“¿La fe cristiana es por
su estructura interior una religión como las demás? Por tanto, ¿su forma válida
de manifestación es la del culto público (en la polis)? ¿O la fe cristiana
trasciende a las religiones anteriores y su actuación y su realización
consisten en desmontar las formas sagradas de la religión y el dominio público del
culto y en conducir a los seres humanos al orden del mundo determinado por la
razón, mundano, a la autoconsciencia de su libertad?”
Acabo de sostener una
singular conversación con un miembro de la comunidad protestante; esa misma cuyos
cofrades se hacen llamar por directiva nacional, forzosa y forzadamente, cristianos, con la presuntuosa pretensión
de convertirse en posesionarios y propietarios únicos del término para excluir
de la esfera de su contenido significante a la que viene a ser, por excelencia,
la Iglesia cristiana desde sus orígenes, esto es, a la Iglesia católica,
aquella a la que, claramente, las diferentes comunidades evangélicas que
coexisten en el medio desprecian con sentimiento nada cristiano. Ya en otro
lugar me he referido con amplitud sobre el particular.
La
conversación trató acerca de la pena de muerte y la posibilidad de [el deber de, diría yo bajo ciertas
condiciones] aplicársela a cierto tipo de delincuentes que hace largo rato
vienen colocando en clamoroso estado de zozobra a nuestra sociedad y que
atentan contra la seguridad y el orden que nos está costando edificar y
consolidar.
El
evangélico de marras, como era de suponer, negó toda posibilidad al respecto. ―No
es posible aplicar la pena de muerte en ningún caso, pues siendo Dios
el autor de nuestras existencias, sólo Él puede decidir cuándo nos priva de
ella ―dijo con tono impertérrito y con la seguridad que caracteriza a personas
como ésta. ―Además ―agregó― la propia
Palabra lo señala; en Job
33:6, dice el Señor: “Ante Dios, tú
y yo somos iguales”. La cita fue recitada de memoria y,
como no podía ser de otra manera, con los característicos tono y glosa de
predicador dominguero gesticulando en el tabladillo de algún ex cine convertido
en templo protestante.
Y para terminar su lacónico argumento,
con la innegable habilidad que todo buen evangélico tiene para retener nombres de
personalidades veterotestamentarias, números de libros, capítulos, versículos y
textos bíblicos seleccionados ex professo,
recordó una sentencia más: ―En Romanos 2:11 dice la Palabra: “Porque no hay acepción de personas para con Dios”, lo que quiere
decir que no hay favorecimiento ni inclinación para alguien más que para otro,
porque, repito, todos somos iguales ante
Él. Remató así su ensayo de breve exégesis,
nuevamente, con el tono y glosa consabidos.
Desde el punto de vista dogmático, no
puedo negar que el argumento ofrecido, a pesar de estar basado tan sólo en dos
citas bíblicas, resultó consistente y casi incontestable, si se comparte la
creencia en Dios y la fe en su Palabra. Empero, como suele suceder con la
mayoría –si no totalidad– de los argumentos provenientes de los entendimientos protestantes, esta demostración también resulta incompleta pues
recurre a las frases más convenientes para los intereses del argumentador que,
a toda costa, apunta sólo a lo que quiere
demostrar, sin abordar el tema de manera estructural, contextual e
integral.
Me explico: resulta que por esas extrañas
casualidades de la vida, pocos días antes de esta discusión había releído yo el
pasaje aquel en el cual el apóstol San Mateo narra el episodio cuando Jesús se
encontraba haciendo milagros y enseñando a la gente en una sinagoga, momento en
el cual su madre y sus hermanos, que estaban fuera, querían hablar con él, por
lo que alguien le dijo: ―He aquí tu madre
y tus hermanos están afuera, y te quieren hablar. ―A lo que respondió el Mesías
preguntando: ―¿Quién es mi madre, y
quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He
aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre
que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana y madre.
“Todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en
los cielos, ese es mi hermano, y hermana y madre”, ha dicho Cristo. Compulsemos esta sentencia con las otras anteriores
y reflexionemos: en la lógica del dogma cristiano –pero el auténticamente
cristiano–, todos somos iguales ante Dios,
sin duda alguna, pero sólo aquel que –como ha dicho Jesucristo–
hace la voluntad del Padre, sólo ése es su hermano, hermana y madre, es decir, sólo
ése forma parte de su familia.
He
aquí que Jesús introduce en este asunto una manifiesta diferenciación entre los
hombres, por la cual merece preguntarse, por tanto, si siendo todas las
personas iguales ante Dios, todas ellas merecen el mismo trato por sus actos,
sean éstos de acción o de omisión, en relación con la voluntad del Padre.
Dicho de otra manera, reconocemos que todos los hombres son iguales ante Dios,
pero siendo esto así, ¿podremos todos, al mismo tiempo, ser tratados como
iguales por Él a la hora de rendir cuentas por nuestros actos? En lo que a mí
respecta, creo que la respuesta que corresponde a ambas preguntas no puede ser
sino negativa, puesto que hecha la diferencia entre los seres humanos [los que hacen
la voluntad de Dios y los que no la hacen], parece más que evidente que
siendo todos iguales no es posible, sin embargo, tratar a todos como si fuesen
iguales.
Es
más, si se entiende por justicia real aquel valor por el que se reclama de cada
cual según sus capacidades y se da a cada quien según sus necesidades, es más
que seguro que no resultaría razonable ni justo tratar a todos como si fuesen iguales. Por el contrario, si se tratase a todos como si fuesen iguales, habiendo
obrado cada hombre como mejor le hubiera parecido, es decir, haciendo unos la
voluntad de Dios, otros no y haciendo otros exactamente todo en contra
de ella, semejante trato en igualdad
generaría, en fin de cuentas, una evidente situación de injusticia manifiesta,
pues cómo tratar a todos como si fuesen iguales, tanto a quienes hacen la voluntad
del Padre como a quienes no solamente no la
hacen sino, peor aún, a quienes actúan contra su voluntad. No es posible, realmente,
con seguridad, tratar a todas las personas como si fuesen iguales.
Ahora bien, aceptando la validez y valor
de esta diferencia de trato entre iguales,
también es pertinente preguntarse cuál habría de ser el tratamiento para
aquellos que no hacen la voluntad del
Padre y, sobre todo, cuál el que correspondería a aquellos que obran contra
tal voluntad. Para ambos casos correspondería aplicar una sanción, sin lugar a
dudas; pero qué tipo de sanción y en qué forma debería ser aplicada. He ahí el
dilema.
Intuyo que no nos equivocaríamos al
suponer la existencia de una especie de escala valorativa que ayudase a determinar
la ponderación de las sanciones a imponerse para unos y para otros. Pero,
¿existirá una escala semejante?
En
el capítulo 13 del libro de Tobías, texto
conformante del Antiguo Testamento, por ejemplo, se encuentra la siguiente
aseveración: “Porque Él castiga y tiene
compasión, hace bajar hasta el Abismo y hace subir de la gran Perdición, sin
que nadie escape de su mano”.
“Hace bajar hasta el
Abismo y hace subir de la gran Perdición”. ¿Qué puede significar esta aserción? Tal
vez resida aquí, aunque sencilla [para qué más, en todo caso], la escala de
valoración punitiva que intuimos; aunque siempre cabrá, por supuesto, la
posibilidad de que en una interpretación lata, esta cita podría significar varias
cosas en función de varios intereses exegéticos.
Ciertamente. Pero tal vez un texto concordante del Nuevo Testamento nos ayude a
precisar mejor la aparentemente antipódica proposición y nos ofrezca, al mismo
tiempo, un mayor acercamiento a lo que el espíritu del texto quiso transmitir
en verdad.
Veamos
qué nos dice sobre el particular, nuevamente, San Mateo. Recopilando
las palabras del Maestro, recuerda aquél que ya casi en las postrimerías de su
vida pública, éste se pronunció sobre la diferencia de trato entre iguales,
diciendo así:
“31Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los
santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, 32y serán reunidas delante de él todas las naciones; y
apartarálos unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los
cabritos. 33Y pondrá las ovejas a su derecha, y
los cabritos a su izquierda. 34Entonces el Rey
dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino
preparado para vosotros desde la fundación del mundo. 35Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me
disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; 36estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me
visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. 37Entonces los justos le responderán diciendo: Señor,
¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?
38¿Y cuándo te vimos forastero, y te
recogimos, o desnudo, y te cubrimos? 39¿O cuándo te vimos
enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? 40Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en
cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo
hicisteis. 41Entonces dirá también a los de la
izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y
sus ángeles. 42Porque tuve hambre, y no me disteis
de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; 43fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no
me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. 44Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor,
¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la
cárcel, y no te servimos? 45Entonces les
responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de
estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. 46E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida
eterna”.
Con la claridad que esta lectura nos
proporciona para entender lo ya indicado, es posible inferir, sin mucho
esfuerzo ni duda, que “hacer bajar hasta el
Abismo” podría significar la condenación, la
pena de muerte eterna del alma para aquellos que obraron contra la Palabra de Dios,
mientras que “hacer subir de la gran Perdición” representaría el hecho
de permitir que aquellos que no hicieron la Palabra del Padre,
podrían, después de haber sufrido el respectivo castigo que redime, ascender,
retornar en fin de cuentas, al redil de los justos; justos quienes, como señala
la antedicha lectura de San Mateo, serán aquellos que se encontrarán
a la derecha del Señor por haber cumplido la Palabra en toda su dimensión y
por haber obrado tal como Él lo quería [Jn. 15:14].
Así pues, desde el punto de vista de
la teología moral, vinculada al asunto de la voluntad de Dios, me
parece que bien podemos extraer de estos textos una significativa conclusión: existen
tres diferentes tipos de personas; en primer lugar, tenemos aquellas que hacen
la referida voluntad, es decir, los ya citados justos, o sea, los que por esa
sola razón forman parte de la familia
de Cristo Jesús; en segundo orden están aquellos que no cumplen la
voluntad de Dios, esto es, aquellos que formando parte, con seguridad, de
la familia cristiana, incumplen el
deber de hacer la voluntad divina, razón suficiente por la que habrán de ser
sancionados por su mal proceder, pero eventualmente, bajo ciertas
circunstancias, después del castigo al que se refiere Tb. 13:2, podrían ser
aquellos mismos a quienes el Creador haría subir de la gran perdición para reintegrarlos al seno de su familia; y, en
tercer y último lugar, encontramos a quienes no solamente no hacen la voluntad
de Dios, sino que, más grave aún, obran contra ella; para éstos,
la penosa sanción que les corresponde, la peor de todas, es la de hacerlos bajar hasta el Abismo, esto es,
condenarlos a la muerte espiritual sin retorno.
Esa es, sin duda alguna, la enseñanza
más palmaria que se logra extraer de estas sacras lecturas, a la cual hemos
llegado gracias a la incompletitud del argumento de nuestro interlocutor, que
no nos dejó conformes con una mirada mera y llanamente parcial, y nos ha
permitido, contrario sensu, ampliar
el radio de acción analítico que busca saciar nuestra sed de comprensión.
Ahora, llegados a este punto, deseo
tramontar espacios religiosos para descender a esferas más mundanas, como aquellas
que, puntualmente, corresponden al ámbito del Derecho y, por todo lo analizado
hasta el momento, manifestar que gracias a estas profanas conclusiones, logré
recordar por afinidad de ideas substanciales que en su libro “Derecho penal del enemigo. Desmitificación de un concepto”, M.
Polaino-Orts inicia
–muy efusivamente por cierto– la explicación del fenómeno jurídico del Derecho penal del enemigo rememorando el
capítulo XXII de la obra cumbre de Cervantes, “El Quijote de la Mancha”, referido al
encuentro realizado entre Don Quijote y Sancho
Panza con unos galeotes, de entre los cuales destacaba, por el
trato que sus singulares prisiones le daban, Ginés de Pasamonte.
De
acuerdo a este episodio de la magistral obra de Cervantes
–el que según el parecer de Polaino-Orts constituye
“todo un compendio modernísimo de
filosofía político-criminal”–,
al cruzarse en el camino con un grupo de presos que eran trasladados por unos
guardias que los custodiaban con mucha cautela y celo, Don Quijote
observó el trato diferenciado, de recias restricciones y limitaciones, que
llevaba Ginés de Pasamonte, peligroso pícaro que caminaba mucho más
ataviado de cadenas y seguros que sus compañeros galeotes. Cervantes
relata la historia de esta manera: “Tras
todos estos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino
que al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía diferentemente atado que
los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande, que se la liaba por todo
el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena y la otra de las
que llaman guardaamigo o pie de amigo, de la cual decendían dos hierros que
llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las
manos, cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía
llegar a la boca ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don
Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros.
Respondióle la guarda porque tenía aquel solo más delitos que todos los otros
juntos y que era tan atrevido y tan grande bellaco, que, aunque le llevaban de
aquella manera, no iban seguros dél, sino que temían que se les había de huir.”
Al
respecto, Polaino-Orts precisa juiciosamente que “el caso de Ginés de Pasamonte constituye uno de los primeros y más
claros y bellos ejemplos de Derecho penal del enemigo en la literatura
española, y –a nuestro juicio– resume, con la precisión y belleza plástica
cervantinas, el punto central de ese fenómeno criminal, a saber: la erosión de
la seguridad cognitiva de los ciudadanos (‘personas en Derecho’) en la vigencia
de la norma, por mor de la actitud de un sujeto cuya conducta se muestra
especialmente peligrosa (‘enemigo’)”.
Dicho
de otra manera, en la base antropológico-jurídica del denominado Derecho penal del enemigo de Jakobs
se encuentra la existencia de tres diferentes tipos de personas a quienes
corresponde, asimismo, diferentes tipos de trato jurídico, a saber: la primera
de ellas, la llamada “persona en Derecho”,
quien “normalmente se orienta por la
norma, aunque eventual o puntualmente la infrinja”;
si la infringe se convierte en alguna de las siguientes dos clases de
delincuente: “aquellos en los que, al
margen de haber cometido un hecho punible o aun después de haberlo cometido,
puede la sociedad confiar en su comportamiento respetuoso en la norma… y
aquellos otros en los que, luego de la comisión de un hecho delictivo, no
presentan la garantía suficiente de comportarse como personas en Derecho, esto
es, de respetar mínimamente las reglas de convivencia social, sino antes bien
lo contrario: constituyen un peligro para la seguridad de los ciudadanos, un
cuestionamiento de la norma como fuente de orientación social y de protección,
y –con ello– un impedimento para el normal desenvolvimiento de la vida social.
A estos últimos los llamaremos “enemigos” precisamente porque ejercitan
incivilidad, ausencia de sociabilidad, urbanidad o respeto al otro; en una
palabra: barbarie”.
En
este esquema de diferenciación de sujetos, la “persona en Derecho” es la persona que hace la voluntad general
de la sociedad, es decir, se trata de un miembro integrante de la familia de la civilidad. Luego, aquel
otro que trasgrede la norma jurídica y vulnera de esta manera bienes jurídicos,
es un delincuente de quien, después de aplicársele la sanción respectiva
proveniente de un Derecho penal del
ciudadano, podríamos tener la seguridad cognitiva de que retornará a la
civilidad al adecuar su conducta al Derecho respectivo para hacer con ello la voluntad general y, de esta manera,
formar de nuevo parte integrante de la familia
de la civilidad. Por último, encontramos al individuo cuya conducta se
despliega abiertamente en absoluta contradicción con la voluntad general, suponiendo con ello “un impedimento para el desarrollo de la personalidad de los demás”;
este es el enemigo, es decir, el
sujeto con quien resulta imposible dialogar y merece, por ello, ser anulado,
socialmente hablando. Es a éste a quien corresponde ser tratado con el Derecho penal del enemigo, para eliminar
el peligro que el actuar de su existencia supone.
Eso,
hasta ahí, lo que corresponde al espacio del Derecho penal. Ahora bien, si
comparamos la esencia de ambas cosmovisiones, la dogmático-religioso-cristiana y la jurídico-penal-jakobsiana, pero relievadas las distancias
respectivas en uno y otro caso, éstas aparecen compatibles la una con la
otra como si se tratara de una analogía estructural entre ellas, o, dicho de
otra manera, como si se tratara de la aplicación de una función biyectiva operante
entre dos conjuntos de dominio/imagen.
En
efecto, si apreciamos ambas concepciones con una mirada mucho más ontológica y
menos fenomenológica, verificaremos que, en principio, mientras el dogma
cristiano considera que sólo forman parte de la familia del Señor aquellos que hacen la voluntad de Dios,
el Derecho penal del enemigo de Jakobs,
por su parte, sostiene que sólo integran la sociedad de libertades aquellos que
hacen la voluntad general, es decir,
quienes son personas en Derecho. En
uno y otro caso, pues, no todos tienen el privilegio de formar parte de la
misma prosapia, sino sólo quienes hacen la determinada y respectiva voluntad. Por otro lado, en segundo término,
mientras Dios tiene la potestad sobre los hombres de sancionar a
quien no hace su voluntad y el poder para hacer
subir de la gran Perdición a quienes mediante el sufrimiento de la pena
fuesen redimidos de sus actos efectuados contra su voluntad, por el jakobsiano Derecho penal del ciudadano se asume que
aquel que conculca la voluntad general
cometiendo un delito puntual y es sancionado por tal acción, podrá volver a ser
la persona en Derecho que fue,
persona de quien será posible tener la seguridad cognitiva que, en adelante, respetará
mínimamente las reglas de convivencia social, por lo que merece ser reintegrado
a la sociedad de libertades. Y por fin, en último lugar, encontramos que, así
como Dios
tiene el poder de sancionar a quien obra contra su voluntad haciéndolo bajar hasta el Abismo,
condenándolo, en fin de cuentas, a la muerte eterna, el Derecho penal del enemigo nulificará y eliminará, con el poder legítimo
que el Estado de Derecho le otorga, a quien ha procedido, como gran foco de
peligro, como bárbaro, contra la voluntad
general.
En este momento, sospecho que
el lector sagaz se preguntará a qué viene esta relación comparativa entre doctrinas
tan diferentes, correspondientes a terrenos propios de la religión y el
Derecho. La contestación a esta cuestión debe su existencia a una sola buena
razón: en su clásica “Introducción para la crítica de la
filosofía del Derecho de Hegel”,
Marx
acertaba al señalar que hacia 1844 –fecha en la que escribió dicho texto– la crítica de la religión constituía la
premisa de toda crítica y que, como tal, la crítica de la religión se transformaba en crítica del Derecho.
Diferente aserto a éste no podría calzar de mejor manera en el caso que nos
ocupa porque en el Perú de hoy, a pesar de encontrarnos viviendo los inicios de
2016, o sea, estando ya bastante cercanos a culminar el primer cuarto del siglo
XXI, cuando, en esencia, el nuestro evidencia ser un país de base mercantilista
pero poseedor aún de una superestructura cultural propia de las etapas finales
de la edad media, las expresiones de Marx adquieren especial
relevancia y significado pues, efectivamente, con tan singular correlación
existente –al menos en el punto que acabamos de reseñar– entre la religión
cristiana y el Derecho penal del enemigo,
la formulación crítica de la religión implica también aquí, servata distantia, la crítica del
Derecho. Pero crítica entendida en su sentido dialéctico, esto es, como método
que toma su objeto de estudio para analizarlo, desagregarlo, descomponerlo en
sus partes integrantes para comprender su composición y sintetizarlo,
finalmente, para aprehender lo que tal objeto es, logrando conseguir de esta manera una comprensión superior y transformadora
del mismo.
Entonces,
con todo lo desarrollado en este escrito quasi
profanum, ya sólo cabe responder, para terminar, a la pregunta inicial y de
permanente tácita presencia desde el inicio de este opúsculo: ¿es posible
aplicar la pena de muerte a cierto tipo de delincuentes, especialmente a
aquellos enemigos –en la terminología
jakobsiana, por supuesto– de la sociedad peruana que hace largo rato vienen
colocando en clamoroso estado de zozobra a nuestra sociedad y que atentan
contra la seguridad y el orden que nos ha costado edificar y consolidar?
Bene,
ego respondeo istam quaestionem dicens: es potestad de Dios
hacer bajar hasta el Abismo a quienes
hacen todo contra su voluntad y hacer
subir de la gran perdición a quienes, habiendo sido sancionados, merecen
reintegrarse a la familia de Cristo Jesús. En lo que
al Derecho penal del enemigo corresponde,
y es prima conditio para que suceda lo
anterior, cuando el caso lo amerite, estoy convencido que tenemos en él el
instrumento adecuado y justo, jurídicamente hablando, cuyo deber es el de
llevar a los enemigos de la sociedad ante la presencia de Dios
para que cumpla Él con su sacrosanta potestad. ¡Qué mayor interoperabilidad que
ésta, entre Derecho y religión, para beneficio de la sociedad!
Escrito en
Lima, Perú, entre el 8.º y el 10.º día del mes de marzo de 2016, para su
publicación en Voltairnet.com