sábado, 19 de marzo de 2016

La "Teoría dialéctica del Derecho" difundida a través de "Derecho y Debate"



Lima, mar. 20 (EPM).- En la decimonovena entrega de "Derecho y Debate", web creada y actualizada periódica y puntualmente por el profesor Eloy Espinosa-Saldaña Barrera, reconocido maestro, dentro y fuera del país, del Derecho constitucional, y a la sazón magistrado del Tribunal Constitucional de la República del Perú, se encuentra una significativa referencia a la "Teoría dialéctica del Derecho", opus magnum del profesor Luis Alberto Pacheco Mandujano, mención que textualmente dice así:

"(...) Con un tono a veces polémico, pero con argumentos sólidamente sustentados (independientemente de si se coincide o no con ellos), tenemos con nosotros el trabajo de Jasone Atola, profesora titular y destacada constitucionalista del País Vasco, así como el libro de Luis Pacheco Mandujano, profesor titular de varias universidades peruanas. Textos como éstos permiten promover la polémica alturada pero enriquecedora sobre materias sobre las cuales, debido a su relevancia, siempre es necesario reflexionar (...)".

Seguidamente, la referida decimonovena edición de "Derecho y Debate" publica el texto íntegro de la ya famosa y célebre "Teoría dialéctica del Derecho", cuyo link compartimos a continuación por ser su contenido uno de interés general para la Academia y para los estudiosos del Derecho: http://derechoydebate.com/admin/uploads/56b110c51bc5b-luis-alberto-pacheco-mandujano-teoria-dialectica-del.PDF


(FIN) RMS/EPM


Reflexiones biyectivas teológico-jurídicas en favor de la pena de muerte

  

“¿La fe cristiana es por su estructura interior una religión como las demás? Por tanto, ¿su forma válida de manifestación es la del culto público (en la polis)? ¿O la fe cristiana trasciende a las religiones anteriores y su actuación y su realización consisten en desmontar las formas sagradas de la religión y el dominio público del culto y en conducir a los seres humanos al orden del mundo determinado por la razón, mundano, a la autoconsciencia de su libertad?”

E. W. Böckenförde[1]


Acabo de sostener una singular conversación con un miembro de la comunidad protestante; esa misma cuyos cofrades se hacen llamar por directiva nacional, forzosa y forzadamente, cristianos, con la presuntuosa pretensión de convertirse en posesionarios y propietarios únicos del término para excluir de la esfera de su contenido significante a la que viene a ser, por excelencia, la Iglesia cristiana desde sus orígenes, esto es, a la Iglesia católica, aquella a la que, claramente, las diferentes comunidades evangélicas que coexisten en el medio desprecian con sentimiento nada cristiano. Ya en otro lugar me he referido con amplitud sobre el particular.[2]

La conversación trató acerca de la pena de muerte y la posibilidad de [el deber de, diría yo bajo ciertas condiciones] aplicársela a cierto tipo de delincuentes que hace largo rato vienen colocando en clamoroso estado de zozobra a nuestra sociedad y que atentan contra la seguridad y el orden que nos está costando edificar y consolidar.

El evangélico de marras, como era de suponer, negó toda posibilidad al respecto. No es posible aplicar la pena de muerte en ningún caso, pues siendo Dios el autor de nuestras existencias, sólo Él puede decidir cuándo nos priva de ella ―dijo con tono impertérrito y con la seguridad que caracteriza a personas como ésta.  ―Además ―agregó― la propia Palabra lo señala; en Job 33:6, dice el Señor: “Ante Dios, tú y yo somos iguales”. La cita fue recitada de memoria y, como no podía ser de otra manera, con los característicos tono y glosa de predicador dominguero gesticulando en el tabladillo de algún ex cine convertido en templo protestante.

Y para terminar su lacónico argumento, con la innegable habilidad que todo buen evangélico tiene para retener nombres de personalidades veterotestamentarias, números de libros, capítulos, versículos y textos bíblicos seleccionados ex professo, recordó una sentencia más: ―En Romanos 2:11 dice la Palabra: “Porque no hay acepción de personas para con Dios”, lo que quiere decir que no hay favorecimiento ni inclinación para alguien más que para otro, porque, repito, todos somos iguales ante Él. Remató así su ensayo de breve exégesis, nuevamente, con el tono y glosa consabidos.

Desde el punto de vista dogmático, no puedo negar que el argumento ofrecido, a pesar de estar basado tan sólo en dos citas bíblicas, resultó consistente y casi incontestable, si se comparte la creencia en Dios y la fe en su Palabra. Empero, como suele suceder con la mayoría –si no totalidad– de los argumentos provenientes de los entendimientos protestantes, esta demostración también resulta incompleta pues recurre a las frases más convenientes para los intereses del argumentador que, a toda costa, apunta sólo a lo que quiere demostrar, sin abordar el tema de manera estructural, contextual e integral.

Me explico: resulta que por esas extrañas casualidades de la vida, pocos días antes de esta discusión había releído yo el pasaje aquel en el cual el apóstol San Mateo narra el episodio cuando Jesús se encontraba haciendo milagros y enseñando a la gente en una sinagoga, momento en el cual su madre y sus hermanos, que estaban fuera, querían hablar con él, por lo que alguien le dijo: ―He aquí tu madre y tus hermanos están afuera, y te quieren hablar. ―A lo que respondió el Mesías preguntando: ―¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana y madre.[3]

“Todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana y madre”, ha dicho Cristo. Compulsemos esta sentencia con las otras anteriores y reflexionemos: en la lógica del dogma cristiano –pero el auténticamente cristiano–, todos somos iguales ante Dios, sin duda alguna, pero sólo aquel que –como ha dicho Jesucristo– hace la voluntad del Padre, sólo ése es su hermano, hermana y madre, es decir, sólo ése forma parte de su familia.

He aquí que Jesús introduce en este asunto una manifiesta diferenciación entre los hombres, por la cual merece preguntarse, por tanto, si siendo todas las personas iguales ante Dios, todas ellas merecen el mismo trato por sus actos, sean éstos de acción o de omisión, en relación con la voluntad del Padre. Dicho de otra manera, reconocemos que todos los hombres son iguales ante Dios, pero siendo esto así, ¿podremos todos, al mismo tiempo, ser tratados como iguales por Él a la hora de rendir cuentas por nuestros actos? En lo que a mí respecta, creo que la respuesta que corresponde a ambas preguntas no puede ser sino negativa, puesto que hecha la diferencia entre los seres humanos [los que hacen la voluntad de Dios y los que no la hacen], parece más que evidente que siendo todos iguales no es posible, sin embargo, tratar a todos como si fuesen iguales.

Es más, si se entiende por justicia real aquel valor por el que se reclama de cada cual según sus capacidades y se da a cada quien según sus necesidades, es más que seguro que no resultaría razonable ni justo tratar a todos como si fuesen iguales. Por el contrario, si se tratase a todos como si fuesen iguales, habiendo obrado cada hombre como mejor le hubiera parecido, es decir, haciendo unos la voluntad de Dios, otros no y haciendo otros exactamente todo en contra de ella, semejante trato en igualdad generaría, en fin de cuentas, una evidente situación de injusticia manifiesta, pues cómo tratar a todos como si fuesen iguales, tanto a quienes hacen la voluntad del Padre como a quienes no solamente no la hacen sino, peor aún, a quienes actúan contra su voluntad. No es posible, realmente, con seguridad, tratar a todas las personas como si fuesen iguales.

Ahora bien, aceptando la validez y valor de esta diferencia de trato entre iguales, también es pertinente preguntarse cuál habría de ser el tratamiento para aquellos que no hacen la voluntad del Padre y, sobre todo, cuál el que correspondería a aquellos que obran contra tal voluntad. Para ambos casos correspondería aplicar una sanción, sin lugar a dudas; pero qué tipo de sanción y en qué forma debería ser aplicada. He ahí el dilema.

Intuyo que no nos equivocaríamos al suponer la existencia de una especie de escala valorativa que ayudase a determinar la ponderación de las sanciones a imponerse para unos y para otros. Pero, ¿existirá una escala semejante?

En el capítulo 13 del libro de Tobías, texto conformante del Antiguo Testamento, por ejemplo, se encuentra la siguiente aseveración: “Porque Él castiga y tiene compasión, hace bajar hasta el Abismo y hace subir de la gran Perdición, sin que nadie escape de su mano”.[4]

“Hace bajar hasta el Abismo y hace subir de la gran Perdición”. ¿Qué puede significar esta aserción? Tal vez resida aquí, aunque sencilla [para qué más, en todo caso], la escala de valoración punitiva que intuimos; aunque siempre cabrá, por supuesto, la posibilidad de que en una interpretación lata, esta cita podría significar varias cosas en función de varios intereses exegéticos. Ciertamente. Pero tal vez un texto concordante del Nuevo Testamento nos ayude a precisar mejor la aparentemente antipódica proposición y nos ofrezca, al mismo tiempo, un mayor acercamiento a lo que el espíritu del texto quiso transmitir en verdad.

Veamos qué nos dice sobre el particular, nuevamente, San Mateo. Recopilando las palabras del Maestro, recuerda aquél que ya casi en las postrimerías de su vida pública, éste se pronunció sobre la diferencia de trato entre iguales, diciendo así:

31Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, 32y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartarálos unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. 33Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. 34Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. 35Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; 36estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. 37Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? 38¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? 39¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? 40Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis. 41Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. 42Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; 43fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis. 44Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, o en la cárcel, y no te servimos? 45Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis. 46E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna”.[5]

Con la claridad que esta lectura nos proporciona para entender lo ya indicado, es posible inferir, sin mucho esfuerzo ni duda, que “hacer bajar hasta el Abismo” podría significar la condenación, la pena de muerte eterna del alma para aquellos que obraron contra la Palabra de Dios, mientras que hacer subir de la gran Perdición” representaría el hecho de permitir que aquellos que no hicieron la Palabra del Padre, podrían, después de haber sufrido el respectivo castigo que redime, ascender, retornar en fin de cuentas, al redil de los justos; justos quienes, como señala la antedicha lectura de San Mateo, serán aquellos que se encontrarán a la derecha del Señor por haber cumplido la Palabra en toda su dimensión y por haber obrado tal como Él lo quería [Jn. 15:14].

Así pues, desde el punto de vista de la teología moral, vinculada al asunto de la voluntad de Dios, me parece que bien podemos extraer de estos textos una significativa conclusión: existen tres diferentes tipos de personas; en primer lugar, tenemos aquellas que hacen la referida voluntad, es decir, los ya citados justos, o sea, los que por esa sola razón forman parte de la familia de Cristo Jesús; en segundo orden están aquellos que no cumplen la voluntad de Dios, esto es, aquellos que formando parte, con seguridad, de la familia cristiana, incumplen el deber de hacer la voluntad divina, razón suficiente por la que habrán de ser sancionados por su mal proceder, pero eventualmente, bajo ciertas circunstancias, después del castigo al que se refiere Tb. 13:2, podrían ser aquellos mismos a quienes el Creador haría subir de la gran perdición para reintegrarlos al seno de su familia;[6] y, en tercer y último lugar, encontramos a quienes no solamente no hacen la voluntad de Dios, sino que, más grave aún, obran contra ella; para éstos, la penosa sanción que les corresponde, la peor de todas, es la de hacerlos bajar hasta el Abismo, esto es, condenarlos a la muerte espiritual sin retorno.

Esa es, sin duda alguna, la enseñanza más palmaria que se logra extraer de estas sacras lecturas, a la cual hemos llegado gracias a la incompletitud del argumento de nuestro interlocutor, que no nos dejó conformes con una mirada mera y llanamente parcial, y nos ha permitido, contrario sensu, ampliar el radio de acción analítico que busca saciar nuestra sed de comprensión.

Ahora, llegados a este punto, deseo tramontar espacios religiosos para descender a esferas más mundanas, como aquellas que, puntualmente, corresponden al ámbito del Derecho y, por todo lo analizado hasta el momento, manifestar que gracias a estas profanas conclusiones, logré recordar por afinidad de ideas substanciales que en su libro “Derecho penal del enemigo. Desmitificación de un concepto”, M. Polaino-Orts[7] inicia –muy efusivamente por cierto– la explicación del fenómeno jurídico del Derecho penal del enemigo rememorando el capítulo XXII de la obra cumbre de Cervantes, “El Quijote de la Mancha”, referido al encuentro realizado entre Don Quijote y Sancho Panza con unos galeotes, de entre los cuales destacaba, por el trato que sus singulares prisiones le daban, Ginés de Pasamonte.[8]

De acuerdo a este episodio de la magistral obra de Cervantes –el que según el parecer de Polaino-Orts constituye “todo un compendio modernísimo de filosofía político-criminal”[9]–, al cruzarse en el camino con un grupo de presos que eran trasladados por unos guardias que los custodiaban con mucha cautela y celo, Don Quijote observó el trato diferenciado, de recias restricciones y limitaciones, que llevaba Ginés de Pasamonte, peligroso pícaro que caminaba mucho más ataviado de cadenas y seguros que sus compañeros galeotes. Cervantes relata la historia de esta manera: “Tras todos estos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía el un ojo en el otro un poco. Venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena y la otra de las que llaman guardaamigo o pie de amigo, de la cual decendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos. Preguntó don Quijote que cómo iba aquel hombre con tantas prisiones más que los otros. Respondióle la guarda porque tenía aquel solo más delitos que todos los otros juntos y que era tan atrevido y tan grande bellaco, que, aunque le llevaban de aquella manera, no iban seguros dél, sino que temían que se les había de huir.”[10]

Al respecto, Polaino-Orts precisa juiciosamente que “el caso de Ginés de Pasamonte constituye uno de los primeros y más claros y bellos ejemplos de Derecho penal del enemigo en la literatura española, y –a nuestro juicio– resume, con la precisión y belleza plástica cervantinas, el punto central de ese fenómeno criminal, a saber: la erosión de la seguridad cognitiva de los ciudadanos (‘personas en Derecho’) en la vigencia de la norma, por mor de la actitud de un sujeto cuya conducta se muestra especialmente peligrosa (‘enemigo’)”.[11]

Dicho de otra manera, en la base antropológico-jurídica del denominado Derecho penal del enemigo de Jakobs se encuentra la existencia de tres diferentes tipos de personas a quienes corresponde, asimismo, diferentes tipos de trato jurídico, a saber: la primera de ellas, la llamada “persona en Derecho”, quien “normalmente se orienta por la norma, aunque eventual o puntualmente la infrinja”;[12] si la infringe se convierte en alguna de las siguientes dos clases de delincuente: “aquellos en los que, al margen de haber cometido un hecho punible o aun después de haberlo cometido, puede la sociedad confiar en su comportamiento respetuoso en la norma… y aquellos otros en los que, luego de la comisión de un hecho delictivo, no presentan la garantía suficiente de comportarse como personas en Derecho, esto es, de respetar mínimamente las reglas de convivencia social, sino antes bien lo contrario: constituyen un peligro para la seguridad de los ciudadanos, un cuestionamiento de la norma como fuente de orientación social y de protección, y –con ello– un impedimento para el normal desenvolvimiento de la vida social. A estos últimos los llamaremos “enemigos” precisamente porque ejercitan incivilidad, ausencia de sociabilidad, urbanidad o respeto al otro; en una palabra: barbarie”.[13]

En este esquema de diferenciación de sujetos, la “persona en Derecho” es la persona que hace la voluntad general[14] de la sociedad, es decir, se trata de un miembro integrante de la familia de la civilidad. Luego, aquel otro que trasgrede la norma jurídica y vulnera de esta manera bienes jurídicos, es un delincuente de quien, después de aplicársele la sanción respectiva proveniente de un Derecho penal del ciudadano, podríamos tener la seguridad cognitiva de que retornará a la civilidad al adecuar su conducta al Derecho respectivo para hacer con ello la voluntad general y, de esta manera, formar de nuevo parte integrante de la familia de la civilidad. Por último, encontramos al individuo cuya conducta se despliega abiertamente en absoluta contradicción con la voluntad general, suponiendo con ello “un impedimento para el desarrollo de la personalidad de los demás”;[15] este es el enemigo, es decir, el sujeto con quien resulta imposible dialogar y merece, por ello, ser anulado, socialmente hablando. Es a éste a quien corresponde ser tratado con el Derecho penal del enemigo, para eliminar el peligro que el actuar de su existencia supone.[16]

Eso, hasta ahí, lo que corresponde al espacio del Derecho penal. Ahora bien, si comparamos la esencia de ambas cosmovisiones, la dogmático-religioso-cristiana y la jurídico-penal-jakobsiana, pero relievadas las distancias respectivas en uno y otro caso, éstas aparecen compatibles la una con la otra como si se tratara de una analogía estructural entre ellas, o, dicho de otra manera, como si se tratara de la aplicación de una función biyectiva operante entre dos conjuntos de dominio/imagen.

En efecto, si apreciamos ambas concepciones con una mirada mucho más ontológica y menos fenomenológica, verificaremos que, en principio, mientras el dogma cristiano considera que sólo forman parte de la familia del Señor aquellos que hacen la voluntad de Dios, el Derecho penal del enemigo de Jakobs, por su parte, sostiene que sólo integran la sociedad de libertades aquellos que hacen la voluntad general, es decir, quienes son personas en Derecho. En uno y otro caso, pues, no todos tienen el privilegio de formar parte de la misma prosapia, sino sólo quienes hacen la determinada y respectiva voluntad. Por otro lado, en segundo término, mientras Dios tiene la potestad sobre los hombres de sancionar a quien no hace su voluntad y el poder para hacer subir de la gran Perdición a quienes mediante el sufrimiento de la pena fuesen redimidos de sus actos efectuados contra su voluntad, por el jakobsiano Derecho penal del ciudadano se asume que aquel que conculca la voluntad general cometiendo un delito puntual y es sancionado por tal acción, podrá volver a ser la persona en Derecho que fue, persona de quien será posible tener la seguridad cognitiva que, en adelante, respetará mínimamente las reglas de convivencia social, por lo que merece ser reintegrado a la sociedad de libertades. Y por fin, en último lugar, encontramos que, así como Dios tiene el poder de sancionar a quien obra contra su voluntad haciéndolo bajar hasta el Abismo, condenándolo, en fin de cuentas, a la muerte eterna, el Derecho penal del enemigo nulificará y eliminará, con el poder legítimo que el Estado de Derecho le otorga, a quien ha procedido, como gran foco de peligro, como bárbaro, contra la voluntad general.

En este momento, sospecho que el lector sagaz se preguntará a qué viene esta relación comparativa entre doctrinas tan diferentes, correspondientes a terrenos propios de la religión y el Derecho. La contestación a esta cuestión debe su existencia a una sola buena razón: en su clásica “Introducción para la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel”,[17] Marx acertaba al señalar que hacia 1844 –fecha en la que escribió dicho texto– la crítica de la religión constituía la premisa de toda crítica y que, como tal, la crítica de la religión se transformaba en crítica del Derecho.[18] Diferente aserto a éste no podría calzar de mejor manera en el caso que nos ocupa porque en el Perú de hoy, a pesar de encontrarnos viviendo los inicios de 2016, o sea, estando ya bastante cercanos a culminar el primer cuarto del siglo XXI, cuando, en esencia, el nuestro evidencia ser un país de base mercantilista pero poseedor aún de una superestructura cultural propia de las etapas finales de la edad media, las expresiones de Marx adquieren especial relevancia y significado pues, efectivamente, con tan singular correlación existente –al menos en el punto que acabamos de reseñar– entre la religión cristiana y el Derecho penal del enemigo, la formulación crítica de la religión implica también aquí, servata distantia, la crítica del Derecho. Pero crítica entendida en su sentido dialéctico, esto es, como método que toma su objeto de estudio para analizarlo, desagregarlo, descomponerlo en sus partes integrantes para comprender su composición y sintetizarlo, finalmente, para aprehender lo que tal objeto es, logrando conseguir de esta manera una comprensión superior y transformadora del mismo.

Entonces, con todo lo desarrollado en este escrito quasi profanum, ya sólo cabe responder, para terminar, a la pregunta inicial y de permanente tácita presencia desde el inicio de este opúsculo: ¿es posible aplicar la pena de muerte a cierto tipo de delincuentes, especialmente a aquellos enemigos –en la terminología jakobsiana, por supuesto– de la sociedad peruana que hace largo rato vienen colocando en clamoroso estado de zozobra a nuestra sociedad y que atentan contra la seguridad y el orden que nos ha costado edificar y consolidar?

Bene, ego respondeo istam quaestionem dicens: es potestad de Dios hacer bajar hasta el Abismo a quienes hacen todo contra su voluntad y hacer subir de la gran perdición a quienes, habiendo sido sancionados, merecen reintegrarse a la familia de  Cristo Jesús. En lo que al Derecho penal del enemigo corresponde, y es prima conditio para que suceda lo anterior, cuando el caso lo amerite, estoy convencido que tenemos en él el instrumento adecuado y justo, jurídicamente hablando, cuyo deber es el de llevar a los enemigos de la sociedad ante la presencia de Dios para que cumpla Él con su sacrosanta potestad. ¡Qué mayor interoperabilidad que ésta, entre Derecho y religión, para beneficio de la sociedad!



Escrito en Lima, Perú, entre el 8.º y el 10.º día del mes de marzo de 2016, para su publicación en Voltairnet.com






[1] Sic. “Säkularisation und Utopie”, [Kohlhammer, Stuttgart], 1967, pág. 91; en: Schmitt, C., “Teología política”, Editorial Trotta S.A., Colección Estructuras y Procesos, Serie Derecho, Madrid, 2009, págs. 86-87.

[2] Cfr. la Introducción de mi libro “Problemas actuales de Derecho Penal. Dogmática penal y perspectiva político-criminal”, en imprenta de la Editorial Mediterránea, Córdoba, Argentina, marzo de 2016.

[3] Sic.  Mt. 12:48-50. En el mismo sentido, Mc. 3:35 y Lc. 8:21.

[4] Sic.  Tb. 13:2.

[5] Sic. Mt. 25:31-46.

[6] Un teólogo bien formado podría explicarnos mejor, y en otro momento, este asunto que, por ahora, no forma parte del interés central de este análisis.

[7] Cfr. Polaino-Orts, M., “Derecho penal del enemigo. Desmitificación de un concepto”, Prólogo de G. Jakobs, Editora Jurídica Grijley, Lima, 2006, págs. 19 y ss.

[8] Sic. Cervantes Saavedra, M., “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, Edición del IV Centenario, Santillana Ediciones Generales, S. L., págs. 199 y ss.

[9] Sic. Polaino-Orts, M., opus cit., pág. 19.

[10]  Sic. Cervantes Saavedra, M., opus cit., págs. 204 y 205.

[11] Sic. Polaino-Orts, M., “Lo verdadero y lo falso en el Derecho penal del enemigo”, Prólogo de G. Jakobs, Editora Jurídica Grijley, Lima, 2009, pág. 47.

[12] Sic. Polaino-Orts, M., opus cit., pág. 49.

[13] Sic. Polaino-Orts, M., opus cit., pág. 48.

[14] Sobre el Derecho entendido como voluntad general, es decir, como tesis o ser-en-sí de la tríada dialéctica hegeliana operante en el campo del Derecho, cfr. Pacheco Mandujano, L. A., “Qudlibetum V: La dialéctica de la teoría de la pena en el Derecho penal del ciudadano del Prof. G. Jakobs. ¿Hegel y Jakobs o Hegel en Jakobs?”, en: Revista Gaceta Penal & Procesal Penal, una publicación del Grupo Gaceta Jurídica, tomo 22, Lima, abril de 2011, págs. 329-348.

[15] Sic. Polaino-Orts, M., opus cit., pág. 49.

[16] Cfr. Jakobs, G. y M. Cancio Meliá, “Derecho penal del enemigo”, Thomson-Civitas, Cizur Menor [Navarra], 2003, pág. 55.

[17] Cfr. Marx, C., “Crítica de la Filosofía del Derecho”, título del original en alemán: “Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie”, traducción directa de A. R. y M. H. A. Notas aclaratorias de R. Mondolfo. Ediciones Nuevas. Segunda edición. Buenos Aires, 1968.

[18] Cfr. ídem, págs. 3 y 5.

De falacias y opiniones bullgares



La falacia no necesariamente constituye una falsedad o una mentira; por lo general suele ser algo peor que ella. Es el fruto del “arte” de la manipulación de la verdad para confundir, distraer y desviar el ejercicio de un razonamiento correcto, logrando obtener una distorsión de lo que es cierto, de lo que es real, para engañar y perjudicar. La falacia es, por eso mismo, mucho más perversa que una simple falsedad o que la mentira misma.

Y falacias son las que se encuentran, abundantes, en el reciente artículo de opinión del señor A. Bullard [“El Comercio”, 23/08/2015], donde califica de mamarracho el proyecto de ley presentado por el Poder Ejecutivo para penalizar, bajo la figura del prevaricato, la actuación de aquellos árbitros que, en el ejercicio de sus funciones, dicten laudos manifiestamente contrarios al texto expreso y claro de la ley, así como citen –sobre todo– pruebas inexistentes o hechos falsos, o se apoyen en leyes supuestas o derogadas.

Falacia es afirmar, por ejemplo, como lo hace Bullard, que el árbitro, “privado nombrado por las partes y unido a ellas por una relación contractual, no cumple ninguna función pública y un error durante la prestación de su servicio está sujeto al contrato que celebró y no a la entrega de una potestad estatal”. Esta falacia, llamada “del hombre de paja”, es tal porque con ella se crea una posición fácil de refutar para luego atribuírsela al oponente con la intención de aplastarlo, aunque en realidad el verdadero argumento del adversario no termine siendo refutado sino sólo el argumento ficticio que ha sido creado.

Es eso lo que hace Bullard aquí al atribuir tal supuesta posición –que en realidad no tiene– al proyecto de ley que él insulta primero y ataca después. Sólo acomete la opinión que del proyecto tiene, pero no a éste en sí mismo. Y es que si bien el árbitro es un privado elegido por las partes para la solución de un conflicto, su decisión contenida en un laudo no sólo tiene efectos directos sobre ellas, sino también sobre terceros que podrían ser víctimas de un proceso arbitral ficticio que sirviese para arrebatarles lo que legítima y legalmente les pertenece. Esto fue precisamente lo que, desde la figura del arbitraje, supo hacer bien el ahora reo Orellana: montar procesos arbitrales en los que las partes lo eran sólo en apariencia, y con árbitro real, pero coludido en el hecho, resolvía los casos con fuerza legal para ejecutar sus decisiones, despojando así de sus propiedades y bienes a quienes fueron víctimas del ejercicio del “legítimo derecho al uso de la vía arbitral”. Por supuesto, todo esto trae, añadidamente al agravio generado en quienes fueron víctimas de esta forma delictiva de actuar, efectos nocivos que entorpecen el desarrollo de la economía del país porque actos de esta naturaleza generan desconfianza del sistema aparejada de una frecuente sensación de desprotección de los ciudadanos y la consecuente paralización, en mayor o menor grado –pero que siempre afecta–, de las relaciones contractuales de innegable contenido económico. Que lo diga, si no, el señor Bullard, connotado profesor de Análisis Económico del Derecho, pues he aquí la demostración fáctica de lo antedicho: el árbitro, “privado nombrado por las partes” está ciertamente unido a ellas, pero también lo está a la sociedad a la cual sus decisiones se proyectan y afectan, de una u otra forma. Al brindar un servicio público de evidente contenido económico, los árbitros ejercen una función pública de naturaleza especial [vid., Danós Ordóñez, J., “El régimen de los servicios públicos en la constitución peruana”, Themis 55, págs. 256-257; análogamente, STC  N° 0034-2004-AI/TC f.j. 40 a 42].

Algo más en este punto: si hay algo que sea verdaderamente “simpático, cómico e ignorante” en todo esto, es precisamente lo que añade Bullard para dar solidez a su extraordinaria opinión: “si el árbitro –dice Bullard comete un delito (estafa a las partes, participa en un esquema para privar ilegítimamente de patrimonio a terceros, se corrompe para resolver, etc.) puede ir preso”. Leer esto resulta verdaderamente cómico por lo ingenuo e ignorante de su contenido. ¿Qué estafa, pues, podría haber del árbitro hacia las partes que lo eligieron para la solución de sus controversias, si todos ellos, en proceso fingido, ya habrían concertado sus voluntades para delinquir y perjudicar a terceros? ¡Ninguna! Es justamente a esta forma de actuar a la que apunta el proyecto de ley: a sancionar el posible uso delictivo de la figura arbitral. No se entiende, pues, por qué esta propuesta pueda provocar tanta molestia al señor Bullard, honesto árbitro internacional.

Por otro lado, ¿qué delito podría ser ese –preguntémosle al doctor Bullard– según el cual el árbitro “participa en un esquema para privar ilegítimamente de patrimonio a terceros”? ¡No existe! Y justamente porque no existe es que el Ejecutivo propone el proyecto de ley que Bullard vilipendia, para sancionar al árbitro que “participa en un esquema para privar ilegítimamente de patrimonio a terceros”, bajo la figura típica del prevaricato. ¿Dónde está aquí el mamarracho? Fuera de la propia falacia bullardiana, ¡en ninguna parte!

Y si como Bullard ha dicho, el árbitro no es el funcionario público que “ha recibido un nombramiento estatal para administrar justicia”, y se sabe que, en el actual esquema penal peruano sólo los funcionarios públicos cometen actos de corrupción, ¿qué delito cometería entonces el árbitro que “se corrompe para resolver un asunto” si éste no es funcionario público? ¡Qué tal contradicción! Mal, mal, mal. El señor Bullard no sólo comete falacias en sus razonamientos, incluso se contradice a sí mismo. ¿Y pretende así, con su argumento falaz y contradictorio, que el Ejecutivo no proponga criminalizar tan ilícitas formas de actuar, sólo porque él es árbitro y no le gusta que la política criminal, que es instrumento de protección de lo público, de lo general, de lo que es valioso para las mayorías, tenga presencia en los fueros que él considera suyos por mandato de su liberal formación ideológica? No, el Poder Ejecutivo no puede actuar ausente, omisivo, sólo por un capricho de tamaño infantilismo. Ante lo que sucede, puede y debe, por mandato constitucional, actuar para proteger, sobre todo en fase de prevención, a quienes, como las víctimas de Orellana y su banda de criminales, pudiesen ser sujetos de actos similares en el futuro.

Pero sigamos. Falacia es, también, asegurar que “esa herramienta del prevaricato será usada por quienes pierden un arbitraje para presionar a los árbitros y escaparse del contrato que celebraron”. Además de ser éste un mal ejemplo de redacción gramatical, también encontramos aquí un buen ejemplo de la denominada “falacia del francotirador”, la que tiene que ver con el sesgo cognitivo, la ilusión, de ver series y patrones, donde sólo hay números aleatorios y posibilidades. En efecto, ¿cuáles son, si no, los estudios estadísticos, sociales, de análisis económico del Derecho, según los cuales incluir la ilícita actuación de malos árbitros en el delito de prevaricato “será usado por quienes pierdan un arbitraje para presionar a los árbitros y escaparse del contrato que celebraron”? El señor Bullard, también aquí, por hacer una afirmación que carece de refrendo material que otorgue solidez y validez a sus opiniones, únicamente lanza palabras al viento, flatus vocis, y razona con especulaciones falaces.

Otra falacia es, asimismo, decir que “ya no serán los árbitros sino un juez penal el que resuelva su controversia”, porque en esta especulación se encuentra presente un bien acabado ejemplo del “argumento ad consequentiam”, o sea, el ejemplo de un argumento que concluye que una premisa, tradicionalmente una creencia, es verdadera o falsa basándose en si esta conduce a una consecuencia deseable o indeseable. ¿Quién le ha dicho al señor Bullard, pues, que penalizar la actuación de árbitros que, como los que formaban parte de la red Orellana, generará que los jueces penales terminen resolviendo asuntos comerciales y mercantiles que no son de sus competencias? Catalogar las consecuencias como deseables o no es propio de una acción subjetiva que responde al punto de vista del observador y no a la verdad de los hechos, más aún si se sabe –como lo sabe el señor Bullard por su condición de abogado– que el juez penal no podría jamás solucionar la controversia comercial o mercantil que involucra a las partes arbitrales, porque su misión es determinar y sancionar la comisión del delito que el árbitro podría cometer mientras procuraba la “solución del conflicto” para el cual fue elegido. Como se advierte, Bullard no sólo comete falacias, sino que gusta de distorsionar, a propósito, la realidad.

Y falacia es también, por último, sentenciar que “como suele pasar, cuando penalizas una actividad lo que haces es espantar a los honestos y atraer a los delincuentes a la misma”. Se trata aquí del “argumento cum hoc ergo propter hoc” según el cual dos o más acontecimientos se encuentran vinculados causalmente porque se dan juntos. Esta forma de razonar es falaz porque correlación no necesariamente implica causalidad. Además, semejante opinión resulta singularmente curiosa: según el parecer de Bullard el Estado crea un Derecho penal no para prevenir y sancionar la comisión de delitos, sino para atraer delincuentes y más actos delictivos. ¿Ignora acaso el opinólogo de marras que con el Derecho penal el Estado se comunica con los ciudadanos y que, especialmente en el caso del proyecto de ley que no es de su agrado, se dirige a los malos árbitros, como en su momento lo hizo con los malos jueces y fiscales en sus respectivos ámbitos, para dejarles bien en claro que cometer conductas como aquellas en las que incurrieron los árbitros de Orellana y compañía, genera un saldo de más desventajas que ventajas al ser merecedores de una grave pena? Si ignorase esto, la condición de jurista del señor Bullard resultaría bastante dudosa, pues de qué podría quejarse este abogado que se precia de ser un buen árbitro y de ostentar una honesta y vasta experiencia en el ejercicio de sus funciones [vid. www.bullardabogados.pe/ne_abullard.htm], si con el proyecto de ley que él, de manera inexplicable, rechaza, lo que se procura, contrario sensu, es atraer a los honestos y espantar a los delincuentes de la noble labor del arbitraje.

El señor Bullard es un conocido abogado cuyo éxito profesional en un mundo de liberalismos de toda jaez, ha sido logrado en virtud de contradecir todo lo que provenga del Estado y de negar, a cualquier costo, el valor que lo público, lo estatal, pudiese desplegar a favor de la sociedad. Es sobre esa base ideológica que se ha permitido formular semejante opinión. ¡Y qué manera de opinar! Asustando, confundiendo, metiendo miedo y desconfianza entre los lectores, para provocar rechazo al proyecto de ley que procura un bien general. Flaco es el favor que con su opinión le hace a la protección de bienes jurídicos e intereses mayoritarios, y enorme el que le apropincua a los orellanas que vendrán y a los que aún quedan libres esperando que las aguas se calmen para regresar a sus ubicaciones desde donde podrían seguir haciendo de las suyas. Bullard, pues, no emite juicio razonablemente aceptable en sus opiniones, mera doxa después de todo. Sólo ofende, insulta y menosprecia, revelando así su desdén de ribete racial, contra quien no piensa –¿deberíamos?– como lo hace él.

En opinión de Bullard, con el proyecto de ley que se convirtió en blanco de sus iras, el Poder Ejecutivo se ha “acongresado”. He aquí presente el eufemismo tras el cual este intelectual oculta una grosería que por respeto al Estado de Derecho y a los lectores no merece ser repetida aquí. Con esto y sus distorsiones en el pensamiento, resulta más que evidente que cuando los argumentos y la razón se acaban surgen las falacias y, sobre todo, emerge el lenguaje procaz y artero, herramienta de uso consuetudinario entre quienes no tienen nada constructivo que decir. En esto consiste la opinión del señor Bullard: nada que sirva para aportar ni para crecer. ¿Quién ofrece, pues, el mamarracho?


Escrito en la ciudad de Lima, Perú, el 24 de agosto de 2015, para su publicación en  la Revista electrónica francesa de los No Alineados, Voltairnet.com: http://www.voltairenet.org/auteur125393.html?lang=es