Anticipo de un trabajo de investigación
Una de las más
importantes razones que originan el problema de la impunidad que se viene
registrando en los casos de feminicidio que se tramitan en el Sistema de administración de decisión jurisdiccional
en el Perú estriba en el uso del método de análisis de los hechos al que
recurren jueces y fiscales a la hora de calificar y enjuiciar las denuncias por
dicho delito. Ese método se llama finalismo
y proviene de la teoría finalista de la
acción creada por el alemán Hans Welzel a lo largo del
primer tercio del siglo XX. Esta es la teoría con la que los estudiantes de
Derecho hemos sido tradicionalmente formados en América Latina desde inicios de
los años 70 del siglo pasado hasta la década inicial de la presente centuria,
período de tiempo del cual provienen los actuales magistrados judiciales y
fiscales.
Según
esta teoría, la conducta humana consiste en la ejecución de una serie de
acciones tendientes a la realización de fines
predeterminados de manera consciente. Por ejemplo, el que carga un arma de
fuego, apunta con su mira a alguien y le dispara con conocimiento del hecho y
voluntad de realización del mismo, perpetra un conjunto de actos con el fin de matar a ese alguien. Es evidente
que la realización de estas acciones tiene la finalidad de matar a quien se convierte en víctima del homicidio.
No se puede entender algo diferente.
En
la práctica, la teoría finalista de la
acción tiende a solucionar satisfactoriamente una significativa serie de
problemas en la vida real, pero encuentra serias limitaciones y hasta se revela
inútil cuando se la aplica a las modernas y complejas figuras delictivas
sociales tales como, por ejemplo, los delitos de feminicidio. En este
particular caso, cuando la fórmula legal del artículo 108-B del Código penal [que
prescribe que será reprimido con pena privativa de libertad "el que mata a una mujer por su
condición de tal"] es sometida a un riguroso análisis finalista, uno se encuentra con que este
tipo penal –tal como lo reconocen nuestros propios magistrados y tantos
juristas internacionales– ofrece un serísimo problema de interpretación
probatoria a los operadores jurídicos, pues en este caso su redacción apunta a
que la finalidad del homicida sea la
de matar a una mujer, “por ser mujer”.
He ahí el detalle. ¿Cómo habrá de probarse en los hechos, por tanto, que
alguien que mata a una mujer obra así porque ésta “es mujer”? Dicho de otra manera, ¿cómo habrá de quedar claramente
establecido ante un juez y un fiscal que el homicidio de una mujer tuvo por finalidad darle muerte a ésta por ser mujer y no para asaltarla, o
para callarla eternamente después de violarla, o para quedarse con su dinero y sus
bienes [caso Miriam Fefer, v. gr.],
por venganza, celos, por amor enfermizo o por alguna otra razón final? ¿Cómo se prueba, en fin de
cuentas, esta finalidad: matar a una
mujer “por ser mujer”?
Como
el lector podrá suponer, este problema deviene difícil –cuando no imposible– de
resolver, porque para conocer tal finalidad,
habría que penetrar en el alma del hombre que asesina a una mujer para conocer
cuáles fueron sus intenciones, precisamente su finalidad. Pero a ese lugar sólo ingresan Dios
y la propia consciencia de ese hombre; y como no es posible citar en juicio ni
al Creador
ni a la consciencia del imputado, la supuesta finalidad de “matar a una
mujer por su condición de tal” no puede probarse, con lo que el denunciado debe
ser absuelto por imposibilidad probatoria, mientras el crimen queda impune. Esto
es lo que se repite permanentemente en el Poder Judicial en casos de esta
naturaleza.[1] El
tema, por esta razón, no obedece necesariamente a causas de corrupción ni de incompetencia
profesional de parte de nuestros magistrados; tampoco se trata de insensibilidad
judicial. No. Se trata de un asunto de metodología interpretativa y de la
pésima redacción que ofrece el tipo penal de marras,[2]
paquete que genera que la figura legal del feminicidio, por vía del finalismo, resulte siendo un verdadero fracaso
para el sistema de protección penal.
No
obstante, según los resultados de una exhaustiva investigación que acabamos de llevar
a cabo sobre el particular –la que será publicada próximamente en una
importante revista jurídica en Lima–, coincidiendo en algunos significativos
puntos con las exploraciones efectuadas por importantes investigadores sociales
nacionales y extranjeros, esto no tiene por qué ser así.
El
problema presentado quedaría resuelto satisfactoriamente si jueces y fiscales
echaran mano de la teoría del rol social
propuesta y desarrollada por el profesor germano Günther Jakobs
a mediados de los pasados años 90, para quien la imputación es el resultado de
la constatación del quebrantamiento de los deberes legales que se imponen sobre
cada persona, los cuales están determinados por el rol social que ella cumple en determinados ámbitos y momentos de su
vida. En efecto, los deberes no son los mismos si el rol que se ha de cumplir
es el de chofer, de peatón, funcionario público, periodista, padre de familia o
de varón [en la relación de género varón/mujer], entre otros cientos de roles
que ejercemos diariamente, dependiendo de las circunstancias sociales en las
que nos encontremos. Si por un momento debo ejercer el papel de chofer, por
ejemplo, debo cumplir en ese momento los deberes que me imponen la ley y el
reglamento de tránsito; si después de conducir mi vehículo debo desempeñar el
rol de funcionario público porque ese es mi trabajo principal, entonces tengo
que conducirme de acuerdo a los deberes que me imponen la Constitución y las
demás normas relativas a la función pública. Y así sucesivamente.
Sin
modificar la redacción del artículo 108-B del Código penal,[3]
el cual presenta cuatro escenarios de realización del delito y ocho
circunstancias de ejecución del mismo, los resultados a ser obtenidos con el
uso de la teoría del rol social en los
casos de feminicidio, como lo demostramos en el referido trabajo de
investigación,[4]
serían muy distintos a los fracasos que se han venido registrando gracias al
entrampamiento teleologista que produce el finalismo
welzeliano y que, por extensión, también están llevando al desastre la
implementación de esta figura criminal.
La
inclusión del delito de feminicidio en el Código penal no tiene por qué ser un
fracaso. Por el contrario, puede ser de veras un instrumento muy bueno de
prevención y sanción de este repudiable delito. Pero para que ello sea así, es
hora de ponerle coto a la impunidad que se genera por un asunto de
interpretación metodológica y castigar severa y ejemplarmente a los cobardes
feminicidas que merecen ser sancionados con todo el rigor de la ley y el
repudio de la sociedad. La propuesta que, convencidos, alentamos y que es
feminista de esencia mas no fanática ni sectaria, contribuirá sin duda alguna a
tales fines.
[1] Por
eso mismo es que los fiscales prefieren formular denuncias por delitos de
homicidio, asesinato o parricidio, en lugar de feminicidio, para evitar la
impunidad. Al respecto: cfr. Observatorio
de Criminalidad del Ministerio Público, “Estadísticas sobre feminicidio según las características de las víctimas
y el presunto victimario”, Cuadro Nº 1 del Registro de Feminicidio, Lima,
julio de 2016.
[2] En
la redacción del tipo penal del artículo 108-B del Código penal, el feminismo
fanatizado quiso dejar su huella de
género. Lo que logró con ese sello [matar a una mujer “por su condición de tal”], lejos de propiciar la protección de las
mujeres y relevar su igualdad, fue el grave problema que ahora atenta contra
los intereses de ellas, a quienes en teoría debían defender. ¡Gran ejemplo de testarudez política!
[3] A
pesar de ser el resultado de un resabiado trasplante propiciado por cierto
feminismo fanatizado y mórbido que presionó política y socialmente al Congreso
de la República de 2012-2013, por el cual la categoría política de feminicidio,
propia del campo de las ciencias sociales, fue trasladada al ámbito
jurídico-penal.
[4] Donde
parte importante de lo central ha sido determinar cuáles son los deberes
impuestos al hombre a partir del ejercicio de su rol social de varón en las relaciones de género
varón/mujer, tras lo cual el resto casi ha sobrevenido por añadidura.