalmente despreciados, constituye un
verdadero logro.
Durante todos estos años de βίου θεωρητικού aprendí mucho,
no sólo porque es regla general que para enseñar previamente se tiene que
estudiar; aprendí también porque estos años pasaron moldeando mi personalidad y
mi experiencia con satisfacciones y frustraciones, generándome nuevos y
valiosos amigos a los que conocí gracias a la academia, aunque también me
granjeé envidias y odios gratuitos, a la vez que –y esto es lo más importante
para mí– satisfice mis propias inquietudes y autointerpelaciones reflexivas,
intelectuales. Con 20 años de vida dedicados a la enseñanza universitaria, hoy
puedo definirme con mayor razón como un auténtico estudiante de Derecho, como
se lo dije al maestro Carlos Fernández Sessarego en 2017
cuando me preguntó cuál era mi profesión, minutos antes de entrevistarlo para
el programa de televisión que dirigía yo en ese momento,[11]
cuando me desempeñaba como Director Académico de la Academia de la
Magistratura. —Soy estudiante de Derecho, maestro —Le dije. —¡Yo también! —replicó
de inmediato. Me sentí feliz.
Así, como estudiante de Derecho dedicado a enseñar, nunca –de
veras, nunca– dejé de identificarme con mis estudiantes; por el contrario, me
dediqué a auspiciar talentos, impulsar espíritus manifiestamente hiperbóreos,
guapeé a gente de valía y, cómo no, hasta formé un grupo de estudios de
filosofía y lógica, el Centro de Trabajo
Intelectual Juan Croniqueur, que este 2019 cumplió 14 años de existencia y
que gracias al élan vital que aún vigente
insufla los espíritus de mis ahora colegas y amigos, se sigue reuniendo y
abocando a los menesteres de estudio que les motivó juntarse hace casi tres
lustros. De este grupo emergieron personas que hoy triunfan como profesionales,
dentro y fuera del país, pero, sobre todo, me consta que son buenos ciudadanos,
gente de bien y de elevada consciencia y sensatez social, sujetos cultileídos;
en una palabra, seres humanos. Me felicito por haber formado e integrado este
grupo de personas tan valiosas.
Pero la experiencia también me permitió conocer personajes
completamente opuestos a aquellos. He sabido de cada pícaro que pintaba para lo
malo y de quienes uno podía anticipar que terminarían mal, como de hecho ha
sucedido ya en varios casos. Aprendí a cuidarme y guardarme de ellos. Empero,
hasta en esta singular manifestación de personalidades puedo decir que podía
encontrarse en ellas cierta forma de inteligencia
y preocupación personal que les
guiaba. Si me atengo a las enseñanzas hegelianas, puedo afirmar que aún a pesar
de la negatividad que se halla ínsita en el ser
para sí que rechaza (aufhoeben) al ser
en sí, efectivamente algo bueno, algo positivo, puede derivarse en la fase
sintética de contradicción. Vale decir, si uno les prestaba atención suficiente
y les proporcionaba guía adecuada, estas almas, eventualmente algunas de ellas,
podrían haberse reencausado, como de hecho llegó a suceder en algunos casos
que, siendo pocos, no obstante, fueron (para parafrasear a Camus).
Desafortunadamente, esta historia de contrarios no se ha
mantenido así como la conocí, ni mucho menos ha mejorado. Para desgracia
nacional, ha terminado torciéndose casi por completo durante estos años
recientes. El trabajo universitario me ha ido mostrando con mayor frecuencia
este último lustro –poco más o menos–, que los hiperbóreos son apenas un
recuerdo, los pícaros siguen pululando en las aulas universitarias casi sin
posibilidad de redención y lo que ha venido a abundar son los estudiantes a quienes todo,
absolutamente todo, les interesa un soberano rábano.
Ejemplo: hace tres años, dando una clase en la asignatura de
Historia del Derecho que corresponde
al segundo semestre de la carrera de Derecho en una universidad a la que
renuncié el año pasado, mientras explicaba el contexto económico, social y cultural pre Segunda
Guerra Mundial en el que se originó, evolucionó y feneció el Wiener Kries (1921-1936) que inspiró a Kelsen
para desarrollar su totémica teoría pura
del Derecho, se me ocurrió dirigirme en un momento determinado a una
señorita que me estaba mirando pero que manifiestamente no me estaba
atendiendo, para preguntarle –porque siempre me pareció adecuado y animado
hacer participar activamente a mis alumnos en clases– quién fue Adolfo Hitler.
La estudiante quedó muda. No lo sabía. Y no sólo no lo sabía, tampoco le
importaba saberlo –lo advertí por el gesto de desprecio y desinterés que puso
en el rostro–. Trasladé la pregunta a otro alumno, pero tampoco supo qué
decirme. Examiné de manera directa a tres personas más y ninguna de ellas
respondió la pregunta. Consulté, entonces, a la clase, si alguien sabía o recordaba quién fue tal personaje y,
tímidamente, una señorita levantó la mano y reveló –sin responderme– una duda
personal: —¿No era un presidente de Francia o algo así?
Les reprendí con tino y cuidado esta falta de formación
académica y de preocupación por la historia mundial, pero les dio igual. Con
una edad promedio de entre 23 y 27 años de edad, noté que no les interesaba
nada de lo que se trataba. Me pregunté cómo se puede comprender la historia del
Derecho, y el Derecho mismo, desvinculándolo de la historia de la humanidad; el
Derecho, que es un producto histórica y culturalmente determinado. No lo sé. Sospecho
–fundadamente, por supuesto– que para las nuevas
generaciones de estudiantes de
Derecho, éste solamente se reduce a aprender o, mejor dicho, a memorizar la
ley, saber medianamente cómo se aplica y, en el caso de preguntarse de dónde
viene ella, a asumir tácitamente y sin mayor reflexión que surge en el Congreso
de la República donde, por iluminación de alguna naturaleza, los congresistas
elaboran normas jurídicas que rigen nuestras vidas por cierto tiempo. Eso es
todo. Difícilmente llegan a concebir algo más acerca del Derecho.
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Quedo aterrado, porque en ese grupo humano tengo 29 abogados
en ejercicio que se desempeñan como abogados litigantes, servidores públicos y hasta
tengo dos fiscales adjuntas provinciales. Aterrado porque sé que estas personas
seguirán ascendiendo en la vida profesional
y, más temprano que tarde, de este conjunto de profesionales, que es bastante común a los grupos que son
integrados por gente de esta generación y calaña, saldrán jueces y fiscales
superiores que aspirarán a ser supremos; de ese grupo, tendremos personas que
serán convocadas por los clubes políticos que promoverán sus candidaturas en
las siguientes elecciones generales, regionales y municipales; de esa masa de
gente obtendremos a quienes decidirán nuestras vidas desde el aparato estatal.
¿No es para sobrecogerse? —¿Y yo –me pregunto– qué estoy haciendo para evitar
que esto sea así?
Hago lo mejor que sé hacer: seguir preparándome, seguir
estudiando, seguir enseñando mucho más excelente y profesionalmente y procurar
hacer bien lo que me toca hacer. Es lo que está en mis manos. Mi único poder es
el de la cultura, que no es vasta en mi caso, pero tampoco es pobre ni mediocre.
Con ella, que la comparto en aulas con ardor humanista, creo poder servir, al
menos, de prolegómeno para ingresar al apasionante mundo del conocimiento.
Lamento, sin embargo, que en estos tiempos el tradicional valor que tal poder solía
tener se haya retraído a espacios cada vez más reducidos de seres humanos en el
mundo. Para la inmensa mayoría, educada
en un sistema propiciado, auspiciado y putrefactado por gente como Saavedra
y Pablo, ese valor ya no es tal; por el contrario, es un
lastre que impide avanzar en una sociedad de pragmatismos, de apariencias y de
inmediateces. El preciado valor inmediato y útil que es tesoro de estos tiempos
se encuentra en saltarse todo con garrocha y llegar más alto lo más pronto
posible.
¿Quieren saber cómo se gesta, en gran medida, la corrupción
de todo lo existente? Vuelvan a leer estas reflexiones. El que tenga ojos para
ver, que vea.
Lima, primavera de 2019.
Luis Alberto Pacheco Mandujano
Magister iuris constitutionalis
Profesor de Derecho Penal y Filosofía
del Derecho
República del Perú
[1]
Sic.
Correo, edición de Lima, 09 de mayo
de 2019.
[2]
Sic.
El Comercio, 08 de septiembre de 2019.
[3] Programa Internacional para la
Evaluación de los Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés) de la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
[4]
Sic.
El Comercio, 06 de diciembre de 2016.
Asimismo, Gestión, 10 de enero de
2019. También, de manera directa: https://www.oecd.org/pisa/pisa-2015-results-in-focus-ESP.pdf
[5]
Sic.
El Comercio, 06 de diciembre de 2016.
[6]
Sic.
El Comercio, 08 de septiembre de 2019.
[8]
Sobre la base de siete mil estudiantes
de quince años, pertenecientes a doscientas ochenta y una instituciones
educativas del país.
[9] Ídem.
[10] El MINEDU tiene el deber de publicar,
por acuerdo con la OCDE, los resultados de la evaluación PISA a través de su
portal electrónico. Cuando uno ingresa a éste (www.minedu.gob.pe) observa, a primera vista
que, en efecto, existe un botón que indica contener dichos resultados (http://umc.minedu.gob.pe/pisa/). Pero
cuando uno clickea en él, el resultado, después de esperar un largo rato, es
una página de color plomo rata con el siguiente mensaje: “No se puede acceder a este sitio web / umc.minedu.gob.pe ha tardado
demasiado tiempo en responder.. / ERR_CONNECTION_TIMED_OUT...”
[11] Cfr.
Pacheco Mandujano, Luis Alberto, “Entrevista homenaje al Dr. Carlos Fernández Sessarego”, en: https://www.youtube.com/watch?v=z95opxBUuUY,
difundida en Lima el 30 de agosto de 2017.