En su celebérrima conferencia ofrecida en la Sociedad Jurídica de Berlín en 1847,
Julius von Kirchmann aseguró que “dos palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir
bibliotecas enteras en basura”. Un año más tarde, en 1848, aunque desde
posiciones teóricas absolutamente antipódicas,[1] en
su Manifiesto del Partido Comunista,
Karl Marx
y Friedrich Engels denunciaban a la clase burguesa encarándola sin
tapujos, espetándole que “vuestro Derecho
no es sino la voluntad de vuestra clase erigida en ley”.[2]
En ambos casos –independientemente de las posiciones
ideológicas y políticas a las que respondían estos tres famosos pensadores
sociales– coincide el hecho de que tanto Kirchmann como Marx
y Engels
identifican al Derecho exclusivamente con la norma jurídica, con la ley
–en el sentido amplio del término–, producto resultante del quehacer
legislativo. Craso error, aún para mediados del siglo XIX porque el propio Kirchmann
ya había advertido intuitivamente que el origen del Derecho se encuentra en las
relaciones sociales, y ni qué decir respecto de Marx
y Engels,
quienes comprometieron su vida entera al estudio de la sociedad, de cuya base
material [las relaciones sociales de
producción en combinación con las fuerzas
productivas] surge la superestructura,
donde se ubican los elementos integrantes de la consciencia social, es decir,
de la cultura humana, entre ellos, el Derecho.[3]
¿Cómo fue posible, entonces, que estos teóricos de la
sociedad pudieran identificar, reductivamente, al Derecho únicamente con su
producto formal final: la ley?
El Derecho no sólo es ley. Mejor dicho, el Derecho no
comienza ni termina en la ley. La ley es sólo, de hecho, como en el caso del iceberg, la punta que se aprecia sobre
la línea marina, pero bajo ella se encuentra un sólido compacto mucho más
grande y significativo. ¿Qué contiene ese sólido
compacto no expuesto a los ojos del profano pero que, con mucha más razón
que en el caso de la ley, debe ser analizada, aprehendida y entendida por el
jurista verdadero y por los estudiosos de la sociedad si quieren comprender de
veras la forma de su desarrollo y transformación?
Los romanos, recordados entre otras muchas obras de la
cultura antigua por su Derecho, del cual los países de Occidente somos
herederos, solían reflexionar sociológicamente diciendo ubi societas, ibi jus, es decir, allí donde hay sociedad, allí hay Derecho. Quiere esto decir que,
independientemente del mecanismo formal o social mediante el cual las
sociedades en el mundo determinen la regulación de sus conductas, esto es, ya
sea con leyes, máximas o con normas consuetudinarias, lo cierto es que toda sociedad posee Derecho. ¿Incluso
las sociedades primitivas, como las gens
o las tribus que precedieron a las
civilizaciones, poseían Derecho? En efecto, incluso ellas poseían Derecho.[4]
Siendo esto así, queda claro –aunque, por supuesto, la
aserción requiere de una mayor explicación de índole antropológica, sociológica
y filosófica que aquí no me es posible desarrollar porque no es el lugar para
hacerlo[5]–
que el Derecho es, ante todo, un fenómeno social que brota del corazón mismo de
las relaciones humanas, de las relaciones sociales; es decir, el Derecho es una
parte de la realidad social que surge de la necesidad de los hombres de ordenar
su sociedad, mantener control sobre ella y resolver los conflictos cuando
surgiesen discrepancias trascendentes entre los seres humanos. Y es que el
hombre es, como bien reflexiona A. M. Tamayo Flores,[6] siguiendo
en esto a A. Supiot,[7] un
homus juridicus, es decir, un ser
creador y destinatario de las normas de Derecho. Por ello, es evidente que el
Derecho no podría haber sido jamás natural
como apuntaba metafísicamente la vieja y superadísima Teoría del Derecho natural.
El Derecho no es, en efecto, un producto de la madre natura, sino, por el contrario, es
obra de la cultura humana. Dicho de manera más precisa, el Derecho es un
producto social, histórica y culturalmente determinado. Por tanto, el Derecho
ha estado, está y estará siempre con los hombres mientras estos existan, pues ubi societas, ibi jus.[8]
Siendo así, es decir, siendo que el Derecho es, en esencia,
un fenómeno social que brota de las entrañas mismas de las relaciones sociales,
que con el paso del tiempo genera un producto normativo que va adquiriendo un corpus formal cada vez más organizado y
complejo, porque cada vez más organizada y compleja es la sociedad de la que
surge, cómo no desarrollar un instrumento teórico, con adeéne epistemológico,
que tenga por objeto de estudio tanto el fenómeno social de marras como el
conjunto de normas que componen un orden jurídico que sirve para afianzar, reforzar y
consolidar el modelo de sociedad
que se implementa en un espacio determinado, en un tiempo dado.[9]
Sería absurdo y un contrasentido si no se desarrollase una ciencia al respecto.
Esta ciencia, que “estudia las leyes más
generales que rigen la… integración de la base económica y
la superestructura, desde la precisión del
Derecho considerado como forma objetiva de existencia de la realidad social –es
decir, en el espectro de la regulación normativa de la sociedad–, y que
dialécticamente se mueven en el tiempo y en el espacio”,[10]
es precisamente la denominada ciencia del
Derecho.
En esto consiste entonces, desde el punto de vista de su composición
estructural, el Derecho, al que, por la naturaleza de sus objetos integrantes,
podríamos llamar, como los romanos de antaño, Derecho objetivo.
Para decirlo, pues, con precisión gráfica, el Derecho
objetivo está integrado por: i) el fenómeno social al que llamamos Derecho; ii) por un Orden jurídico, al
que también llamamos Derecho; y, iii)
por una ciencia jurídica a la que igualmente llamamos Derecho. Derecho, con D mayúscula, para distinguirlo del derecho, con d minúscula, es decir, del derecho
subjetivo, esto es, de la facultad que –para decirlo en términos sencillos–
tiene la persona de hacer o no hacer algo siempre y cuando ese hacer o no hacer
algo no afecte el derecho de los demás. Entonces, así, se habla del derecho a la educación, del derecho al trabajo, del derecho a la salud, del derecho a la propiedad, entre otros
tantos derechos más.[11]
La relación del Derecho
–y sus elementos constitutivos– con del derecho
configura el objeto central del estudio de la ciencia del Derecho y sus
disciplinas contribuyen no sólo a la comprensión de dicho objeto sino, también,
a la aplicación de sus mecanismos normativos y teóricos. Por tanto, el Derecho
no es –otra vez queda claro– sólo norma.
Pero, ¿qué hay de la afirmación de Kirchmann
según quien el Derecho no podría ser ciencia precisamente porque “dos palabras rectificadoras del legislador
bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”? ¿No es el Derecho,
entonces, ciencia?
Otra vez, debo precisar que en mi Teoría dialéctica del Derecho me he ocupado ampliamente sobre el
particular, y desde un estricto punto de vista epistemológico he desbaratado
las tesis imprecisas, metafísicas y vanas que afirman que el Derecho no es
ciencia. Pero aquí quiero resaltar, para acabar de una vez con él, un argumento que, a pesar de revelar
debilidad intelectual en su propuesta, sin embargo, parece haber calado en el pensamiento de nuestros juristas y estudiosos del Derecho.
Dicho argumento
pretende explicar que el Derecho no podría constituir una ciencia toda vez que no es posible realizar experimentos que
verifiquen la verdad de las proposiciones jurídicas, así como se realizan
experimentos en el caso de las ciencias naturales: la física o la química.
En suma cuenta, gracias a semejante
idea, se entiende que el Derecho no es poseedor de un laboratorio
de experimentación y, por tanto, no constituye una ciencia. He aquí, más o
menos sintetizado, el argumento de
nuestros sesudos juristas y estudiosos del Derecho. ¡Qué horror!
Cuando Kirchmann afirmó que el
Derecho no podía ser una ciencia porque “dos
palabras rectificadoras del legislador bastan para convertir bibliotecas
enteras en basura”, se refería a dos cosas: primero, que el Derecho está
compuesto únicamente por la producción legislativa, esto es, por la ley; y,
segundo, porque ese producto legislativo siempre se encuentra retrasado en
relación al avance social, de manera que si se pretendiera desarrollar una
ciencia del Derecho esta ciencia del Derecho resultaría siempre falsa porque,
siendo su objeto de estudio la ley –ley que fotografía
un momento dado de la sociedad para perennizarlo,
separándose del avance social– realizaría un análisis y una comprensión de una
sociedad que siempre ya-no-es, actividad
que no tendría sentido científico.
Empero, a pesar del error de comprensión epistemológica de Kirchmann
en este punto, este razonamiento –aunque jusnaturalista al fin y al cabo– al
menos tiene cierto sentido; está equivocado, pero algún sentido lógico posee. Sin
embargo, aquél otro, el que afirma que el Derecho no podría ser ciencia porque
no se pueden realizar experimentos de sus proposiciones jurídicas, ¿qué sentido
podría tener?
Quienes argumentan
de tal forma ignoran de plano qué es la ciencia y qué tipos o clases de ciencia
existen. Esos sesudos juristas y estudiosos del Derecho no tienen,
evidentemente, ni la más remota idea de lo que es una ciencia formal y en qué consiste una ciencia fáctica, ni cuáles son las formas de ciencia que integran
estas referidas clases de ciencia.
Por eso, para acabar de una vez por todas con semejante argumentación, quiero poner un ejemplo
que pondrá de manifiesto la profunda estulticia que caracteriza y define el
contenido de aquélla. Este es el ejemplo:
Un profesor de matemática ingresa a la clase, se acerca a la
pizarra, coge la tiza y escribe lo siguiente:
Resolver:
Ö -3
Evidentemente, los estudiantes responderían a la orden diciendo
que es imposible resolver este problema puesto que, como es sabido, la raíz
cuadrada de un número entero es un número que al ser multiplicado por sí mismo
da como resultado el número inicial radicado. Y como es ley matemática el hecho
que ( + ) por ( + ) da como resultado ( + ), y el producto de dos números
negativos, ( - ) por ( - ), da siempre un resultado ( + ), entonces jamás se
podría obtener un raíz cuadrada negativa.
El diligente profesor dará la razón a sus estudiantes,
porque ciertamente están en lo correcto, pero al mismo tiempo les asegurará
que, aun así, no es posible dejar irresuelto el problema porque, justamente por
eso, se llama problema, y es menester
resolverlo. Pero, ¿cómo hacerlo? El profesor, entonces, explicará lo siguiente:
―Como no es posible obtener la raíz cuadrada de un número negativo, lo que
haremos será multiplicar el número dado, pero en sentido positivo y dentro de
la propia radicación, por la unidad en sentido negativo, quedándonos la
operación así:
_________
= Ö ( 3
) . ( -1 )
―Esto es posible porque el producto de ( 3 ) por ( -1 ) nos
da como resultado ( - 3 ). Llegados a este punto, se encuentra entonces que, en
verdad, existen, por tanto, dos raíces cuadradas a ser resueltas: la raíz cuadrada
de ( 3 ) y la raíz de ( -1 ):
____ _____
= Ö ( 3 ) . Ö ( -1 )
= Ö ( 3 ) . Ö ( -1 )
―De lo que, resolviendo la primera raíz cuadrada se tendrá
el siguiente resultado:
______
= 1,7320 Ö ( -1
)
Hasta aquí, ya se tiene resuelta la raíz cuadrada de 3; pero,
¿y qué hay de la segunda raíz? ¿Cómo debe ser resuelta? El profesor explicará,
volviendo al punto inicial, que no es posible obtener la raíz cuadrada de un
número negativo pero que, en este caso, se ha llegado a reducir el asunto hasta
la mínima expresión negativa: -1. Y, como no existe raíz cuadrada de ningún
número negativo, ya en su mínima expresión, esta operación se convierte en un
número ideal que es simbolizado así: ύ
La respuesta final resolutiva del problema del cual se
partió quedaría entonces así:
= 1,7320ύ
Ahora bien, hecho este desarrollo para llegar a la
resolución del problema, preguntamos lo siguiente: ¿en qué laboratorio físico o
químico o físico-químico se puede verificar la verdad de esta resolución y de
la respuesta ofrecida? ¡Obviamente en ninguno! Y, ya que esta operación
matemática no puede verificarse en ningún laboratorio, ¿la matemática no será
por ello ciencia? ¡Jamás!
La matemática es una ciencia ideal, llamada también ciencia formal,
cuyos objetos de estudio son los números y las figuras, entes ideales que, no
existiendo en la realidad concreta, sin embargo constituyen simbólicamente el
reflejo formal-abstracto de las cantidades o magnitudes que se vinculan con los
objetos propios de la realidad objetiva y es sobre dicho reflejo formal que la
matemática, ciencia apriorística, trabaja de manera científica gracias a su elegante
y maravilloso método axiomático y sin necesidad de recurrir a ningún
laboratorio donde se verifique
experimentalmente lo que las operaciones matemáticas nos dan a conocer.
De esto se deduce que no
todas las ciencias –la matemática es un caso patente– requieren de la
verificación experimental de sus proposiciones. De hecho, como bien apunta
C. S. Nino,
“ni
la observación, ni la generalización, ni el uso hipotético deductivo de
aserciones, ni la mensura, ni la utilización de instrumentos, ni la
construcción, ni todos ellos juntos, pueden ser tenidos como
esenciales para la ciencia. Porque se pueden encontrar ramas científicas en
donde no se usan esos criterios o tienen poca influencia”.[12]
El Derecho, entendido como ciencia, no es una ciencia ideal,
pero es manifiesto y patente el hecho de que, al no ser una ciencia integrante
de las ciencias fácticas exactas donde se encuentran la física, la química y la
biología, fundamentalmente, la ciencia del Derecho no tiene porqué recurrir al
uso de la experimentación en laboratorio, hecho que no le resta, aun así,
condición científica. Y queda demostrada, asimismo, con ese sencillo ejemplo,
la infertilidad del argumento de
nuestros sesudos juristas y estudiosos del Derecho.
Ahora bien, en más de una ocasión se ha verificado que, a lo
largo del último sesquicentenario, de entre las diversas disciplinas que
conforman la ciencia del Derecho, y fuera de la Teoría General del Derecho, el Derecho penal ha sido la rama que
más ha evolucionado en términos epistemológicos. Otras disciplinas constituyen
meras –y necesarias– técnicas del conocimiento –es el caso del Derecho civil,
el Derecho laboral liberal y los diversos Derechos procesales–, mientras
algunas otras, como el Derecho constitucional, una verdadera tierra de fértil
cultivo para la infértil metafísica. Esto último es tan cierto que hoy, en el
seno del Derecho constitucional, ha venido a desarrollarse una novedosa corriente
de pensamiento denominada neoconstitucionalismo
cuya novedad de contenido estriba en
la forma nueva y audaz de decir lo viejo, que ya decía el jusnaturalismo hace más de dos siglos, con terminologías de
apariencias neologistas. Es decir,
¡pura metafísica!
Esta es la regla general en el caso del Derecho
constitucional, lamentablemente, salvo casos específicos que han iniciado la
noble tarea de cientifizar esta rama del conocimiento científico jurídico. Este
es el evidente caso de L. Ferrajoli[13] o
R. Alexi,[14]
quienes desarrollan planteamientos epistemológicos objetivos, razonables,
verificables metodológicamente y, sobre todo, racionales y no especulativos. Yo
mismo he denunciado, sin tapujos, este hecho en dos publicaciones relativamente
recientes,[15]
y lo he hecho a riesgo de ser considerado un expectorado del club de amigos del Derecho constitucional.
Francamente, poco me interesa e importa este efecto generado en mí; yo suelo
guiarme en la academia por principios de orden epistemológico. Ya lo había
dicho en uno de esos textos: amicus Plato
sed magis amica veritas. Precisamente por ello es que considero, con Mosterin,
que “el primer deber de los intelectuales
es ser intelectualmente honestos y reconocer la realidad tal como es. No es una
cuestión de poder, no es una cuestión de sojuzgar a nadie”.[16]
Este conjunto de reflexiones que he venido formando en torno
al estatus científico del Derecho me ha venido a colación a propósito del libro
del profesor Aldea, a quien conocí en los primeros días del mes de julio
de 2015 en la Universidad de Castilla – La Mancha, en la diputación de Toledo,
Reino de España, cuando comenzábamos los estudios de posgrado en el Master Oficial en Derecho constitucional
que nos vincularon amicalmente, casi de inmediato, hasta el día de hoy. El
profesor Aldea, sin embargo, me manifestó en la madre patria que ya me había conocido en la ciudad de Huaraz,
capital de la Región Ancash, el año 2013, cuando yo desempeñaba el cargo de
Gerente Central de la Escuela del Ministerio Público de la República del Perú y,
con tal condición funcional, me hice presente en el seno de la fiscalía de
jurisdicción huaracina con el objetivo de impartir una clase de teoría del delito para fiscales y
asistentes en función fiscal. He lamentado mi mala memoria y no haber
aprovechado mejor, con anticipación, la posibilidad de gozar de la amistad y
sapiencia de este magnífico intelectual.
En España, sin embargo, fui testigo del gran conocimiento,
de naturaleza francamente enciclopédico, y extraordinario dominio, que nuestro
autor poseía del Derecho constitucional, al cual concebía, al igual que yo,
como una disciplina de la ciencia jurídica que merecía ser mucho más que la
metafísica a la que se encontraba aún reducida en pleno cuarto inicial del
siglo XXI. De allí, a partir de esta premisa de concepción, el profesor Aldea
se encargó de desarrollar planteamientos sistemáticos, metodológicamente
aprehendidos, analizados y estudiados, para presentar ideas, si no arriesgadas,
sí vanguardistas que hacían que mi iconoclasta forma de ver al Derecho
constitucional se deleitara con la esperanza que depositaba en este bisoño
colega mío –un auténtico constitucionalista
por formación y decisión profesional– al ver que la impronta de su juventud
ofrecía la posibilidad de contribuir a la necesaria y merecida gestación
científica de esta rama de la ciencia del Derecho.
Es en este contexto de convergencias personales, amicales y
científicas, que el profesor Aldea me pidió que
escribiera la introducción a este libro suyo. Yo recibí esta propuesta, por
supuesto, halagado, pero me parece que sin merecimiento alguno, pues bien sabe
mi oferente que, aun cuando llevamos juntos los estudios en los claustros de la
Universidad de Castilla – La Mancha, sin embargo mi especialidad es la
filosofía del Derecho y el Derecho penal. Pero quizás sea por esto –voy a especular
un poco–, y no tanto por la profunda amistad que nos vincula, que el profesor Aldea
me haya solicitado le escribiera este Vorwort,
que es como los alemanes llaman al exordio que principia una obra: una mirada desconfiada
y desenfadadamente liberada de los prejuicios metafísicos que invaden
nocivamente el constitucionalismo contemporáneo puede constituirse en un
referente epistemológico fresco pero serio que permita emitir juicios
razonables sobre lo que se predica en este campo del conocimiento jurídico, a
la vez que asegura la existencia de un compromiso contraído, no con ese
despreciable statu quo internacional
al que muchos de los constitucionalistas
actuales rinden pleitesía por conveniencias de orden mundano, sino, por el
contrario, compromiso contraído con la ciencia jurídica y con la humanidad, no
de manera puritana, sino de modo social.
Me place, por ello, introducir esta opera prima de P. Aldea, porque en sus
dos vigorosos capítulos se encuentran elementos[17]
que, habiendo sido concebidos en un ambiente donde se respiran provectas
teorías metafísicas que envilecen al Derecho constitucional, prometen
contribuir, contrario sensu, a la
concreción científica de esta disciplina troncal del Derecho, lo que, a su vez,
permite derivar la sistematización de la jurisprudencia del Tribunal
Interamericano de Costa Rica que, independientemente de su conocida e invertida
orientación política e ideológica actual, y con la novedad de presentarse en
este libro tal jurisprudencia concordada con nuestro Código Procesal Penal, puede
apuntar a desentrañar consideraciones lógicamente estructuradas, conteniendo
razonamientos proposicionales que parten de la realidad objetiva en contextos
sociales dialécticos de donde se extraen conocimientos a partir de procesos racionales
que se elevan de lo abstracto a lo concreto, con el objetivo de objetivar el
proceso en beneficio de la sociedad en su conjunto, primero, y de las partes
entradas en conflicto, paralelamente. Y así cabe la posibilidad de explicar, no
necesariamente a título de algoritmos lógico-objetivos, pero sí como conceptos categóricos
centrales en el campo del Derecho procesal penal de influencia constitucional,
esto es, en el ámbito del modelo procesal penal acusatorio garantista, categorías
tales como el derecho de defensa y
los medios para su preparación, el derecho
a contar con un abogado y la defensa
pública adecuada, la validez de los
elementos probatorios, la presunción
de inocencia, el plazo razonable,
la complejidad del caso y la función jurisdiccional, así como la
aplicación de estos conceptos a procesos especiales, como los de extradición o desaparición
forzada.
Este libro resultará por eso, sin lugar a dudas, un texto de
consulta obligatoria no sólo para los magistrados, juristas y abogados que
trabajan diariamente con asuntos propios del Derecho constitucional, sino,
también, para aquellos otros letrados que destinan sus esfuerzos cotidianos a
la comprensión de un Derecho penal y procesal penal de base constitucional y,
sobre todo, social-humanista. Y ni qué decir con respecto a los estudiantes de
Derecho que, en buena cuenta, es el concepto que nos abarca a todos los que
dedicamos nuestra vida entera a la ciencia del Derecho, a su comprensión y
aprehensión, y a la que consideramos como instrumento teórico necesario de evaluación
y enjuiciamiento dialéctico de la forma positiva de ordenación y también de
transformación social. Este libro nos será, por tanto, de gran valor y utilidad
por un largo tiempo, tanto por sus conceptos propios como por la
sistematización que nos ofrece. Enhorabuena por ello al profesor Aldea.
Prof. Dr. H. c. Luis Alberto Pacheco
Mandujano
Magister Iuris Constitutionalis
Lima, primavera de 2017
[1]
Kirchmann rechazó la
dialéctica de Hegel, aceptó parcialmente la Crítica de la Razón Pura de Kant y prefirió inclinarse
hacia el jusnaturalismo racionalista.
[3] Recordada es la proposición angular de
Marx
en la que señalaba, y ciertamente con genial certeza, que “en la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas
relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de
producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus
fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción
forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se
erige la superestructura jurídica y política y a la que corresponden
determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida
material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en
general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el
contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.” [sic. Marx, C., “Prólogo de la Contribución a la Crítica de
la Economía Política”; en: Marx, C. y F. Engels,
Obras escogidas en dos tomos, tomo I,
Editorial Progreso, Moscú, pág. 343]. Y agregaba Engels
diciendo: “La estructura económica de la
sociedad en cada caso concreto constituye la base real cuyas propiedades
explican, en última instancia, toda la superestructura de las instituciones
jurídicas y políticas, al igual que la ideología religiosa, filosófica, etc.,
de cada período histórico” [sic. Engels,
F., Anti-Dühring. En: Marx,
C. y F. Engels, Obras
completas, tomo XX, Editorial Progreso, Moscú, pág. 26].
[4] Al respecto, cfr. Engels, F., El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado. En: Marx, C. y F. Engels,
Obras escogidas en dos tomos, tomo
II, Editorial Progreso, Moscú. Asimismo, Morgan,
L. H., La sociedad ancestral,
Editorial Ayuso, Madrid, 1987. También, Malinowski,
B., Crimen y costumbre en la sociedad
salvaje, Editorial Planeta-De Agostini, S. A., Barcelona, 1985. Desde un
punto de vista de la etología, Morris,
D. El mono desnudo, Editorial
Debolsillo, Madrid, 2017.
[5]
En todo caso, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., Teoría dialéctica del Derecho, Ideas Solución Editorial, Lima,
2013, págs. 38 y ss.
[6]
Cfr.
Tamayo
Flores, A. M., Derecho en
Los Andes. Un estudio de Antropología Jurídica, CEPAR, Lima, 1992.
[7]
Cfr.
Supiot,
A., Homo Juridicus: Ensayo sobre la
función antropológica del Derecho, traducción de S. Mattoni, Siglo XXI
Editores, Buenos Aires, 2007.
[8]
En este punto, Marx
se encontraba en un profundo y grave error de concepto cuando aseguraba que a
la desaparición del Estado burgués seguiría la inexorable e ineludible desaparición
del Derecho. Este problema lo he aclarado y desarrollado, reivindicando
dialécticamente a Marx, en mi Teoría dialéctica del Derecho. Al respecto, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., opus cit., pág. 38.
[11]
En esta explicación se verifica el
carácter multívoco, polisémico, del término Derecho.
[12] Sic.
Nino,
C. S., Introducción al análisis del
Derecho, Barcelona, 1983, págs. 318-319. En este mismo sentido, cfr. Pacheco Mandujano, L.
A., opus cit., pág. 47.
[14]
Sólo para citar un ejemplo, cfr. Alexi, R., Teoría de los derechos fundamentales, primera
reimpresión de la segunda edición en español, traducción y estudio
introductorio de C. Bernal Pulido, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 2008.
[15]
Cfr.
Pacheco
Mandujano, L. A., “Quodlibetum
IX: Breves consideraciones sobre la relación existente entre el Lenguaje y el
Derecho”, en: Díaz Revorio, F. J. y Ma. E. Rebato Peño,
La justicia constitucional en
Iberoamérica: Una perspectiva comparada, Coordinadores: J. López de Lerma
Galán y W. M. Jarquín Orozco, Universidad de Castilla – La Mancha, España;
Ubijus Editorial S. A., Ciudad de México, 2016, págs. 97-113. También, Cfr. Pacheco Mandujano, L.
A., “El inhumano Derecho Penal de una
funesta concepción de los derechos humanos. Un punto de vista heurístico
concerniente al entendimiento convenido [aunque no conveniente] del sistema
teórico de los derechos humanos a partir de un caso concreto”, en: Pacheco
Mandujano, L. A., Problemas
actuales de Derecho Penal. Dogmática penal y perspectiva político-criminal,
Editorial A&C, Lima, 2017, págs. 187-256.
[16]
Sic.
Mosterín,
J., Epistemología y Racionalidad,
Fondo Editorial de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, primera edición,
junio de 1999, pág. 36.
[17]
Entre ellos, el control de
convencionalidad y los criterios objetivos de su aplicación.