Tornero Cruzatt, Yuri y Ángel Gaspar Chirinos (Directores), Lecciones de Filosofía del Derecho. Cartografía comparada de la crítica jurídica europea, Idemsa, Lima, 2018, páginas 13-21.
Desde un punto de vista teleológico, esto es, por la
finalidad u objetivo central del quehacer filosófico, pienso que la historia de
la filosofía puede clasificarse, sin mayor problema, en tres grandes períodos
autoabarcantes de sus producciones intelectuales, períodos que se encuentran
interconectados dialécticamente el uno a partir del otro, de principio a fin.
Estos tres grandes períodos serían, a saber, los siguientes:
El primero de ellos, que constituye una primera etapa
histórica de la filosofía, que abarca, no desde el momento que opera el paso
del μῦθος al lόgος
gracias a Thales de Mileto,[1]
sino, sobre la superación de dicha base cosmológica, desde la gestación de la
primera auténtica filosofía racional introducida en el mundo académico por al
primer Padre de la filosofía, Parménides de Elea [ss. VI – V a.n.e.], creador de la metafísica, la que será
desarrollada más tarde, sobre todo durante el período del clasicismo
sistemático griego, por Platón
[ss. V – IV a.n.e.] y Aristóteles [s. IV
a.n.e.], y continuada magníficamente, siglos después, por San Agustín [354 – 430], San Anselmo [1033 – 1109 d.n.e.], Santo Tomás de Aquino [1225 – 1274],
entre otros varios, hasta la publicación de la Crítica de la Razón Pura de I. Kant
[1724– 1804] en 1781.
En esta primera larga etapa, de una extensión de
veinticuatro siglos poco más o menos, la filosofía tiene una razón de ser, una
finalidad única: entender, comprender y aprehender el ser, el όν de las cosas, esto es, aquello que es y que, in-formando a
las cosas, no puede dejar de ser como es.
Se trata de un período en el que casi hay que sentir el όν, pero no con los sentidos materiales que caracterizan
al hombre, sino con el lόgος
que lo hace superior a toda forma de vida en el universo.
El desarrollo teórico y la comprensión de este ser llegará a enriquecerse de tal manera
que, encontrándose en el camino con el engrandecimiento progresivo del
cristianismo a partir de la apologética y la patrística, primero, y la
conversión de Constantino y la realización
del Concilio de Nicea de 325 d.n.e., después, se fusionará con las doctrinas
teológicas propias de la cristiandad primitiva e incipiente,[2]
las cuales encontrarán a sus máximos exponentes filosóficos, posteriormente, en
las personas de Agustín de Hipona, Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino. En ellos, en sus
teorías metafísicas de la realidad o, por mejor decir, en sus cosmogonías, se
encontrarán muy presentes Platón,[3]
en el caso de los dos primeros, y de Aristóteles,[4]
en el caso del tercero.
En este esquema de ideas, durante esta primera fase de su
historia, la filosofía es manifiestamente ontología,
es decir, teoría del ser; por tanto, la filosofía es predominantemente
metafísica y no cualquier metafísica, sino, fundamentalmente, metafísica de
línea aristotélico-tomista.[5]
Pero a partir de 1781, y tras la publicación de la Crítica de la Razón Pura de Kant, el interés de la filosofía se
centra, ya no en la comprensión y aprehensión del ser, sino, más bien, en la
capacidad de conocimiento del hombre.
¿Puede el hombre conocer las cosas? Y, si es así, ¿cuáles son los límites del
conocimiento si acaso éste es posible? ¿Es posible, por tanto, conocer la realidad? Con estas nuevas cuestiones,
comienza el segundo período histórico de la filosofía; se trata del período en
el que ésta es predominantemente gnoseología,
es decir, es una teoría del conocimiento.
Por eso dice Eustaquio Galán, citado por Mantilla Pineda, que “Kant elimina de la filosofía
toda preocupación ontológica, dando expresión culminante a un proceso
filosófico que comienza en Descartes. Antes del Renacimiento, en la Edad Media
y en la Antigüedad, la filosofía estuvo embebida de ontología, y la tradición
ontológica en filosofía la representa la línea aristotélico-escolástica. Kant
significa el momento en la historia de la filosofía en que esa tradición casi
se ha perdido por completo. De la filosofía ontológica antigua y medieval se ha
venido a parar aquí a una filosofía gnoseológica. Kant no se pregunta por el
ser de las cosas, no se pregunta cómo es la realidad, cuál es su estructura,
cuál es su forma, sino cómo puede ser conocida, cuáles son las condiciones de
su posibilidad. Acaso el contraste entre la filosofía ontológica antigua y
medieval y la filosofía gnoseológica sea el reflejo de una diferente concepción
del mundo, y venga a probarnos el papel enorme que esta juega en la filosofía:
el hombre antiguo, desde un punto de vista pagano, y el hombre medieval, desde
un punto de vista cristiano, conciben la realidad como un cosmos y como un
orden, mientras que el hombre moderno, laico, Kant, ve en ella un desorden y un
caos”.[6]
Con la filosofía hecha gnoseología se emprende el camino a la
constitución de una teoría general de la ciencia, aunque, naturalmente, tal
forma de filosofía no lograse despercudirse totalmente de la ontología, tal
como se aprecia en los trabajos de connotados filósofos como el propio Kant[7] o el mismo Hegel [1770-1831].[8]
La conversión definitiva de la filosofía en epistemología, esto es, en una teoría de la ciencia, se logrará
alcanzar con los trabajos desarrollados a partir del manifiesto titulado La concepción científica del mundo del Wiener Kreis, movimiento epígono de Isidore
Marie Auguste François Xavier Comte [1798-1857] que en su Curso de filosofía positiva planteó la necesidad de que la razón y
la ciencia asumieran la condición de guías únicas de la humanidad capaces de
instaurar un orden social liberado del oscurantismo propiciado por la teología,
a su juicio, máxima expresión reflexivo-teórica de la metafísica.
Si Kant le dio la estocada
inicial a la metafísica con su gnoseología fenomenalista, el positivismo del Wiener Kreis le dio la estocada final,
por lo menos, desde el punto de vista motivacional para quienes,
posteriormente, pretendiesen hacer filosofía en términos epistemológicos.
Pero qué es el positivismo en realidad. Karl Popper [1902-1994], uno de los más
connotados positivistas del siglo XX, lo definió de la siguiente manera:
“… El
interés científico por las cuestiones sociales y políticas no es menos antiguo
que el interés científico por la cosmología y la física; y hubo períodos en la
Antigüedad (estoy pensando en la teoría política de Platón y en la colección de
constituciones de Aristóteles) en los que podía parecer que la ciencia de la
sociedad iba a avanzar más que la ciencia de la naturaleza. Pero con Galileo y
Newton la física hizo avances inesperados, sobrepasando de lejos a todas las
otras ciencias; y desde el tiempo de Pasteur, el Galileo de la biología, las
ciencias biológicas han avanzado casi tanto. Pero las ciencias sociales no
parecen haber encontrado aún su Galileo.
Dadas
estas circunstancias, los estudiosos que trabajan en una u otra de las ciencias
sociales se preocupan grandemente por problemas de método; y gran parte de su
discusión es llevada adelante con la mirada puesta en los métodos de las
ciencias más florecientes, especialmente la física. Un intento consciente de
copiar el método experimental de la física fue, por ejemplo, el que llevó, en
la generación de Wundt, a una reforma de la psicología; de la misma forma que,
desde Stuart Mill, ha habido repetidos intentos de reformar a lo largo de
líneas parecidas el método de las ciencias sociales. En el campo de la
psicología puede que estas reformas hayan tenido algún éxito, a pesar de muchas
desilusiones. Pero en las ciencias sociales teóricas, fuera de la economía,
poca cosa, excepto desilusiones, ha nacido de estos intentos. Cuando se
discutieron estos fracasos, pronto fue planteada la cuestión de si los métodos
de la física eran en realidad aplicables a las ciencias sociales. ¿No era quizá
la creencia obstinada en su aplicabilidad la responsable de la muy deplorada
situación de estos estudios?
La
pregunta sugiere una sencilla forma de clasificar las escuelas que se interesan
por los métodos de las ciencias menos afortunadas. Según su opinión sobre la
aplicabilidad de los métodos de la física, podemos clasificar a estas escuelas
en pronaturalistas o antinaturalistas; rotulándolas de «pronaturalistas» o
«positivistas» si están a favor de la aplicación de los métodos de la física a
las ciencias sociales, y de «antinaturalistas» o «negativistas» si se oponen al
uso de estos métodos.
El que un
estudioso del método sostenga doctrinas antinaturalistas o pronaturalistas, o
el que adopte una teoría que combine ambas clases de doctrinas, dependerá,
sobre todo, de sus opiniones sobre el carácter de la ciencia en cuestión y
sobre el carácter del objeto de ésta…”[9]
Pero por esto mismo,
que no se relativice ni vulgarice la idea según la cual el positivismo sólo
trata de ciencias naturales en las cuales es aplicable el método de la física. Esta explicación debe ser entendida
complementariamente con la explicación de Nino [1943-1993]
hecha al respecto: “ni la observación, ni
la generalización, ni el uso hipotético deductivo de aserciones, ni la mensura,
ni la utilización de instrumentos, ni la construcción, ni todos ellos juntos –entendidos
como elementos definitorios de la física–, pueden ser tenidos como esenciales
para la ciencia. Porque se pueden encontrar ramas científicas en donde no se
usan esos criterios o tienen poca influencia”[10] La matemática,
v. gr., no echa mano de la
observación ni de la experimentación como técnica de verificación de sus
procedimientos deductivos; empero, no por ello deja de ser ciencia.
Es más, sobre estos
elementos-principio característicos de la ciencia nuevamente Nino dice al respecto que “no son ni necesarios ni suficientes [en
forma absoluta], pero pueden estar
presentes en mayor o menor grado y contribuir a garantizar lo que reconocemos
como científico. Su desaparición conjunta remueve de una actividad el carácter
científico; su presencia en alto grado crea condiciones reconocidas como
preeminentemente científicas”.[11]
La filosofía del día
de hoy, pues, es epistemología –esto queda claro– y, por tanto, su punto de
partida es la crítica de la ciencia. Así, en los tiempos actuales no podría
haber filosofía válida que no tuviese como punto de partida la crítica de la
ciencia, actitud con la cual la metafísica pasa a ser desaterrada del campo del
conocimiento. Este es el momento actual de la filosofía: la epistemología,
tercer momento histórico de la evolución de la historia de la filosofía.
Esta caracterización
histórica de la filosofía en los tres momentos antes precisados resulta de suma
importancia para todos los campos del conocimiento humano, básicamente porque
es sobre la base de dichos momentos que se construyeron los edificios teóricos
de las diferentes ciencias que han
sido conocidas por el hombre. Por ejemplo, en el caso de la física, el
recientemente desaparecido profesor Stephen W. Hawking [1942-2008] reafirmó permanentemente la importancia de realizar una física afirmada sobre
claras bases epistemológicas, entendidas éstas en un sentido positivista[12] o realista.[13]
De ahí que las teorías cosmológicas e, incluso, filosóficas de Hawking, hayan logrado alcanzar tal
grado de certero desarrollo.
Siguiendo la línea
de los razonamientos precedentes, en el caso del Derecho, una de las varias
ciencias que conforman la pléyade de las ciencias particulares de la sociedad, la
filosofía del Derecho será válida sólo si ésta encuentra su punto de partida en
la crítica de la ciencia del Derecho. Lo contrario seguirá siendo una
metafísica del Derecho, es decir, pura cháchara retocada cosméticamente con una
atractiva terminología
pseudocientífica. Por eso coincidimos con Cossio
cuando afirma tajante y contundentemente que “resultan tan vacías e infecundas las filosofías del Derecho que no son
filosofía de la ciencia del Derecho... El ajuste entre ciencia y filosofía
presupone la existencia de la ciencia porque la filosofía trabaja sobre la
ciencia, y no a la inversa; y sólo cuando la filosofía reflexiona sobre la
ciencia puede abrigarse la esperanza de que el conocimiento filosófico le
resulte de algún provecho al científico”.[14]
He allí el quid del asunto en materia de filosofía
del Derecho: la historia de ésta, evidentemente, hubo de seguir el curso de
desarrollo dialéctico de la historia de la filosofía, de manera tal que el
desarrollo y contenido de aquélla resultaban determinados, a su vez, más que
influenciados, determinados por el contenido de ésta; es decir, el aparato
teórico de la historia de la filosofía de una de las tres determinadas épocas
constituyen, al mismo tiempo, la razón de ser de las diferentes filosofías del
Derecho desarrolladas desde antiguo hasta hoy. Esta aserción es tan clara y
lógica que en ella se encuentra la razón del porqué de un jusnaturalismo, de
una ontognoseología jurídica o de una epistemología jurídica.
En efecto, sólo así
es posible explicar que, por un lado, el jusnaturalismo, siendo una teoría
filosófica que procura explicar el Derecho desde posiciones eminentemente
ontológicas, haya estado –como lo está aún en los porfiados, tercos y
contumaces rezagos que llegan hasta hoy con formas novedosas de teorización [v.
gr., el neoconstitucionalismo]– plagado
de razonamientos propios de la metafísica, puesto que su desarrollo desde Platón y Aristóteles hasta Kant, pasando por Hugo Grocio [1583-1645] y su celebérrimo De jure belli ac pacis de 1625,[15]
corresponde al período de la ontología; mientras que el positivismo jurídico
que va desde la Teoría pura del Derecho[16] de Hans
Kelsen [1881-1973] hasta El
concepto del Derecho de Herbert Lionel Adolphus Hart [1907-1992], se asienta sobre una plataforma eminentemente epistemológica.
La presente extensa
obra que el lector tiene entre manos, titulada Estudios de Filosofía del Derecho. Cartografía de la crítica jurídica
europea, obra colectiva que se presenta bajo la dirección de los profesores
Ángel Gaspar Chirinos y Yuri Tornero
Cruzatt, contribuye al examen del
pensamiento de un gran número de jusfilósofos contemporáneos, poniendo en
evidencia, gracias a sus sesudos análisis descriptivos, si las teorías
jusfilosóficas de éstos coinciden con el devenir de la línea del tiempo de la
historia de la filosofía o si, por el contrario, en situación de bilocación,
son el producto de tiempos actuales sintiéndose, sin embargo, presentes en la
Antigüedad o en el Medioevo ya superados, a la vez que imbuidos antidialécticamente
por el empalagamiento de momentos históricos ya superados, consecuencia de una
nostalgia de opio. Los lectores sabrán juzgar.
Luis Alberto Pacheco Mandujano
Magister juris constitutionalis
Profesor de filosofía del Derecho
Lima, abril de 2018
[1] El milecio Thales
[ss. VII – VI a.n.e.], conocido como “El
más sabio de entre los siete sabios de Grecia”, maestro de Anaximandro [ss. VII – VI a.n.e.],
maestro, a su vez –según la tradición de Teofrasto–,
del gran eléata Parménides, fue
ciertamente el primer filósofo racional de la historia de la filosofía al haber
iniciado la especulación científica y filosófica griega y occidental, pero por
el contenido cosmológico de su pensamiento reflexivo –como el asegurar que el
agua es el άρχή del kόsmoς– difícilmente
podría ser considerado el Padre de la
filosofía.
[2] La conversión del λóγος, ora parmenídeo, ora
platónico, ora aristotélico, en el Dios todopoderoso
de la tradición judeo-cristiana se aprecia en textos sagrados tales como, v.
gr., el versículo primero del capítulo primero del Evangelio según San Juan, donde se lee lo siguiente:
“εν αρχη ην ο λóγος και ο λóγος ην προς τον θεον και θεος ην ο λóγος”, esto es,
“en el principio era el lôgos y el lôgos
era con Dios; el lôgos era Dios”. Así, gracias a este proceder de
subordinación de la filosofía respecto de la teología, sucede que, en tiempos
del medioevo, efectivamente philosophia ancilla
theologiae.
[3] La cosmogonía del mundo de las ideas y de las cosas
sensibles de Platón se
encuentra, a través de Plotino,
manifiestamente presente en la Civitate
Dei de San Agustín.
[4] Tanto la concepción de la causalidad y la del
movimiento, como la célebre teoría
hilemórfica de Aristóteles, se
encuentran presentes, casi al punto de la repetición, en las siempre recordadas
Cinco vías teológicas para la
demostración de la existencia de Dios que se desarrollan en el Artículo 3, titulado Utrum Deus sit, de la Cuestión 2, De Deo, an Deus sit, que hallamos en la Summa Theologiae, como también en la doctrina del cuerpo y
el alma de Santo Tomás de Aquino,
versión tomista del hilemorfismo aristotélico.
[5] Sostengo, además, que Santo Tomás de Aquino fue un forofo
destacado de Aristóteles, y que,
por tanto, la labor de aquél fue la de aristotelizar el pensamiento teológico
cristiano; no lo contrario. Y con esto no minimizo ni relativizo la filosofía
tomista. Por el contrario, es reconocer el gran esfuerzo del Aquinata en una
labor suprema: aristotelizar –repito– el pensamiento teológico cristiano no es
cosa de hombres mínimos. Pero ni aun así me sería posible, como no le resulta
posible a los filósofos que tienen autoridad para decirlo, que el tomismo representa
una novedad en el ámbito de la
historia de la filosofía [en contra, Juan
Pablo II, Fides et ratio,
IV: 43.44]. La incorporación de la filosofía aristotélica en la teología
cristiana tras la vida y obra del Santo
Sol de Aquino –que es como también se le llama a Santo Tomás–, superando el platonismo
inserto en la teología agustina, fue tan importante para la Iglesia Católica
–iglesia que representa al cristianismo por excelencia– y su legado cultural y
filosófico, que en su encíclica Aeterni
Patris el Papa León XIII
reivindicó al tomismo, en 1879, como la filosofía oficial de la Iglesia. El
propio nombre de la encíclica de marras, “Sobre
la restauración de la filosofía cristiana conforme a la doctrina de Santo Tomás
de Aquino”, lo dice todo. Más tarde, Juan
Pablo II en su Fides et
ratio de 1998, reitera tal decisión leonense.
[6] Sic.
Mantilla Pineda, Benigno. Filosofía del Derecho. Editorial Temis
S. A. Santa Fe de Bogotá, Colombia, 1996, págs. 54-55.
[7] Sin contar sus libros Crítica de la razón pura, Crítica
de la razón práctica y Crítica del juicio
–donde los razonamientos kantianos aún se encuentran envueltos por una profunda
influencia metafísica evidente en sus tesis fenomenalistas–, los Prolegómenos a toda metafísica futura que
pueda presentarse como ciencia y la Fundamentación
de la metafísica de las costumbres resultan manifiestamente afectadas por
los rezagos metafísicos.
[8] “Tan
extraño –dice Hegel al comienzo de su Lógica– como un pueblo para quien se hubieran hecho insensibles su Derecho
político, sus inclinaciones y sus hábitos, es el espectáculo de un pueblo que
ha perdido su Metafísica, un pueblo en el cual el espíritu ocupado de su propia
esencia no tiene en él existencia actual ninguna”. Como se sabe, la metafísica
hegeliana, cumbre de la metafísica en la historia de la filosofía, encuentra su
radio de acción en el concepto de espíritu.
[9] Sic.
Popper, K. R., La miseria del historicismo. Título original The poverty of
historicism. Traducción de P. Schwartz, segunda reimpresión de la
Primera Edición en «Área de conocimiento: Humanidades» [2002], Alianza
Editorial, S. A., Madrid, 2008, págs. 15-16.
[10] Sic.
Nino, Carlos Santiago, Introducción al análisis del Derecho,
Barcelona, 1983, págs. 318-319.
[12] El término “positivo” se encuentra referido a lo real, esto es, a lo
fenoménico dado al sujeto. Lo real, por tanto, resulta contrario y opuesto a
toda forma de esencialismo, y desecha
la búsqueda de propiedades ocultas de
las cosas, lo que es característico de la ontología, de la metafísica.
[13] Afirmó Hawking,
sobre el particular, que “cualquier
teoría científica seria, sobre el tiempo o cualquier otro concepto, debería en
mi opinión estar basada en la forma más operativa de filosofía de la ciencia:
la perspectiva positivista propuesta por Karl Popper y otros” [sic. Hawking,
Stephen W., El universo en una cáscara de
nuez. Traducción castellana de David Jou. Crítica / Planeta, Barcelona,
2002, pág. 31]. Algunos años más tarde, el ilustre profesor de Cambridge precisó:
“No hay imagen –ni teoría– independiente
del concepto de realidad. Así, adoptaremos una perspectiva que denominaremos realismo
dependiente del modelo: la idea de que
una teoría física o una imagen del mundo es un modelo (generalmente de
naturaleza matemática) y un conjunto de reglas que relacionan los elementos del
modelo con las observaciones. Ello proporciona un marco en el cual interpretar
la ciencia moderna” [sic. Hawking, Stephen W. y Leonard Mlodinow, El gran diseño. Traducción castellana de David Jou. Tercera
reimpresión de la primera edición. Editorial Crítica, Barcelona, 2010, págs.
51-52].
[14] Sic.
Cossío, Carlos, La teoría egológica del Derecho y el concepto jurídico de la libertad,
Editorial Losada, S.A. Buenos Aires, 1944, pág. 16.
[15] Si bien esta obra es considerada en la
actualidad una pieza clásica de la literatura del Derecho Internacional, su
contenido debe mucho a los teólogos españoles del siglo XVI, en especial a Francisco
de Vitoria [1483-1546] y Francisco Suárez [1548-1617], quienes centraron sus obras en la
tradición católica del jusnaturalismo.
[16] En la Introducción de mi libro Problemas actuales de Derecho Penal. Dogmática
penal y perspectiva político-criminal, manifesté, sobre la relación de influencia del Wiener
Kreis en el pensamiento de Hans Kelsen, lo
siguiente: “Si se considera que Kelsen
vivió y estudió en Viena durante el primer tercio del siglo XX, ‘no sería,
después de todo, tan extraño –intuye Cofré– que Kelsen fuese influido, si no
directamente, al menos indirectamente por el ambiente intelectual de la Viena
de su época y que esa influencia se reflejase en su concepción –nunca
abandonada– de una teoría pura (formal) del Derecho. Y si bien es cierto que
Kelsen en su obra no da señas de haberse interesado por los debates del
‘Círculo’ y claramente no demostró conocimiento de la lógica matemática, se
sabe que no fue ajeno a las discusiones organizadas por los filósofos del
‘Círculo’. Según noticias del bien informado Diccionario de Filosofía de J.
Ferrater Mora, estos pensadores alteraron con economistas como J. Schumpeter y
juristas como Hans Kelsen… Desde esta perspectiva quizá se pueda sugerir que la
teoría kelseniana está inspirada en las investigaciones lógicas, epistemológicas
y semánticas de principios de siglo originadas en la Escuela de Viena’ [sic.
Cofré, J. O., “Kelsen, el formalismo
y el ‘Círculo de Viena’”, en: http://mingaonline.uach.cl/scielo.php?pid=S0718-09501995000100002&script=sci_arttext, link consultado el 8 de febrero de 2016,
págs. 3, 4 y 7]. Por otro lado, no está demás relevar comparativamente la
presencia de una gran similitud operante en el espíritu de comprensión de sus
respectivos objetos de estudio que, actuante desde la formación de las
respectivas escuelas, expusieron el Círculo de Viena y el positivismo jurídico
kelseniano. En efecto, mientras Hahn, Neurath y Carnap, representantes ilustres
del Wiener Kreis, señalaban formalmente en el prólogo de su celebérrimo
manifiesto denominado ‘La concepción científica del mundo – El Círculo de
Viena” que “este círculo no tiene junta directiva, sino que la conforman
hombres con la misma actitud científica básica. Cada miembro trata de obtener
la integración, cada uno trata de llevar la unión al primer plano, ninguno
quiere perturbar la cohesión a través del individualismo. En muchos aspectos
uno puede representar a otro, el trabajo de uno puede ser continuado por otro”;
Kelsen precisaba en el prefacio de la edición en alemán de 1934 de su “Teoría
pura del Derecho” que “un grupo de juristas preocupados por los mismos
problemas ha constituido lo que se denomina ‘mi escuela’, que solamente lo es
en el sentido de que cada uno de sus miembros trata de aprender de los otros
sin renunciar a su individualidad propia’ [sic. Kelsen, H., Teoría Pura del
Derecho. Introducción a la ciencia del Derecho, traducido por Moisés Nilve,
18ava. edición de la edición en francés de 1953, Buenos Aires, EUDEBA 1982,
págs. 9 y 10]. La coincidencia de perspectivas anunciadas para el trabajo
futuro de ambas escuelas, en este punto de inicio de labores, es más que
reveladora” [sic. Pacheco Mandujano, Luis Alberto, Problemas actuales de Derecho Penal. Dogmática penal y perspectiva
político-criminal, A&C Ediciones, Lima, 2017, nota de pie 8, pág. 15].