I
Una larga historia es la que transcurre desde
que el concepto de imputación
destacara como columna vertebral en la doctrina del jusnaturalismo racionalista
del siglo XVIII y en la de los penalistas hegelianos del siglo XIX, pasando por
el célebre Lehrbuch des Deutschen Strafrechts
de von
Liszt, cuyas concepciones positivistas, basadas en la tesis del causalismo naturalista,
dirigieron la atención de los penalistas hacia el concepto de la acción, influencia
que se extendiera hasta el período post-bélico de las grandes guerras
imperialistas de la centuria pasada, cuando el causalismo adoptó un matiz
valorativo, lo que, de alguna irónica manera, abrió camino para que varios años
después ganara espacio la teoría finalista de la acción de Welzel,
hasta llegar al último cuarto del siglo XX cuando resurgiera, en el pensamiento
de Jakobs,
el concepto normativo de la imputación,
basado en el reconocimiento de la teoría
del rol social.
En este corsi e ricorsi histórico en la ciencia
del Derecho penal, fluyeron –como es natural suponer– múltiples elementos
teóricos de significativa importancia que marcaron el fracaso, o el punto de
partida de la crítica dialéctica, e incluso el éxito de algunos de los
conceptos centrales que sirvieron de base para la construcción del edificio
teórico de las diferentes doctrinas que, pretendiendo explicar el delito y su
naturaleza, se sucedieron unas tras otras durante todos estos años. Este
singular devenir del tiempo en este campo del Derecho define, precisamente, su especial
carácter histórico condicionado por el que –como todo en la vida– nos es
posible afirmar que el Derecho penal actual no es sino consecuencia del Derecho
penal de ayer.
Pero aún cuando esta
importante característica del Derecho penal salte a la vista como una singularidad
de suma importancia para sí, por todo lo que ella evidentemente implica, irónicamente
resulta que hoy se hace muy poco frecuente encontrar juspenólogos que se detengan a analizar, esencialmente, las
cuestiones fundamentales de su ciencia. En la mayoría de los casos,
si lo hacen, lo hacen dedicando muy cortos espacios de sus textos a estos
importantísimos asuntos que se esconden con discreción tras bambalinas, y
prefieren abundar en algoritmos
prácticos, explicando cómo se resuelven
determinados problemas. Ello se debe
–con seguridad– a motivaciones de orden pragmático y utilitario
en la publicación de sus libros, probablemente impuestas –también– por las
editoriales que acogen y patrocinan la noble
empresa de la divulgación de ideas,
aunque tan sólo sea para fomentar no más que ordinarios tecnicismos prácticos
que “el medio” considera lecturables y vendibles.
Por eso, sobre la maleza
de la dictadura de “el medio”,
queremos alzarnos y protestar en este escrito contra tal statu quo editorial, una vez más,
analizando epistemológicamente los aspectos enclaustrados
de la materia de fondo de la teoría del delito y aprehender así sus conceptos
generales de manera esencial para lograr una mejor y cabal comprensión de la
teoría del delito y del Derecho penal.
La intención aquí, en
última instancia, es trazar las líneas generales sobre las cuales debería surcar
el estudio pormenorizado que pretenda conocer las razones que definen e informan la teoría del delito y su concepto
central de la imputación, lo que comprende también, por supuesto, el sentido
práctico de su estudio, porque no hay mejor criterio de verificación de la
teoría que la práctica, reconociendo al mismo tiempo que ésta sin la necesaria
reflexión contemplativa que la inspire y explique en esencia, no pasará de ser burda creación empírica;
así como, de manera biunívoca, sucede que la pura abstracción teórica no sirve
sino para elevarnos, arrogantes, hasta las alturas del etéreo τόπυς ουράνιον,
desde donde perdemos perspectiva material de la realidad.
De lo que en buena
cuenta se trata aquí es, pues, de entender
el Derecho penal desde su raíz para aplicarlo y, desde la experiencia práctica,
recoger los indicadores materiales que sirvan para ajustar la teoría, en dialéctica relación teórico-práctica. Porque
cuando se entienden así las nociones fundamentales, sólo entonces, es posible
no únicamente conocerlas sino, mejor
aún, criticarlas.
II
El asunto de la imputación constituye, hoy en día, el eje central en torno al cual
giran las atenciones y preocupaciones teórico-prácticas de los estudiosos del
Derecho penal contemporáneo; una suerte de moderno άρχή jurídico-penal que ha
adquirido tal grado de importancia que, incluso, bien podría afirmarse que la
actual teoría jurídica del delito no es sino, en sí misma, una teoría de la imputación. En la doctrina
penal alemana, por ejemplo, es posible encontrar actualmente tratadistas que, siendo
exponentes de vertientes doctrinarias diversas y diferentes entre ellas, sin
embargo, a pesar del contraste de sus pensamientos, coinciden en ubicar el concepto
de la imputación en el centro mismo de sus obras. Para citar tan sólo tres conocidos
nombres, traigamos a la memoria los de Roxin, Jakobs
y Hruschka.
Empero, por supuesto, esto sólo ha sido posible después de haber transcurrido ese
largo proceso de evolución del pensamiento jurídico-penal reseñado líneas
arriba.
Fuera de los desarrollos teóricos del
jusnaturalismo en materia penal, centremos aquí la atención en las dos teorías
del delito más resaltantes del último siglo y medio que nos precede: las del
causalismo y finalismo, concepciones del Derecho penal que en su afán de
definir el delito, así como los mecanismos de imputación del mismo a una acción
determinada, a partir de consideraciones ontológicas, lograron trasladar sus explicaciones
y contenidos al reino de la metafísica, por lo que, de manera legítima, cabe
preguntarse qué valor científico puede reconocérsele a semejantes ideologías
jurídico-penales que, a pesar de haber tenido posición dominante entre los
penalistas, despreciaron la realidad de las cosas y los hechos, absolutizando
inútilmente lo que no han sido sino, en verdad, categorías que reflejan en el
pensamiento lo que acontece en el mundo objetivo y concreto. La respuesta al
interrogante surge naturalmente, sobre todo cuando los efectos prácticos de
tales ideologías –a los que no he de referirme ahora al detalle, pero que son
de conocimiento público– nos enrostran la realidad de sus consecuencias a la
hora de su aplicación.
Y es que sucede que las teorías del causalismo
y finalismo se edificaron, casi por igual, sobre la base del reconocimiento
de unas estructuras lógico-objetivas
que, de acuerdo a sus respectivas consideraciones doctrinarias de naturaleza
ontológica, subyacen a la acción humana.
Me explico mejor: en la segunda
nota del clásico “Nuevo Sistema del
Derecho Penal. Una introducción a la doctrina de la acción final” de H. Welzel, se
lee la siguiente proposición: “Estructuras
lógico-objetivas (sachlogische Strukturen) son estructuras de la materia de la
regulación jurídica destacadas por la lógica concreta (Sachlogische), que se
orientan directamente en la realidad, objeto de conocimiento”.
Qué quiere decir esto; es decir, qué es una estructura
lógico-objetiva del Derecho penal, en particular, y del Derecho, en
general.
Parecería que la
respuesta más adecuada a la cuestión nos la puede ofrecer, desde ámbitos
extra-penales, el maestro vienés H. Kelsen,
quien en el Capítulo I de su celebérrima “Teoría
Pura del Derecho. Introducción a la Ciencia del Derecho”
esclarece el tema con el rigor gnoseológico que sólo la lógica formal le pudo
proporcionar para formular sus esclarecedoras tesis. Según él, ya que existen
dos mundos coetáneos en la realidad, uno el físico, llamado por la tradición
del idealismo clásico alemán mundo del ser
(Sein), y otro el abstracto, el de la consciencia social, el del espíritu
objetivo,
denominado mundo del deber ser
(Dasein),
existen también dos clases de relaciones lógicas –y por ende, relaciones de
carácter ontológico,
según la consideración kelseniana de inspiración filosófica idealista moderna–
que, de modo objetivo, subyacen
como razón en cada uno de estos dos espacios:
una, la relación lógica de causalidad,
y la otra, la relación lógica de
imputación. Desarrollemos estas ideas a continuación.
Gracias
a ciertas evidencias empíricas, se ha podido inferir que la
primera de las antedichas relaciones –la de causalidad– es aquella que se
presenta en el siguiente supuesto: dados dos
eventos, A y B, A es causa de B si y sólo si se cumplen dos condiciones lógicas, dos sucesos
importantes, a saber:
- La ocurrencia de A es seguida de la ocurrencia de B; o,
- La no ocurrencia de B implica la no ocurrencia de A.
Así
pues, cuando dichos eventos (A y B) cumplen las dos condiciones
anteriores, decimos que existe una relación
causal entre ambos. En concreto, “A
es causa de B” o, lo que es lo mismo, “B
es efecto de A”. Eso es lo que entendemos por la relación lógica de causalidad, más conocida como Principio de Causalidad.
Ahora,
si bien la no ocurrencia de B no
tiene por qué estar ligada necesariamente
a la no concurrencia de A en el
segundo suceso, cierto también es que cuando se presenta entre ambas
situaciones el nexo condicional correspondiente, la no ocurrencia de B deviene efecto necesario respecto de la no ocurrencia de A.
Esta
condición resaltada –la necesidad
mediadora existente entre A y B– diferencia ontológicamente la relación de causalidad de la relación de imputación, porque en ésta,
dados dos eventos, A y B, B
es consecuencia de A si y sólo si B representa
el significado del acto de un individuo intencionalmente dirigido a la realización
de algo, y que, en
consecuencia, es imputable a la
condición A. En este sentido, B no puede ser consecuencia necesaria de
A, sino sólo efecto probable, en tanto la regla de imputación medie entre ambos
eventos.
Esta diferencia puede
ser expresada a través de unas estructuras
lógico-objetivas que revelan la disensión y oposición ontológica existentes
entre una y otra relación lógica, concurrentes ambas, respectivamente, en los mundos del ser y del deber ser. La primera
de las referidas relaciones se rige por la estructura “Si A es, entonces B es”. La segunda presenta la estructura “Si A es, entonces B debe ser”.
Unos ejemplos aclararán la
aparente (y sólo aparente) ininteligibilidad de tales estructuras: cuando
decimos “si someto un litro de agua al
fuego a 100°C, entonces el agua hierve”, subyace en esta proposición la
primera estructura; pero si aseveramos que Pedro mata a Pablo, no podríamos
afirmar con la misma naturalidad y
situación de necesidad que en el
anterior caso, que Pedro irá necesariamente a la cárcel, porque lo correcto
sería, más bien, sentenciar que “si Pedro
mata a Pablo, entonces Pedro debe ser sancionado con pena de cárcel”.
En lo más íntimo de estas estructuras,
pues, resaltan con singular notoriedad dos particularidades de suyo propias: en
primer lugar, mientras en la estructura “Si
A es, entonces B es” se describe con
generalidad un acontecimiento propio de la naturaleza de las cosas o, por mejor
decir, de la naturaleza tal como ella es,
que fluye en relación de un antecedente generatriz de un consecuente, en la estructura
“Si A es, entonces B debe ser” se prescribe la consecución de un resultado
que debiera ser la consecuencia imputable
a una conducta realizada con anterioridad; en segundo término, se advierte que en
el caso de la primera estructura
rige, entre antecedente y consecuente lógicos, una relación de necesidad, ya que es evidente que B es consecuencia necesaria y forzosa de A,
mientras que en el segundo caso se presenta una relación de probabilidad, dado que B es consecuencia posible que, de presentarse entre las situaciones
representadas por A y B, el nexo objetivo que las relacione,
sería imputable a su antecedente A.
He aquí las estructuras
lógico-objetivas que se corresponden con las teorías causalista y finalista del
delito, respectivamente.
Ahora bien, fuera de los problemas prácticos que ambas teorías presentan en el
plano de la aplicación práctica,
el inconveniente real en estas consideraciones teóricas, en las que se percibe una
clarísima influencia kantiana,
radica en que ambas estructuras lógico-objetivas son asumidas como objetos de
la razón que poseen existencia objetiva e independiente de las cosas mismas y,
por lo mismo, constituyen formas puras, pre-empíricas, del entendimiento
humano. De ahí que siendo estructuras
lógico-objetivas de los mundos antedichos, sean consideradas, al mismo
tiempo, estructuras ontológicas, formas a
priori del entendimiento que informan
los fenómenos que reflejan los objetos,
las cosas en sí, provistas de espacio
y tiempo que el hombre les proyecta.
Aún así, H. Welzel,
compartiendo estos postulados de manera evidente aunque tácita,
y dejándose seducir por el pensamiento ontológico de N. Hartmann
–aunque lo negase en todos los idiomas– y por la psicología –llevada al extremo
de psicologismo– de R. Hönigswald, K. Bühler y Th.
Erismann, consideró que “la acción humana es ejercicio de [una] actividad final… es, por tanto, un
acontecer ‘final’ y no solamente ‘causal’”, idea que parece constituir, en
verdad, una especie derivada de la ley de
imputación kelseniana
porque resulta evidente que todo deber
ser apunta siempre a la realización de un fin predeterminado,
que es lo que constituye el eje central de la teoría finalista de la acción.
Efectuado entonces estos
análisis precedentes, es posible concluir que una estructura lógico-objetiva del Derecho en general, y del Derecho penal
en particular, es una estructura lógica que, como forma del entendimiento puro,
pre-existe a los objetos de los mundos
del ser y del deber ser, y
expresando una realidad de modo objetivo –siempre de acuerdo a la
consideración del idealismo clásico alemán–, subyace a la realidad concreta,
resultando así el verdadero objeto
del conocimiento, lo que no las cosas mismas sobre las que se proyectan.
De esta manera, quedan
respondidas las preguntas formuladas párrafos arriba, no tanto para satisfacer
inquietudes meramente intelectuales, como sí para advertir juiciosamente que de
estos presupuestos ontológicos se derivan importantes consecuencias categoriales
en el campo de la teoría del delito –hasta aquí, ora causalista, ora finalista–,
entre ellas, las que se refieren a la comprensión acerca del contenido del
concepto libertad de actuar de la
persona; o la que es la misma que se refiere a la definición de acción; o aquella que constituye el
objeto de protección del Derecho penal que es lesionado o amenazado por
dicha acción, esto es, el bien jurídico;
y, una más central aún, que es la que corresponde a la concepción de la
imputación de un hecho dado –que se reputa ilícito y culpable– a la acción de
una persona.
En todos los casos, sin embargo, las referidas
derivaciones no superan el ámbito de lo estrictamente metafísico, lo que nos lleva
a buscar definiciones más realistas y apartadas de la metafísica o, por mejor decirlo,
nos impulsan a reclamar concepciones más funcionales, dialécticas, en relación
a la realidad social actuante, esto es, la materia del mundo social. Esta
búsqueda nos lleva hasta el profesor G. Jakobs y su pensamiento
jurídico-penal.
III
En el campo de la teoría de la imputación, Jakobs
considera que toda persona es portadora de un rol, el que desempeña en el mundo
social y en razón del cual el sujeto reconoce
la posición que ocupa en la realidad.
Este reconocimiento, a su vez, es portador de
un doble beneficio: por un lado, identifica a cada sujeto en el mundo social en
función de su rol y, con tal determinación, permite, por otro lado, que los
demás ciudadanos sepamos a qué atenernos con tal sujeto.
Este esquema
básico de interrelación social pone de manifiesto una estructura dual del
rol social porque evidencia que éste se compone de un aspecto formal, que no es sino la identificación del sujeto en el
mundo social, y de un aspecto material,
integrado por un haz de deberes y derechos coligados a ese rol. Así, esta dual
estructura sienta las bases que permiten la interrelación entre las personas en
la sociedad, es decir, la comunicación social.
Ahora bien, de lo anterior se puede inferir lógicamente
que si el rol identifica a cada sujeto en la sociedad, al mismo tiempo da la
medida de su propia responsabilidad social porque fija el ámbito o esfera –una
suerte de segmento de la realidad– de su competencia personal donde asume la
condición de administrador, de gestor de su espacio de responsabilidad.
Hecho este reconocimiento es posible afirmar
que si la administración que efectúa la persona en su ámbito de responsabilidad
es correcta, el sujeto afianza las expectativas sociales con su
conducta y fomenta la capacidad de
orientación normativa; pero si es incorrecta,
entonces defrauda las expectativas
sociales y la sociedad se lo demanda imputándole
una responsabilidad por su mala gestión en la administración del segmento
social que le correspondía en función de su rol.
El quebrantamiento del rol es, pues, como dice
M. Polaino-Orts,
“la llave que abre la puerta de par en
par a la imputación penal sobre la
base de la infracción de una norma jurídica”.
Esto último se explica porque el sujeto que
infringe su rol quebranta al mismo tiempo la vigencia de la norma, con lo que defrauda las expectativas sociales, lo
que amerita –de darse el caso– un reproche jurídico por su proceder. En esto
consiste, precisamente, la imputación: en la acreditada desviación del rol
social, es decir, en “el quebrantamiento
o la inobservancia de alguno de los deberes inherentes al rol, pero ninguno que
quede al margen o fuera de ese rol, esto es, extramuros de ese ámbito de
organización”.
Con razón, y sobre la base de estos
presupuestos, Jakobs dirá entonces: “el
Derecho penal reacciona frente a una perturbación social; ésta no puede
disolverse de modo adecuado en los conceptos de sujeto aislado, de sus facultades
y de una norma imaginada en términos imperativistas. Por el contrario, hay que
partir de los correspondientes conceptos sociales, de los conceptos de sujeto
mediado por lo social, es decir, de la persona, del ámbito de la competencia y de la norma como
expectativa social institucionalizada.”
La concepción jakobsiana de la imputación constituye
un magnífico ejemplo de la aplicación de criterios epistemológicos de orden
social, centralmente terrígenos y portadores de un manifiesto rechazo
–esperaríamos para siempre– a la metafísica actuante en el Derecho penal del
siglo XX, extensible aún hoy en día. Lamentablemente las imprecaciones de las que
se ha hecho merecedora, al igual que su obra mayor –el llamado Derecho penal
del enemigo–, poco o nada tienen que ver con el carácter científico de la
teoría y de las reflexiones que la originaron. Esta es, sin embargo, la línea
de discusión por la que no debería
transitar el debate, aunque desgraciadamente es la que se ha venido inflamando
con especial entusiasmo.
No en vano resalta Polaino-Orts
en este caso que “si Jakobs
no hubiera designado el fenómeno legislativo que describía en el término
Derecho penal del enemigo, sino con otros menos alarmantes (‘Derecho de defensa
de peligros’, ‘Derecho de peligrosidad criminal’ o ‘Derecho de neutralización
de riesgos’, por ejemplo, que todos ellos designan lo que el autor pretende
designar), probablemente el revuelo organizado en torno a la cuestión no se
hubiera producido”.
Pero las diatribas y maldiciones lanzadas
contra Jakobs y su teoría sólo son eso. No constituyen sino el
recurso más cómodo y acostumbrado del que se suele echar mano para adjetivar
primero, buscando el desmerecimiento ad
personam, y obtener el beneficio de librarse
del caballeresco deber de argumentar para confrontar en escenario de ciencia.
Ante tan lamentable situación, bienvenida sea
entonces la crítica que se inspire en auténticos juicios científicos. Y ante
las invectivas de toda jaez, pronúnciense las inteligentes palabras del viejo
florentino: “segui il tuo corso, e lascia
dir le genti”.