(Extraído del libro "Teoría dialéctica del Derecho", de Luis Alberto Pacheco Mandujano, Ideas Solución Editorial, Lima, junio de 2013, páginas 38-64).
Primera
pregunta obligatoria que debe hacerse tanto el jusfilósofo, cuanto también el
jurista y el estudioso serio del Derecho: ¿quid
jus est?
Al
procurar responder la interrogante de larga data, recorreré previamente por dos
planos que merecen importante atención: el del Derecho entendido desde y con la
ciencia, y el del Derecho entendido y
comprendido desde la filosofía. Sin
embargo, dado que es mi interés revestir esta investigación de seriedad
dialéctica científica, tal recorrido lo desarrollaré vinculando el contenido de
los referidos planos con la historia, pues sabido es que nada se desarrolla
fuera de ella.
Para lo
primero, definiré en primera instancia lo que debe entenderse por ciencia y, acto seguido, qué es la ciencia del Derecho. Lo segundo resulta
de un abarcar temas y elementos de naturaleza trascendental, lato sensu verbum, propios del Derecho.
Empero, debo remarcar de una vez que el objeto de atención de este libro no
abarcará mayor desarrollo que el que se hace en este lugar sobre el primer
plano, sino, más bien, tal desarrollo será privilegio del segundo.
No
obstante esta limitación impuesta por la
exigencia misma y los fines de mi propósito tético, nada me impide realizar un
acercamiento tangencial, por lo menos, a los problemas teóricos y prácticos que
en forma tan apasionada se debaten en la discusión de si el Derecho –entendido
el término como sinónimo de ciencia
jurídica– es o no ciencia. Además, se me presenta la ventaja de que este
acercamiento me otorgará la posibilidad de permitirme sentar ciertas bases
epistemológicas mínimas sobre las que, me parece, debería reconducirse la
polémica, para hacerla mucho más objetiva y científica de lo que en la
actualidad es. Pero, por sobre todo, si me dispongo a tratar este tema ahora,
es en realidad porque el hecho me permite conectar este asunto con los
prolegómenos del tema central de mi investigación: el descubrimiento científico[1] del ser del Derecho, que no es otro más que
uno que tiene su origen en las relaciones materiales propias del ser social. Para lograr tal fin, he
tomado por método de investigación el que habrá de caracterizar el despliegue
de este trabajo: el método científico dialéctico.
Delimitadas
entonces las fronteras de esta parte del primer capítulo del libro, sin más, toca
ingresar ya al primer plano antes referido.
Para ello,
comenzaré por referirme al hombre, pero el hombre en sociedad, por supuesto; el
ser que en cierto estadio de avance
de las fuerzas productivas, se pregunta por el ser;[2] el ser que, históricamente, entre otras varias
cosas, se ha cuestionado y se cuestiona aún el qué y el por qué de las
cosas. Ese hombre que, desde antiguo, para responder a sus autointerpelaciones,
va tratando de encontrar sentido en
las cosas del mundo y en su existencia porque, como ha apuntado bien Watzlawick, “los seres
humanos tendemos a buscar un orden en el curso de los hechos”.[3]
Las
diversas explicaciones que se han ido dando a lo largo de nuestra existencia
como raza, sobre todo respecto de lo que es,
como clara consecuencia del avance de las relaciones sociales de producción,
han ido también generando en nosotros una serie de conocimientos que, en razón
de su valor gnoseológico, bien pueden ser reunidos en tres grandes grupos o familias que se suceden uno respecto del
otro en grado ascendente, de principio a fin: un conocimiento vulgar, un conocimiento
científico y un conocimiento
filosófico,[4]
intrínsecamente relacionados a la evolución de las condiciones materiales de
existencia. Entre estos, al mismo tiempo, existe una serie de niveles poco más
poco menos acercados o separados.
Resulta
innegable, pues, que con ellos –los conocimientos–
el hombre ha ido descubriendo, siempre de la mano del progreso material de la
sociedad, ese sentido existencial antedicho.
Ahora
bien, recordando el carácter tangencial con el cual desarrollaré esta parte del
capítulo en torno al entendimiento científico del Derecho, he de centrar mi
atención, por el momento, en el tema del llamado conocimiento científico. De ahí que, como condición primera para
develar correctamente lo propuesto, necesariamente deba formular la siguiente pregunta:
¿qué es la ciencia?
Frente al conocimiento vulgar que caracterizó el imaginario colectivo de los antiguos hombres
–específicamente de aquellos que pertenecieron a las diversas culturas que van
desde el período de la descomposición del régimen primitivo hasta el esclavismo–,
ganado por las explicaciones míticas que ellos mismos se dieron para interpretar
y entender al mundo, su medio natural,
al hombre y su sociedad, sobrevino en la antigua Grecia –por la labor de los sabios, primero, y la de los filósofos, después– un marcado interés por
desarrollar una episthmh,[5] en lugar
de conformarse con una simple dόxa,[6] para
alcanzar la alήqeia[7] de la
realidad. Es por eso que, por ejemplo, en los albores de la historia de la filosofía
antigua, Thales recomendaba recurrir
al lógoz[8] antes que al
μῦθος,[9] para entender racionalmente el άrcή[10] del kosmwz.[11] Fue
precisamente esto lo que posibilitó el surgimiento de la filewsofia,[12] la que fue
fundada sobre la base de ese característico bίoz qewrhticóz[13] helénico,
lo que constituyó el primer intento serio de hacer ciencia hace unos
veintisiete siglos atrás.
Desde
entonces, al interior de la filosofía se desarrolló primero la matemática, la
que adquirió el carácter de ciencia
autónoma con los pitagóricos,[14] y, algún
tiempo después, con Aristóteles, la
lógica, comprendida como la ciencia destinada a determinar la validez de las
formas del pensamiento y de los razonamientos.
Con esta
forma superior del conocimiento, ora objetiva, ora rigurosamente ordenada y
sistemática, se fue desarrollando de manera necesaria y paralela el método científico. Es este el momento
real del surgimiento de la ciencia, aún cuando adoleciese entonces de muchos
defectos, imprecisiones y demás limitaciones impuestas por el momento histórico,
lo cual resulta –justamente por eso– muy comprensible.
Sin
embargo, en el Libro IV de su Metafísica,[15] superando
a Parménides y a su maestro Platón, Aristóteles definió
su filosofía primera o cuestión del saber por excelencia, como
la ciencia de las primeras causas y de
los primeros principios, esto es, la ciencia
que consideraba universalmente el
ente en cuanto tal, o sea, la totalidad de las cosas en cuanto son. Mas,
como quiera que semejante labor trataba de ser también desarrollada por la teogonía característica del conocimiento vulgar, el μῦθος,[16] el propio
estagirita aclaró que la ciencia no podría distinguirse verdaderamente del conocimiento
vulgar ni llegaría a ser realmente ciencia
sino solo cuando determinase el por qué
o la razón de ser necesaria de lo que
se afirma. De ahí que en el Libro I de los Segundos
Analíticos –cuarto texto del Organόn,[17] en el
cual Aristóteles abordó el
problema de la ciencia–, se lea la genial precisión y puntualidad para definir
la misión de la ciencia: “scire
simpliciter est cognoscere causam propter quam res est et non potest aliter se
habere”.[18] La
ciencia se consolida así, ya propiamente, como el producto más complejo que ha
creado el ser humano.
Desde
entonces, ella evolucionó ineluctable e inconteniblemente, a pesar de haber
sufrido largas etapas de receso –el obscurantismo medioeval es prueba concreta
de ese letargo–. Y aunque definirla no ha sido tarea fácil, en el siglo XX –el Siglo de la Ciencia–, teniendo en cuenta
sus características fundamentales, constituye contemporáneamente una definición
bastante completa la proporcionada por Ezequiel Ander-Egg, según quien la ciencia es “un conjunto de conocimientos racionales, ciertos o probables, que,
obtenidos de manera metódica y verificados en su contrastación con la realidad,
se sistematizan orgánicamente haciendo referencia a objetos de una misma
naturaleza, cuyos contenidos son susceptibles de ser transmitidos”.[19]
A su
turno, Mario Bunge prefiere
definirla, más lacónicamente, solo como el “conocimiento
racional, sistemático, exacto, verificable y por consiguiente falible”.[20]
Empero,
ante todo, es menester enfatizar que “la
ciencia es un sistema de conceptos acerca de los fenómenos y leyes del mundo
externo o de la actividad espiritual de los individuos... cuyo contenido y
resultado es la reunión de hechos orientados en un determinado sentido, de
hipótesis y teorías elaboradas y de las leyes que constituyen su fundamento,
así como de procedimientos y métodos de investigación [todo lo
cual] permite prever y
transformar la realidad en beneficio de la sociedad”.[21] De ahí
precisamente que la fuerza del conocimiento
científico radique en el carácter general, universal, necesario y objetivo
de su veracidad, la cual se comprueba y puntualiza constantemente, de modo
preferente y habitual, en el curso de la práctica social.
Ahora
bien, si nos adentramos más profundamente en el asunto, constataremos que por
regla general la estructura del conocimiento científico está integrada por dos
elementos constitutivos. En principio, por el llamado elemento descriptivo, basado en proposiciones que enuncian las
propiedades de determinados objetos que se captan a través de la experiencia,
la que puede darse de tres diferentes modos: sensible, psicológico (denominado también “observación”) e intelectual
(que enuncia propiedades de objetos captados a través del pensamiento, constituyendo
los denominados axiomas o postulados); y, en segundo lugar, por el
denominado elemento lógico-racional, gracias
al cual se adquieren nuevos conocimientos y se explican y comprenden los
objetos descritos. Este último elemento es el complemento necesario de la descripción pues sistematiza y
desarrolla el entendimiento del objeto descrito, cumpliendo dos funciones:
primero, aumenta nuestros conocimientos y, después, los esclarece.
De esta
manera, con la participación de estos dos elementos, el conocimiento científico completo de un objeto puede responder a dos
preguntas significativas: cómo es el
objeto –lo cual nos remite inmediatamente a la descripción del mismo– y por
qué es así el objeto –que corresponde a la parte explicativa, lógico-racional, del conocimiento de la cosa–.
Por otro
lado, como bien han detallado Kédrov y Spírkin, la ciencia moderna es un conjunto extraordinariamente
subdividido de ramas científicas diversas. Al clasificarla, Bunge –que es del mismo parecer que los anteriores, tal vez por ser
partidario del realismo científico–
las divide en ciencias formales o ideales y en ciencias fácticas o materiales.
Sobre esta base, dice el epistemólogo argentino que “esta ramificación tiene en cuenta el objeto o tema de las respectivas disciplinas: también da cuenta de la
diferencia de especie entre las proposiciones que se proponen establecer las ciencias formales y las fácticas: [pues] mientras las
proposiciones formales consisten en relaciones entre signos, las proposiciones
de las ciencias fácticas se refieren, en su mayoría, a entes extracientíficos: [esto
es] a sucesos y procesos... [Y esta] división también tiene en cuenta el método por el cual se ponen a prueba las
proposiciones verificables: mientras las ciencias formales se contentan con la lógica para demostrar
rigurosamente sus teoremas... las ciencias
fácticas necesitan más que la lógica formal: para confirmar sus conjeturas, necesitan
de la observación y/o experimentación. En
otras palabras, las ciencias fácticas
tienen que mirar las cosas y, siempre que les sea posible, deben procurar
cambiarlas deliberadamente para intentar descubrir en qué medida sus hipótesis
se adecuan a los hechos”.[22]
En esta
cita he puesto de relieve algunos elementos internos constitutivos y
fundamentales de la ciencia. De entre ellos, para quienes hayan profundizado en
el tema, resulta patente el hecho de que la proposición
se erige como una especie de elemento-eje
por cuyo torno gira y desarrolla la ciencia,[23] elemento
fundamental que, como conditio sine qua
non, permite su construcción, despliegue y progreso. Viene ya después el objeto que se identifica, en todas sus
dimensiones, a través de la proposición y, por último, el método que lo estudiará.
En
general, esta clasificación de las ciencias sirve para comprender los elementos-principio que debe reunir un
conocimiento que pretenda alcanzar el estatus de ciencia. Pero, cierto también
es que “ni la observación, ni la
generalización, ni el uso hipotético deductivo de aserciones, ni la mensura, ni
la utilización de instrumentos, ni la construcción, ni todos ellos juntos –precisa
Nino–,
pueden ser tenidos como esenciales para la ciencia. Porque se pueden encontrar
ramas científicas en donde no se usan esos criterios o tienen poca influencia”.[24] La matemática,
por ejemplo, no recurre ni a la observación ni mucho menos a la experimentación
como técnica de verificación de sus procedimientos deductivos.
Puntualizando
su antedicha aseveración, Carlos Santiago Nino dice de tales elementos-principio
que “no son ni necesarios ni suficientes [en
forma absoluta], pero pueden estar
presentes en mayor o menor grado y contribuir a garantizar lo que reconocemos como
científico. Su desaparición conjunta remueve de una actividad el carácter
científico; su presencia en alto grado crea condiciones reconocidas como
preeminentemente científicas”.[25]
Sin
embargo, pese a tan precisa explicación, la influencia del neopositivismo y del
neokantismo en el siglo XX, en especial de quienes provienen de la Escuela de
Baden, permanece entre nosotros cuando se niega que las ciencias fácticas sociales sean en realidad ciencia. Los
neokantianos de la Escuela de Friburgo, por ejemplo, se han dedicado de manera especial a fundamentar la contraposición entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, basándose en la
teoría kantiana de la razón pura y la
razón práctica y en el criterio de
que no sería posible alcanzar un
conocimiento científico de los problemas sociales, los cuales son
únicamente accesibles, según dicha escuela, al examen normativo y teleológico
(finalista), o sea, a la especulación metafísica. El Derecho, como rama de las ciencias sociales, ha tenido así que sufrir
las consecuencias.
A pesar de
todo ello, después de lo explicado y reconociendo en la teoría jurídica la
permanente presencia de los elementos-principio
propios del conocimiento científico, el Derecho, entendido como teoría que comprende
y explica las regulaciones normativas de las relaciones sociales actuantes en
la realidad objetiva, ya podemos decirlo, sí es ciencia.
Claro que
esta explicación resulta, por ahora, muy incipiente y, tal vez, hasta bastante
elemental. Pero téngase en cuenta que se basa en fundamentos básicos y propios de
un verdadero análisis epistemológico. Además, por otro lado, es necesario que
esta forma de análisis hecha aquí, haya sido así: ya había quedado dicho antes que
la naturaleza de mi investigación no me permitía abarcar ni profundizar más en
el tema.
Todos los
entendidos en el tema conocen –y los profanos al menos suponen– las ventajas
que tenemos y a las que accedemos al reconocer la naturaleza científica del estudio
del Derecho. Evidentemente, me refiero aquí al estudio del Derecho entendido no
como forma objetiva de existencia de la realidad, sino como teoría jurídica. Y,
obviamente que cuando hablo de ventajas,
no me refiero al prestigio trivial
del que se vanaglorian los científicos
de preponderante influencia neopositivista y/o neokantiana. ¡No! Me refiero más
bien a las ventajas académicas, sociales, teóricas y prácticas que el nivel nos
permite alcanzar, posibilitándonos conocer la verdad que entraña nuestro objeto
de estudio: el Derecho. Pero, como ello es de suyo común, no voy a hacer mayor
referencia sobre el particular.
Más bien,
precisaré aquí lo que me parece que serían algunas de las consecuencias que seguiríamos
obteniendo de seguir alineadamente –como sucede hoy– a esos que niegan la
naturaleza científica del Derecho. Entre otras varias, citamos las siguientes:
a) Primero, seguimos corriendo el riesgo de caer en el
infecundo campo del agnosticismo socio-jurídico, al asumir que no es posible alcanzar
o desarrollar un conocimiento científico de las relaciones jurídicas que operan
en la sociedad. Ello traería la lamentable consecuencia de asumir una posición
escéptica –por puro ignorante gusto– sobre el conocimiento que bien podríamos
obtener de nuestro objeto de estudio y la consecuente alienación totalizante de
nuestra consciencia;
b) Segundo, dejaríamos al Derecho, entendido tanto como el
conjunto de relaciones normativo-sociales reales cuanto como teoría científica
que estudia las leyes objetivas que reflejan dichas relaciones, como escribe Hegel, “abandonado a la
contingencia subjetiva de la opinión y del arbitrio”,[26] lo que
conllevaría a un subjetivismo tan grande que, a la larga, cualquier bien intencionado profano, por su simple
versada opinión, asumiría por derecho propio la investidura de jurista, magistrado judicial, abogado o estudioso
del tema, o de todos a la vez.
Es esto
precisamente –al menos en el Perú– lo que sucede en nuestras Facultades de
Derecho y, de modo más patético y clamoroso, en el Poder Judicial y en el
Ministerio Público. La experiencia obtenida sobre el particular indica que, hoy
por hoy, literalmente cualquier alevino profano –con las honrosas minúsculas
excepciones–, ha asumido las condiciones antedichas por su libre albedrío o, como diría Virchow, por la práctica de la libertad en la ciencia,[27] lo cual
consiste en pensar, escribir y opinar con especial desahogo sobre cosas que se
ignoran en absoluto. Es esta la realidad que nuestros horrorizados profesores universitarios y nuestros muy omniscientes
estudiosos magistrados judiciales –repito,
con salvadas excepciones– se niegan a reconocer impelidos por el mismo hecho de
que, entre otras causas más, la permanencia de este statu quo resulta toda una ventaja para sus intereses: continuar
negando la naturaleza científica del Derecho resulta política, social y
económicamente todo un gran beneficio para ellos. La idea central de los
efectos prácticos obtenidos con esta situación sería más o menos esta: “No existiendo ciencia del Derecho, no
existe tampoco necesidad de ser científico del mismo. Y, como no lo soy, ni
tampoco es mi interés serlo, asumo sin más la posición que me toque ocupar, ora
como ‘jurista’, ora como magistrado, ora como profesor universitario o lo que,
en fin, me toque ser”.
c)
Tercero, al negar la naturaleza científica del estudio
del Derecho, este se convierte en mero tecnή.[28] Sin
embargo, se pretende olvidar (¿acaso sea a propósito?) que la tecnología es
resultado de la técnica que proviene de una previa base científica.[29] Por lo
mismo, si asumimos que, en efecto, el estudio del Derecho no se eleva al
estatus de ciencia sino únicamente constituye mera tecnología del conocimiento,
cabe preguntarse cuál sería entonces la base
científica de la que provendría su técnica. Si se responde recurriendo al
lugar común de que esta la constituye la sociología, lo cual es una verdad a
medias –y como toda verdad a medias, finalmente es una falsedad–, no podemos
sino advertir que, por ello mismo, nos encontramos ante un típico caso de sociologismo –que no es lo mismo que influencia sociológica– que no hace sino
contaminar flagrantemente a la ciencia del Derecho,[30] de lo
cual toca a nuestra futura tarea su expectoración. Mas de todo esto se infiere
entonces que aun aquellos que hablan del estudio del Derecho como disciplina, es decir, como mera técnica, finalmente, sabiéndolo o no, tienen
también que aceptar el carácter científico de la ciencia del Derecho. Empero, resulta patente el hecho de que, con
lo anterior, no tenemos ante nosotros más que una tremenda incongruencia de
quienes plantean semejante desatino, por decir lo menos. Es que, finalmente,
como muy bien resume V. Malpartida Castillo,
Presidente de la Corte Superior de Justicia de Ica, desde dentro del endriago,
y reseñando la situación académica de nuestros
magistrados, nuestros intelectuales y nuestros académicos en el
Perú, vivimos “en un país donde se opina
muchas veces careciendo de fundamentación o con una muy pobre”.[31]
d) Por último, al asumir cierto grupo en especial la postura
según la cual el estudio del Derecho no posee un carácter científico como sí
las ciencias ideales y las ciencias naturales,[32] basados
en ciertas proposiciones mal repetidas
de otros tantos ciertos gurúes del
conocimiento moderno, por y con su ignorancia, cortan de raíz toda
posibilidad de asumir el sentido cambiante del mundo y de la ciencia que trata
de conocerlo y que, por ende, también es cambiante. Afortunadamente, esto solo
ocurre en sus cerrados entendimientos.
Pero sus actitudes y proceder, por supuesto, tiene repercusión objetiva y real.
Con su vocación obscurantista, aquellos no hacen sino convertirse en
amodorrados tributarios de charlatanes y narradores de cuentos como Toffler, Fukuyama, Johnson o, más cercanamente a nuestras latitudes, Cornejo, Cuauhtémoc Sánchez y Coelho, entre
otros más, ideólogos todos ellos del irracionalismo instaurado, propiciado y
subvencionado por el orden mundial imperante del cual ellos, siendo algunos de
sus más férreos militantes, siguen y defienden[33]
bonzaicamente; orden mundial al cual ahora se llama con el eufemismo de globalización, punto de partida desde
donde asumen posición negativa respecto de las ciencias sociales, las cuales les resultan –de modo especial a sus
sectores más avanzados y radicales– en extremo peligrosas.
Con ellos,
nuestros profanos estudiosos del
Derecho hacen cierto tipo de masa amorfa y, al repetir sus adormecedores
discursos, se limitan todos ellos, viles representantes del impenitente
cretinismo académico, entre sumos
sacerdotes y píos fieles, a
regurgitar y glosar verdades de perogrullo que son asumidas como verdades universales. Pero lo cierto es
que, como muy bien señalaba Engels, en el
terreno del conocimiento de la sociedad, el que “quiera salir a la caza de verdades definitivas de última instancia, de
verdades auténticas y absolutamente inmutables, conseguirá poco botín, como no
sean trivialidades y lugares comunes de lo más grosero”.[34] Así
entonces, aquellos pigmeos y profanos pertenecientes a la misma familia, no deberían
merecer más atención que la que les corresponda. Más bien, a quienes en verdad
debe combatirse en todo terreno, es a los pontífices a los cuales aquellos
siguen, porque son quienes responden de manera directa a intereses
político-sociales superiores del stablishment moderno. Es a ellos a
quienes debemos decirles que, en Derecho, “el
imperativo de la utilidad de la ciencia impone la claridad de las ideas, la
apreciación de los elementos irracionales que existen en el ordenamiento
jurídico [para erradicarlos y traer en su lugar elementos racionales que
reflejen objetivamente el mundo real],
que se tenga en cuenta la realidad social que la norma regula y, de manera
fundamental, que se busque el fin de esta”,[35] el cual se
inscribirá en la cabal labor de construcción de una sociedad más íntegra,
verdaderamente moderna y justamente organizada, donde se imponga finalmente la
norma social más justa teniendo en cuenta la regla: “a cada quien de acuerdo a sus necesidades y de cada quien de acuerdo a
sus posibilidades”.
Todo lo
dicho nos lleva a entender que, en conjunto, y por sus efectos prácticos, al
asumir la calidad científica del Derecho, como bien lo considera el profesor Manuel
Abanto Vásquez, tal proceder “demuestra palpablemente cómo pueden y deben
actuar teoría y práctica, doctrina y labor judicial, para tratar de dar
solución más justa a los problemas”.[36] La ciencia
es teoría, sí, pero no etérea ni vaga, sino también práctica, característica
que constituye el criterio insuperable de su verificación, tal como lo han
demostrado los clásicos del marxismo. Empero tal certera aserción, no se piense
tampoco que la teoría es condición simple de la práctica, o al revés. Entre
ellas existe, más bien, una relación dialéctica de condicionalidad recíproca.
Parafraseando a Stalin, también
diremos, con justa razón, que la práctica es ciega si la teoría no alumbra su
camino, y viceversa.
Por fin,
para redondear literariamente el tema, creemos que resulta pertinente citar al Mefistófeles de Goethe que, para poner
énfasis a la importancia de la ciencia, recita esta prosa:
“Si desprecias el entendimiento y la ciencia,
los más altos dones del hombre,
te habrás entregado al diablo
Y si de
demonios hablamos, al fin y al cabo, no nos queda entonces más que evocar aquí
a Marx y decir con él, como Dante, “a la puerta de
la ciencia, como a la del infierno, debiera estamparse esta consigna:
“Qui si convien lasciare ogni sospetto;
El estudio
del Derecho adopta la forma de ciencia y, de esta manera, se convierte en
objeto de crítica de la filosofía del
Derecho.[39] Precisamente
en este sentido, aún cuando no comparta con su teoría egológica, debo reconocer
que Carlos Cossio considera
correctamente que la ciencia del Derecho “tiene
que ser el tema en cuyo torno gire la filosofía del Derecho”.[40]
Creo que
esta consideración resulta correcta porque, de no asumir tal verdad, toda labor
desarrollada en los campos del Derecho resultaría estéril, por intonsa, y por
lo mismo, fracasada. Precisamente la amenaza de este peligro lo llevó a
sentenciar que “resultan tan vacías e
infecundas las filosofías del Derecho que no son filosofía de la ciencia del
Derecho... El ajuste entre ciencia y filosofía presupone la existencia de la ciencia
porque la filosofía trabaja sobre la ciencia, y no a la inversa; y solo cuando
la filosofía reflexiona sobre la ciencia puede abrigarse la esperanza de que el
conocimiento filosófico le resulte de algún provecho al científico”.[41]
El propio Reale subrayó por eso la importancia de destacar el carácter
científico del Derecho, y aun a pesar de toda su carga neokantiana, reconoció
que “la filosofía del Derecho se refiere
propiamente a una inquisición permanente y desinteresada de las condiciones
morales, lógicas e históricas del fenómeno jurídico y de la ciencia del
Derecho”.[42]
El
carácter científico del estudio y comprensión del Derecho, entonces, justifica
la realización de la investigación que presento en este libro. Asimismo, debo
reconocer la importancia y compromiso que la filosofía –científica, por supuesto[43]–,
entendida como teoría crítica, tiene para con la ciencia en general. En este
aspecto, Marx resaltó la enorme
importancia de la filosofía como condición previa para el conocimiento y
desarrollo de la ciencia. Después de haber culminado sus estudios de Derecho en
Bonn, él había dicho: “sin la filosofía
no me abriré camino”.[44]
La filosofía,
como nivel superior del saber humano,[45] se
caracteriza por el hecho de ser analítica, crítica y radical, fundamentalmente.
Pero, que quede esto claro: al hablar en este volumen de “filosofía”, me estoy
refiriendo a la “ciencia
sobre las leyes universales a que se hallan subordinados tanto el ser (es
decir, la naturaleza y la sociedad) como el pensamiento del hombre en el
proceso del conocimiento”.[46] Desecho, pues, cualquier consideración
de la filosofía con la infectante especulación metafísica.
Y es
justamente en el contexto de este marco general que se ubica la filosofía del
Derecho –como lo
explicaré mejor más adelante– como parte de
la filosofía general, llamada a formularse interrogantes tales como: ¿Qué es el Derecho? ¿Cuál es la esencia real
del Derecho? ¿Cuáles son las leyes generales que rigen el desenvolvimiento real
del Derecho? ¿Cuál es el fin y el valor del Derecho? ¿Son de aplicación
universal las normas del Derecho o tan solo lo son, más bien, sus leyes
generales, sus principios?
Preguntas sencillas de formular desde la perspectiva semántica y gramatical,
pero profundas en el sentido último de su contenido por constituir los
cuestionamientos fundamentales más esenciales que a lo largo de la historia, verdaderos
juristas, estudiosos del Derecho, científicos sociales, eruditos y demás
interesados en el tema, de aquí y allende, se han autoimpuesto con la finalidad
de aprehender, con la debida rigurosidad científica y, más aún, filosófica, el
Derecho; y de cuyas esclarecidas respuestas tenemos hoy, los ejes centrales en torno a los cuales
giran todas las tesis que, abordando estos asuntos vigentes aún ahora –y, por
supuesto, otros más–, han pretendido resolver aquellos graves problemas que el
avance del conocimiento científico en el campo del Derecho genera, ya desde el
plano histórico-social, o desde la vertiente axiológica, o desde la misma dialéctica,
o, más abstracta y racionalmente, desde la fundamentación puramente
lógico-formal, y, más aún, científica. No obstante, lamentablemente, siempre en
forma excluyente unas tesis respecto de las otras.
Las teorías y nociones que se
han ido generando para tratar de explicar el Derecho como forma objetiva de la
realidad social, sin embargo, apuestan por una gnoseología del Derecho, la cual
no puede ser completa si no atiende, previamente, el problema central del
mismo: el ser del Derecho.
Ahora
bien, no obstante que tal problema central está referido al ser del Derecho, mi tesis no apuesta por
un ontologismo jurídico, si
entendemos al mismo como la contaminación proveniente de una ontología
idealista en sí misma metafísica que, por anticientífica, deviene caduca.[47] Por tanto, asumiendo el carácter científico de la filosofía,
la búsqueda del ser del Derecho me
lleva en este libro a desplegar mi investigación por el sendero de la dialéctica.
Esto me resulta absolutamente claro y definitivo.
Por
otro lado, se me antoja considerar que ha sido la filosofía del Derecho la que
ha venido a constituirse en la filosofía
llamada a comprender la vida de los hombres en sociedad, en tanto esta no es
anárquica, caótica, a-reglada, sino todo
lo contrario, que exhibe relaciones normadas por intereses sociales,
dependientes de los modos de producción que contienen sus correspondientes relaciones sociales de producción;
sociedad de la cual, comprendiendo su pasado, se comprenderá con mayor claridad
la posibilidad de su futuro, lo que implica la premisa de que el Derecho, al
margen de toda definición provisional que pueda dársele –incluida la mía
propia–, se descubre como un sistema regulador del orden social y de la vida
colectiva. Esto nos revela que la filosofía del Derecho debe conocer y
comprender, previamente, una concepción racional y universal acerca del mundo
jurídico, todo lo que explica que la filosofía del Derecho –lo adelanté antes– no
puede ni debe ser considerada jamás como una simple rama del Derecho sino, más
bien, parte integrante de la filosofía general, tal como Heinrich Henkel ha
dicho sobre esta cuestión: “es posible
considerarla [a la filosofía del Derecho] como rama de un sistema
general. Resulta entonces ‘parte’ de este, al lado de las filosofías de la naturaleza,
la historia, la religión, el arte, etc.”[48]
De
otro lado, como ya lo he apuntado antes, conviene precisar que la filosofía
estudia también a la sociedad –en tanto en cuanto sus leyes más generales de
transformación–, donde anida, vive y se desenvuelve, conjuntamente con ella, el
Derecho. De esta manera, se encuentra que la filosofía es, en efecto, “una de las formas de la consciencia social
que está determinada, en última instancia, por las relaciones económicas de la
sociedad”,[49] de lo que rápidamente se deduce que “ha sido siempre la
concepción del mundo de determinados grupos o clases sociales”.[50]
La
filosofía marxista-leninista, concepción científica del mundo cuya base teórica
la constituye la filosofía materialista que compagina orgánicamente con la dialéctica
materialista e histórica, es la filosofía de las clases sociales mayoritarias,
pero oprimidas del orbe. Es la “fase
nueva y superior en el desarrollo de las concepciones materialistas... creada
por Marx y Engels, los grandes maestros y guías de la clase más avanzada y
revolucionaria de la sociedad moderna: el proletariado”.[51]
Este
es el partido en filosofía al que me adscribo, dada su condición de concepción
científica del mundo y su característica finalidad liberadora. Como Barreto en
el Brasil –aunque ciertamente con las distancias del caso–, diré también que “yo no hago un secreto de mi fe filosófica:
soy materialista”;[52] y, más aún, soy materialista dialéctico.
La
realización de esta tesis se justifica, entonces, por dos motivos
fundamentales: primero, porque en ella se procurará desentrañar el ser, la esencia, del Derecho, labor de
interés teórico para quienes estamos abocados a elucidar los mayores temas
acerca de la problemática del mundo jurídico; y, en segundo lugar (la razón más
importante), porque esta producción intelectual contiene la crítica[53] con la que se construye la teoría que sometemos a consideración de los
especialistas.
Pero
debo dejar en claro que la labor desplegada en este libro no constituye
expresión de un aventurerismo intelectual ni mucho menos. No me atrevería a
acometer la delicada y responsable tarea de enfrentar críticamente el
pensamiento realiano sobre el Derecho si no me encontrase debidamente
pertrechado con los instrumentos científicos que el hecho amerita. Por eso, como
podrá verificar el lector en las siguientes páginas, para alcanzar los fines
propuestos en este libro, he tenido que abordar cuestiones fundamentales de la filosofía
e, inclusive, he debido abarcar de modo amplio algunos temas relativos a la historia
de la filosofía, lógica, gnoseología, axiología, etc., hasta echar mano
reminiscente de la historia universal, para desarrollar una comprensión
dialéctica, integrante, totalizadora, de mi objeto de estudio.
En
los tiempos actuales, donde desgraciadamente la estupidez[54] prima sobre la reflexión profunda, y se vive una sensación de relajamiento
social, espiritual, académico, que limita la capacidad de los hombres de razonar
sobre aspectos elementales y fundamentales de la sociedad, se advierte un
clamoroso déficit de conocimientos de los más elementales rudimentos de la filosofía
y de su historia, además de una obscena y procaz incultura en materia de historia
universal. ¿Cómo filosofar y reflexionar entonces? Qué diría Hegel sobre
esta vergüenza; él, que hacía partir su reflexión desde el saber absoluto, esto es, desde el filosofar. Peor aún cuando existen juristas y estudiosos del
Derecho que insólitamente preguntan “¿para
qué la filosofía?”. A esta raza de enanos mentales, debemos encararlos de
la mano de Carnelutti y decirles que “ninguna rama de
la ciencia vive sin respirar filosofía, pero esta necesidad es sentida en el
Derecho más que en cualquier otra... el jurista se convence cada vez más de
que, si no sabe sino Derecho, en realidad no conoce ni el mismo Derecho”.[55]
De
cara a la realidad, por ende, estoy consciente de que para polemizar y
cuestionar una teoría jusfilosófica de preeminente relevancia como la teoría tridimensional
del Derecho de Miguel Reale, dado el déficit antes indicado, se hace necesario realizar el paso
previo por los ámbitos que he abarcado en este volumen, conforme recomienda el
método dialéctico: ir de lo simple a lo complejo. Estoy convencido que solo así
se podrá construir una filosofía auténticamente científica, evitando incurrir
en especulaciones metafísicas, e inclusive disparatar cantidades industriales
de estupideces que lleguen a ser monumentales.
De
esta manera, a la luz de este conjunto de consideraciones, me propongo en este
libro la tarea de aplicar el método de la filosofía científica al estudio del Derecho,
forma objetiva de existencia de la realidad social, con el objeto de develar su
esencia, su ser, para obtener un conocimiento
real y científico de él. Y qué mejor partido que la filosofía
marxista-leninista podría elegir para concretizar dicha tarea en este trabajo de
investigación, el cual podría constituir más tarde un instrumento coadyuvante
en el proceso de transformación de la sociedad, con lo que, en última
instancia, se realizaría en la práctica concreta la más sublime forma de hacer filosofía
según lo establecido por Marx en su inmortal undécima tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.[56]
Dichas
estas palabras, someto ahora a consideración de los lectores, los resultados de
mi trabajo, en la forma de una Teoría
dialéctica del Derecho.
[1] Y
ya no especulativo, característica permanente de la generalidad de los estudios
que versan sobre el Derecho.
[2] Al respecto, y para ampliar el
sentido de esta proposición que proviene de Martin Heidegger, cfr. Barreda
Delgado, A. y otros. Texto de Filosofía. Facultad de
Educación de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. Lima, 2000, p. 81.
[3] Sic. Watzlawick, Paul. Münchhausen’s Pigtail or Psychotherapy &
Reality. Essays and Lectures. New York: W. W. Norton & Company. Cit. Francis, C. A., Abimael
Guzmán – Sendero Luminoso. Un
modelo mental de la Realidad. En: Revista Paz (Centro de
Estudios y Acción para la Paz – CEAPAZ). Edición Julio/Diciembre 1994. II
Época. Año 2 N° 30-31, p. 167.
[4] Advertirá el lector que la postura
asumida aquí por nosotros, sobre el particular, es eminentemente hegeliana, con
las precisiones dialécticas marxistas, claro está. Rechazamos, por tanto, por
arbitraria, mítica y anticientífica, la epistemología
de R. Blanché, tan difundida
en nuestro medio y que, en el caso peruano, ha sido recogida, por ejemplo, por
Domingo García
Belaúnde
(cfr. Blanché, R. La Epistemología. Oikos-Tau Ediciones.
Barcelona, 1973; asimismo, García Belaúnde, Domingo. Conocimiento y Derecho. Apuntes para una
Filosofía del Derecho. Colección Biblioteca Jurídica Contemporánea No. 4.
Segunda edición, Editorial San Marcos, Lima, 2004, p. 26).
[6] Loc.
griega: dóxa. Opinión, especulación no formal. En términos generales, lo
contrario a ciencia (episteme).
[15] Al morir Aristóteles, los libros de la Filosofía Primera fueron colocados por
sus discípulos y estudiosos detrás de
los libros de física y, por esta razón, se llamaron tά metά tά fisicά (tá metá tá
phisiká), de donde proviene el nombre de metafísica.
Más tarde, desde la edición de Andrónico
de Rodas,
el libro se ha llamado tradicionalmente así, Metafísica (Cfr. Marías, Julián. Opus cit., p.60).
[18] Cit. Garrigou-Lagrange, Réginald. Opus
cit., p. 65. La cita transcrita
dice: “conocer no es sino conocer la
causa propia de lo que la cosa es y no puede ser de manera distinta de lo que
es”.
[19] Sic.
Ander-Egg,
Ezequiel. Técnicas de
Investigación Social, p. 33. Cit.
ARCE, A. C. Conceptos, Métodos y Modelos
de la Investigación Científica, p. 17.
[20] Sic.
Bunge, Mario. La ciencia, su método y su filosofía.
Ediciones Siglo Veinte. Buenos Aires, p. 5.
[21] Sic.
Kédrov, M. B. y Spírkin, A. La Ciencia. Colección 70. Tomo 26.
Editorial Grijalbo. México, 1968, p. 7. El agregado aclaratorio es nuestro.
[22] Sic.
Bunge. Mario. Opus cit., p. 8. Los agregados
aclaratorios y los textos resaltados son nuestros.
[23] Una explicación más amplia acerca de
la proposición y su importancia en la
ciencia la he dado en mi opúsculo “¿Es la
ecuación algebraica una proposición lógica?”, Editorial GÜE’S Grafic, 2003.
[24] Sic.
Nino, Carlos Santiago. Introducción al análisis del Derecho,
Barcelona, 1983, pp. 318-319. Cit. Morillas Cueva, Lorenzo. Metodología y Ciencia Penal, p. 11.
[25] Sic.
ídem, infra, p. 12. El agregado aclaratorio es nuestro.
[30] Cfr.
Morillas Cueva, Lorenzo. Metodología y Ciencia Penal. Granada,
1991, p. 23. Aquí, recurriendo a Karl Larenz [vid. Metodología
de la Ciencia del Derecho. Traducción de Enrique Gimbernat. Barcelona, 1966, pp. 33-35]
y a otros, Morillas dice
textualmente que “no es la ciencia del
Derecho una ciencia de hechos como la sociología, sino una ciencia normativa,
cuyo objeto no es algo que sucede sino un complejo de normas”, lo que no
necesariamente debería significar asumir una posición neopositivista.
[32] En realidad estos profanos y
desubicados “estudiosos” malentienden
el significado real de lo que significa ciencia y, en su contumaz tozudez, creen que sólo la matemática, la lógica,
las ciencias naturales (física, química y biología) y los derivados de éstas
acaparan con título absoluto de propiedad el grado y carácter de ciencia. ¡Y no conocen matemática, ni
física, ni química, menos biología! ¡Pero opinan! Esto, resulta más que evidente,
es cuestión de ignorancia elevada a la máxima potencia en el mismo conocimiento
epistemológico de la propia ciencia.
[33] Sobre esta clase de charlatanes,
Gonzalo Portocarrero dice: “los nuevos ideólogos, los intérpretes de la
época, pontifican con que esto es todo: no hay nada que esperar y ya acabo la
historia” (Sic. Portocarrero, Gonzalo. “¡Viva el socialismo!”. En: Márgenes.
Encuentro y Debate.
Revista Sur, Casa de Estudios del Socialismo. Año IV, No. 7, enero de 1991.
Lima, p.129).
González-Prada los llamaría
hoy, como en su tiempo, “mercachifles de
felicidad ajena”. Vargas
Llosa
los sentencia contundentemente, acusando a la literatura de estos intelectuales modernos de “bazofia literaria”. En el centro del
Perú, el joven literato y analista Sandro Bossio los califica de “escritores fútiles y llorones... [que] han convertido la literatura de valores en
el más grande rollo de papel higiénico del mundo” (Sic. Bossio, Sandro. “Por qué no recomendar libros de autoayuda”.
En: “Sólo 4”.
Suplemento sabatino del diario “Correo”
de Huancayo. Edición del 15 de mayo de 2004. El agregado aclaratorio es
nuestro).
[35] Sic.
Sainz Cantero, José Antonio.
Lecciones de Derecho Penal.
Barcelona, 1979, pp. 111 y ss. Cit. Morillas Cueva, Lorenzo. Opus cit., p. 14. Los agregados
aclaratorios son nuestros.
[36] Sic.
Roxin, Claus. La Imputación Objetiva en el Derecho Penal.
Traductor y editor: Manuel A. Abanto
Vásquez.
Incluye artículo introductorio de Paz M. De la Cuesta Aguado, Profesora
titular de Derecho Penal de la Universidad de Cádiz. Traducción del libro: Strafrecht. Allgemeiner Teil (extracto
de los capítulos 11 y 24). Editorial C. H. Beck. Munich, 1994. Impreso por IDEMSA, en Lima, mayo de 1997, p. 14.
[37] Sic.
Hegel, G. W. F. Fenomenología del Espíritu. Traducción
de Wenceslao Roces. Fondo de
Cultura Económica. México, 1966, p. 214. La cita que se ha trasladado aquí es
una versión ligeramente modificada de los versos 1851-1852 y 1866-1867 del Fausto de Goethe, 1ª parte. Ídem., también, en Hegel, G. W. F. Principios de la Filosofía del Derecho,
p. 18.
[38] Sic.
Marx, Carlos. Prólogo de la Contribución a la Crítica de
la Economía Política. En: Marx, Carlos y Engels, Federico. Obras escogidas en dos tomos, Tomo I, p.
346. La transcripción literaria dice: “Déjese
aquí cuanto sea recelo;/ Mátese aquí cuanto sea vileza”.
[39] Cfr.
Calsamiglia, Alberto. Introducción a la Ciencia Jurídica. 2ª
edición, 1988. Editorial Ariel, S.A. Barcelona, p. 12.
[40] Sic. Cossío, Carlos. La Teoría Egológica del Derecho y el Concepto Jurídico de la Libertad. Editorial Losada, S. A. Buenos Aires, 1944, p. 16.
[41] Sic. Ibídem.
[42] Sic.
Reale, Miguel. Introducción al Derecho. Ediciones
Pirámide, S. A. Sexta Edición. Madrid, 1984, p. 30.
[43] A pesar de su postura filosófica, que
es adversa a la nuestra, a Mario Bunge le asiste
razón cuando afirma que “la filosofía puede y debe construirse con el método de la ciencia y sobre la base de los logros
y fracasos de la investigación científica... [porque] la investigación científica presupone y controla ciertas importantes hipótesis filosóficas” (Sic. Bunge, Mario. La Investigación Científica. Su estrategia y
su filosofía. Traducción de Manuel Sacristán Luzón. Editorial Ariel,
Barcelona. 4ª. Edición, 1997, página 319. El agregado aclaratorio es nuestro).
Esta precisión bungiana, aunque correcta en la forma, debe ser completada en
esencia con la puntualidad que la dialéctica marxista nos ofrece, y que es
explicada un tanto más adelante.
[44] Sic.
Vásquez Tasayco, Alberto. Materialismo Dialéctico. Universidad
Nacional del Centro del Perú, Huancayo, 1975, p. 40.
[45] Hegel, en este aspecto, hace
partir su filosofía desde lo que él llamó saber
absoluto, el cual identificó con el saber
del ser. El saber absoluto es en Hegel, por
antonomasia, el grado superior del saber humano y punto de partida inicial del
saber filosófico.
[46] Sic.
Rosental-Iudin. Diccionario Filosófico, p. 175. En
realidad, la definición corresponde a Engels. Cfr. Engels, Federico, Anti-Dühring, p. 131.
[47] Cabe recordar las sabias palabras de
Mao Zedong sobre el tema:
“el idealismo y la metafísica son las cosas
más fáciles del mundo porque permiten a la gente que disparate a gusto, sin
basarse en la realidad objetiva ni someterse a la prueba de ésta. En cambio, el
materialismo y la dialéctica requieren esfuerzos. Se fundamentan en la realidad
objetiva y se someten a su prueba. Si uno no hace esfuerzos, caerá en el
idealismo y la metafísica” (Sic. Tse-Tung, Mao, Citas del Presidente Mao Tse-tung.
Ediciones en Lenguas Extranjeras. Pekín, 1966, p. 220). Esto mismo es lo que he
demostrado en la primera y segunda parte de mi libro “Sofía
y Teodoro: Diálogo en torno a la prueba lógica y ontológica de la existencia de
Dios (La paradoja de la inexistencia del Ser Divino)”. 1a edición, 2007. EDIMZA S. A.
Huancayo, Perú.
[48] Sic.
Henkel,
Heinrich. Introducción a la Filosofía
del Derecho.
Cit. García Máynez, Eduardo, Filosofía del Derecho. Editorial Porrúa,
S.A. México, 1974, p. 18. El agregado aclaratorio es nuestro.
[51] Sic.
Kuusinen, Otto V. y
otros. Manual de Marxismo-Leninismo.
Título de la obra original: Fundamentos
de Marxismo-Leninismo, segunda edición, corregida y aumentada conforme al
texto de la segunda edición rusa reelaborada; 5 de enero de 1966. Editorial
Grijalbo S.A. México D. F., México, p. 16. Empero, urge traer a colación aquí
mismo y ahora, lo que muy bien aclara Recaséns
Siches –aunque
finalmente termine tergiversando toda la concepción marxista después– sobre el
materialismo marxista, al puntualizar que este, “con el materialismo [filosófico] tradicional, físico o biologista, nada tiene
en común, como no sea la fortuita coincidencia en la palabra materialismo. Aquí
el vocablo materia no denota cuerpo o ser extenso [únicamente], ni bioquímica, sino realidad económica. Por
tanto, materialismo en Marx no es el término antagónico de espiritualismo, sino
de idealismo.” (Sic. Recaséns Siches, Luis, Tratado General de Filosofía del Derecho.
Segunda edición. Editorial Porrúa, S.A., México, 1961, p. 450. Los agregados
aclaratorios son nuestros).
[53] Según la filósofa peruana Pepi Patrón, siguiendo
consideraciones dialécticas, “la crítica
no es sinónimo de atacar o destruir algo o a alguien. Significa discernir;
separar, en el sentido de poner las cosas en su lugar apropiado” (sic. Patrón,
Pepi. Tsunami Crítico en: “Domingo”, Revista del diario “La República”, Lima, 2 de enero de
2005, p. 19).
[54] En el sentido sartriano del término. Jean
Paul Sartre escribió en su
novela El idiota de la familia, que
una de las armas fundamentales de las clases dominantes de la actualidad es la
estupidez, la que se distribuye
gratuitamente a través de los procesos educativos directos (ministerios de
Educación y escuelas públicas) e indirectos (medios de comunicación de prensa
masiva). Para Sartre, estupidizar significa enseñar a ser
idiota al ciudadano común, a través del lenguaje y de los demás elementos
comunicativos, castrándoles la capacidad de razonar
sobre aspectos elementales y fundamentales de la sociedad, tales como la
política.
[55] Cit.
Mantilla Pineda, Benigno. Opus
cit., p. IX.
[56] Cfr.
Marx, Carlos. Tesis sobre Feuerbach, en: Marx,
Carlos y Engels, Federico. Obras escogidas en dos tomos, Tomo II, p.
403. Los énfasis son nuestros.