“Fragmentos, pensamientos fugitivos, decís. ¿Se les puede llamar fugitivos cuando se trata de obsesiones, es decir, de
pensamientos cuya característica principal es justamente no huir?”
El doctor Ramiro De Valdivia Cano, distinguido
juez de la Corte Suprema de Justicia de la República del Perú, además de
dilecto profesor de Derecho de diversas importantes universidades del país, me
ha honrado sobremanera pidiéndome que dedique unas líneas considerativas al
libro titulado La superstición del
divorcio y otros ensayos acerca de los derechos fundamentales, el cual,
gracias a la acertada decisión del Consejo Directivo de la Academia de la
Magistratura cuya presidencia se encuentra ocupada en este momento por el señor
fiscal supremo Pedro Gonzalo Chávarry Vallejos, es reimpreso
por su Fondo Editorial después de haberse agotado la primera edición, con lo
que se verá satisfecho el público lector que reclamaba este nuevo tiraje.
Al leer el libro de marras uno confirma lo que de él se dice
en el ambiente del foro local peruano: su contenido resulta enriquecedor y
provechoso para la cultura jurídica general de cualquier persona que, sin tener
la necesidad de haber sido obligatoriamente formada y entendida en materia
jurídica, pero que posee al menos cierto bagaje académico-social general, desea
ilustrar y fijar claramente sus ideas en torno a los tópicos que Ramiro
De Valdivia
aborda en su trabajo. Se trata por eso, sin lugar a dudas, de un libro diáfanamente
lecturable, tanto por la forma de su escritura como por la estructura con que
los temas, a pesar de la más o menos relativa independencia temática que los
define, van sobreponiéndose unos a otros de manera lógica y coetánea. Siendo
así, sobre la base de una lectura que, por las características anotadas, atrae felizmente
al lector antes que repelerlo,
ya
sea por hostigamiento literario o por el uso de una prosopopeya pedante,
podemos expresar las consideraciones que siguen a continuación.
El libro contiene ciento ocho artículos y ensayos más o
menos breves que desarrollan asuntos variopintos vinculados al análisis
jurídico-social de temas tales como el divorcio y situaciones reales que ponen
sobre el tapete la discusión acerca del atropello, protección y vigencia de los llamados
derechos fundamentales. Y todos estos trabajos reflexivos tienen
como base fáctica la sociedad moderna, contemporánea, sobre la que, en países
como el nuestro, se construyen después categorías y conceptos jurídicos de
validez
erga omnes, con los que se
asumen, con
criterios políticamente correctos –que nuestro
autor critica inteligente, sagaz y acuciosamente– cómo es que la sociedad
debe ser según el panóptico
autorizado y de moda: la sociedad del
espectáculo –según frase acuñada por nuestro Nobel Mario
Vargas
Llosa,
inspirado seguramente en el pensamiento social del recientemente desaparecido
profesor polaco Zygmunt
Bauman–,
que no es sino la sociedad de consumo cuya
cultura
ha fagocitado la consciencia social de los hombres y mujeres del Perú y de gran
parte del planeta.
Ramiro
De Valdivia procede
aquí, por tanto, sin tacha académica alguna y de manera correcta, como todo
investigador y científico social que se respete, pues sabido es que las ideas,
los pensamientos, las categorías abstractas que estructuran una teoría, una
tesis social, cualesquiera fueren éstas, no son sino el reflejo más o menos
inmediato de la realidad social. Y conociendo como conozco a don Ramiro, creo
estar seguro que opera él de esta manera en sus trabajos académicos a sabiendas
de que la crítica de los conceptos y de los juicios sociales, de las ideas, de
los pensamientos, en suma cuenta, de la cultura oficial de una sociedad dada,
viene a ser, en verdad, la crítica al sistema social de base material sobre el
cual se erige y organiza la consciencia social de los hombres, donde se alojan
las opiniones, las creencias, las representaciones ideales de las personas, las
consideraciones ideológicas, el espíritu que impregna al actuar cotidiano de
los seres humanos. Esta verdad, que es ley social,
la
debe haber conocido y aprehendido nuestro autor en las aulas universitarias de
su amada y jamás olvidada ciudad natal de Arequipa y tal vez, sobre todo,
la
debe haber consolidado en la Universidad Nacional de San Agustín, donde cursó
sus estudios de posgrado para hacerse doctor en Derecho público.
Es menester realizar esta precisión para comprender, como
preámbulo a la obra que el lector tiene entre manos, el sentido crítico, esto
es, analítico-dialéctico, con que se dicen las cosas en este texto: don Ramiro De Valdivia
dice las cosas como son antes de expresarlas como le parece que son; es decir,
entiende y explica los asuntos de que trata en este libro no como cree que
ellos son sino, fundamentalmente, como son, gnoseología que su enjuiciamiento
personal alcanza después de someter sus temas objeto de atención a un riguroso
enjuiciamiento analítico social. De ahí la firmeza con que se sostienen las
argumentaciones y la fuerza de la verdad que reviste a cada artículo integrante
del libro.
Y lo que dice nuestro autor en todas las páginas que
componen su libro lo dice de múltiples maneras aunque, al fin y al cabo, esa
multiplicidad se proyecte en un único y sólo tema: la sociedad que vivimos ha
logrado que las personas ya no sean personas, que los seres humanos sean cada
vez menos humanos, que los hombres no sean sino consumidores hiperactivos,
ansiosos y adictos de lo que no necesitan y que, añadidamente, les hace mal. En
una sociedad como la que vivimos y sufrimos, donde según afirmación apodíctica
de la cultura oficial no es tiempo de
ideologías,
la competencia ha pasado a convertirse en ideología esparcida por los medios de
comunicación de la prensa masiva y es precisamente con ella que se da forma a la
opinión pública,
mientras las ropas de etiqueta costosa y
reconocida
socialmente transfiguran para convertirse en la nueva piel de la persona.
En este contexto, no se equivoca ni un ápice Raúl
Pérez
Torres y
sentencia bien al decir que
“Dios es el
mercado, el centro comercial la nueva iglesia y el cliente su esclavo fiel”.
En una sociedad como esta, por consecuencia
lógico-dialéctica, si las condiciones materiales de vida poseen tales
características reales, resulta sumamente evidente y atronadoramente claro que
los valores ya no pueden ser los
valores, sino todo lo contrario. Como dice atinadamente el mismo Pérez
Torres al respecto: “La
honradez, la lealtad, la solidaridad, son lobos esteparios arruinados”. Por
eso la pendejada implacable y amoral remplaza a la honradez, la
incondicionalidad de sobón estilo Felpudini a la lealtad y el egoísmo más
férreo, superficial y miserable a la solidaridad. Los valores de nuestros
tiempos son, fundamentalmente, estos tres: la pendejada, la sobona
incondicionalidad y el egoísmo. En semejante realidad, la libertad, por tanto,
se confunde fácilmente con el libertinaje, antivalor que, estando de moda entre
nosotros, es la materialización del proceder cobarde: huir de todo, haciendo lo
que venga en gana, para evadir la responsabilidad madura y adulta que debe
contraerse con la humanidad, con la naturaleza y con las cosas.
Que no se escandalice, entonces, nadie por escuchar a
alguien hablar de la verdad. Todos creen que pueden hacer de todo y sin límite
ni freno alguno. Y es precisamente todo esto lo que se reclama cuando se cree
reclamar
derechos fundamentales,
aunque nadie se dé realmente cuenta que lo que pide a gritos es estulticia en
lugar de auténticos
derechos
fundamentales. Y en esta atmósfera de estiércol macrométrico, donde todos
aprendieron y se acostumbraron a comer, beber y respirar de esa bosta social,
entonces, el Estado otorga, pues, lo que se reclama: estupidez, incultura,
detritus colectivo. Basta prender el televisor para comprobar lo que aquí se
afirma. Pero, claro, el idiota defensor de la pandémica atrofia de la cultura
que caracteriza y define a los anunciantes, periodistas televisivos y
faranduleros de la pantalla chica, así como a los gerentes de la gestión empresarial
de la TV, dirán:
“si no les gusta lo que
ven, tienen la libertad
de cambiar de
canal”. ¡¿Pero qué clase de libertad es ésta si el menú televisivo siempre
ofrece la misma bazofia?! Esto no es realmente libertad de nada ni para nada.
¡Ah!,
pero el que diga lo contrario es un
nerd,
un resentido social, un cucufato católico escolástico, ¡incluso es terrorista! Y,
claro, siendo así como son las cosas, el párrafo final del artículo catorce de
la Constitución es una blasfemia antiliberal que filtró en esta carta política
algún puritano medioeval. Este es el horror ético de nuestros tiempos. He aquí
el cretinismo absoluto que tanto temían los creadores de la cultura.
En este sistema social de pobreza del espíritu, donde todo
se compra porque todo se vende, el hombre ya no sólo es
homo videns, ahora es
homo
cretinus.
Y siendo como es, su también cretina arrogancia se hincha como fugu en mar
abierto y crece, al igual que se incrementa su veneno, sobre la base de la
ignorancia y la incultura, sobre la tarima en la que descansa su desapego por
la moral, su desacato por el bien y su amor por lo útil y lo práctico. El nuevo
hombre, el
homo cretinus, el
utilitarista y pragmático ser humano, ebrio en estado comatoso, conduce el
vehículo de su vida atropellando todo a su paso y, vociferante, va reclamando
derechos que
se ha ganado por el sólo
hecho de existir. Desde la comodidad de su asiento, mueve los dedos para
digitar su control remoto que le permite sin cansancio cambiar el canal de su
vida, sintiéndose satisfecho de su nueva cultura y de haber logrado obtener lo
que tiene. Así procede porque
es su
derecho. Derecho absoluto, inmutable, uno, solo, macizo y contínuo. Así de
parmenídeo.
Es aquí donde
Pérez Torres acierta
nuevamente al precisar que
“el pueblo
gordo de avaricia, tambaleándose en la nueva realidad, no sabe qué hacer con lo
que tiene. Le han caído del cielo los hospitales, las universidades, las
carreteras, el trabajo, el sueldo mensual, las pensiones. Ahora sí puede
carajear, ahora sí puede insultar, solazarse y manifestar su ego escondido,
ahora nadie le ningunea, puede hasta dilapidar y enseñorearse y pervertirse,
porque es su derecho. Nadie le quita su derecho. El Estado vigila y propone su
derecho. Se le entregó el pez sin enseñarle a pescar. Analfabeto de principios
y de símbolos. Su egoísmo, su individualidad, su mediocridad, su ambición,
están garantizadas”.
He
aquí el
summum de la nueva filosofía
de los
derechos humanos de los
tiempos actuales. Reclamo absoluto, soberbio y pedante para el goce absoluto,
soberbio y pedante de
derechos;
negación absoluta, violentamente negativa y obstinadamente canceladora para el
incumplimiento absoluto, violentamente negativo y obstinadamente cancelador de
deberes y valores. Inequidad, en suma cuenta, en la relación derechos-deberes.
Este empanzamiento de antivalores en las personas constituye
el caldo de cultivo generador de ideas
como las que cuestiona y critica sagazmente Ramiro De Valdivia.
Ideas tales como estas: “si la pareja no
resulta, el divorcio es la solución”, o “este
es mi cuerpo y yo decido”, cuando la irresponsable gestante –irresponsable
por acción amoral y por omisión inmoral–
reclama su derecho fundamental
al aborto y es defendida por cierto cretino sector feminista, presionando al Estado
para que despenalice la figura delictiva del homicidio de los nonatos por
tratarse, según la absurda creencia de estas gentes, de un derecho humano de la mujer el poder decidir si continúa con su embarazo; o, peor todavía, “el sexo es biológico y el género una
construcción social”, argumento
–si así se le puede llamar a semejante insensatez– confusionista que esparce el
desorden y siembra el caos para generar un laberinto conceptual entre los
ciudadanos para embrollar los pensamientos y sacar partido de ello, pues sabido
es que a río revuelto, ganancia de
pescadores. Y el resultado de concepciones
como estas han terminado casi por destruir el sistema de valores que iluminaron
el devenir humano y dinamitar instituciones fundamentales de un integérrimo
orden social, como la familia y el matrimonio, instituciones que, en verdad,
son objeto de los odios ontológicos que destilan embrutecedoramente esos
militantes de la cultura de la muerte que hablan, con galimatías impertérritas
y con el apoyo de fabulosas contribuciones económicas y políticas
internacionales, en irónico nombre de los derechos
humanos, diseminando sus ideologías enfermas a través de los medios de
comunicación de la prensa masiva para inocular su veneno social a mayor
alcance.
Sin que fuese vidente ni místico, el genial Jean-Paul Sartre,
adelantándose tres o cuatro décadas al final de su vida, afirmó lo que en
nuestros tiempos habría de suceder: el arma fundamental de las clases
dominantes en el mundo es el arma de la estupidez; estupidez que no es sino el
resultado de la imbecilización total y absoluta de la sociedad, la que comienza
por adormecer la consciencia de la gente para vaciarla finalmente de contenido
absoluto en sus espíritus personales. El resultado: esclavos modernos, tontos
útiles, imbéciles, personas impotentes y débiles de mente.
No se equivoca, pues,
Pérez Torres cuando
sentencia con razón que hay
“en la
televisión denigrantes estereotipos de nosotros mismos, en el cine la manera
más sofisticada de asesinar a tu padre, en la política falsos profetas, en la
administración pública prestidigitadores del hurto, en la escuela el implacable
ejemplo de las drogas, en la familia la
violencia y el alcohol como un mueble más, en la vida cotidiana la grosería, el
trato burdo, el insulto brutal. Amores eternos que terminan en la comisaría.
Deseos de que a nuestros hermanos les azote otro terremoto por no pensar como
uno”.
Ahora, claro, decir esto, a contracorriente de lo que
establece el statu quo social, el establishment, es un herejía sin lugar a
dudas. Lo reconoce el propio Ramiro De Valdivia en varias
páginas de su libro. Pero ello, evidentemente, no lo amilanó para escribir los
textos que conforman esta monografía colectiva. Ya lo dije antes: don Ramiro no
dice las cosas como cree que son, sino que las dice como ellas son.
Es esto, precisamente esto, lo que hace que Ramiro De Valdivia
sea un rara aviz en la magistratura nacional. Rara aviz porque siendo el
ambiente en el que él se ha desenvuelto, en condición de magistrado, un espacio
reservado para el poder antes que para la reflexión académica, no deja de
llamar la atención que un juez de su categoría y jerarquía escriba como habla y
hable y escriba como piensa, es decir, consecuente, reflexiva y académicamente,
sin exhibir las pompas y posturas características de virrey envejecido con
aroma a naftalina, con mucha suntuosidad, ninguna humildad intelectual y
exagerado relumbrón, que es la imagen que proyectan hacia el pueblo algunos de
sus arrogantes colegas y que, aunque no todos, sino algunos, estos algunos, sin
embargo, son.
No veo, pues, por todo lo dicho, que en este libro se
critique al positivismo jurídico. En esto disiento de la opinión de
Cárdenas
Krenz.
El libro critica, evidentemente, al sistema social y su espíritu vacío y
marchito. Y con él, critica su Derecho. Por eso mismo, el autor propone entre
líneas unas veces, y de manera directa otras, cuál es el camino para hacer
frente al modelo de sociedad anaxiológica en la que vivimos: desarrollar una
educación certera y verdadera, contraria a la educación oficial, ésta que
trafica con el conocimiento para destruirlo sin rubor alguno.
Lamentablemente para nuestra patria, como en muchas otras
patrias sudamericanas, la educación de hoy no es más un valor; es un negocio. Y
cierta fe religiosa no es virtud teologal que oriente el camino del hombre para
la salvación del alma; es concupiscencia que sirve al enriquecimiento, no del espíritu
del pastor y del que corresponde a su comunidad de creyentes, sino al
enriquecimiento del patrimonio personal de aquél. Si no, pregúntenle a los
dueños de las universidades
con mayor
presencia en el Perú
y
a los pastores protestantes investigados hoy por la fiscalía por lavado de
activos, cómo son las cosas.
Habría, nada más ya, que agregar en este punto, con la misma
glosa y sorna con la que Ernesto Famá cantaba el “Cambalache” de Enrique Santos Discepolo
en “El alma del bandoneón” de 1935:
“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor,
ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador.
¡Todo es igual, nada es mejor,
lo mismo un burro que un gran profesor!
No hay aplazaos ni escalafón,
los inmorales nos han igualao...
Si uno vive en la impostura
y otro roba en su ambición,
da lo mismo que si es cura,
colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón.”
Si usted, amable lector, es como los televidentes de los
tiempos actuales, piensa como ellos y
no le gusta que aquí se digan las verdades tal como son y sin tapujos, no se
haga problemas, cambie de canal o, más certeramente en este caso, cambie de
libro o, mejor aún, deje de leer. Así pensará menos, dará razón a la siempre errada
y pésima interpretación del texto veterotestamentario del Eclesiastés en el
versículo 18 de su capítulo primero, y no le dolerá la cabeza. Pero si forma
parte de aquellos que saben y sienten sed de la verdad, lo invito a imbuirse de
una lectura como ésta, que es viva, sana y ejemplificadora en toda la dimensión
del término.
Prof. Dr. H. c. Mult. Luis Alberto Pacheco
Mandujano
Magister juris constitutionalis
Director de la Academia de la
Magistratura
Lima, 8 de octubre de 2017
Día del Combate de Angamos