lunes, 17 de diciembre de 2012

(Des) Elogio a un juez ateo

Confesiones de un abogado reconverso




El juez ateo, firme, impertérrito, altisonante, con irónica y paradójica glosa y sorna, ha dicho hace poco: “¡Gracias a Dios, soy ateo!”. Y con tono enérgico y sin gesto alguno –no había necesidad de ello–, agregó:

–El Dios de la Biblia está a la altura de un tirano caprichoso. El Dios de la Biblia castiga a los bebés por los pecados de sus padres (Éxodo 20:5, 34:7; Números 14:18; 2 Samuel 12:13-19); castiga a la gente haciendo que se vuelvan caníbales y se coman a sus propios hijos (2 Reyes 6:24-33, Lamentaciones 4:10-11); le da a la gente malas leyes, incluso requiriendo el sacrificio de sus propios primogénitos, para que puedan llenarse de horror y saber que Dios es su Señor (Ezequiel 20:25-26); hace a la gente mentir para poder enviarlos al infierno (2 Tesalonicenses 2:11); y muchas otras atrocidades, demasiadas para dar una lista aquí. No sería difícil llegar (y eventualmente exceder) a tal nivel de “pureza” moral. Los ateos lo sobrepasamos todos los días.

–No creo en Dios –completó– y no me hace ninguna falta. Por lo menos estoy a salvo de ser intolerante. Los ateos somos las personas más tolerantes del mundo. Un creyente fácilmente pasa a la intolerancia. En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a los otros. Por el contrario, sólo han servido para separar, para quemar, para torturar. Pienso, pues, como Lennon: “Imagine there’s no religion too”. No creo en Dios, no lo necesito y además soy buena persona.

Lo dijo así todo. ¿Había algo más que agregar? Definitivamente nada.

Cuando algunos pocos años atrás me aferraba a un hiperbóreo ateísmo, mi razón y mi credo, para convencerse, se sujetaban fuertemente de una verdad naturalística de carácter axiomático: la incuestionable Ley de la conservación de la materia de Lavoisier. Aplicado al mundo real, el silogismo derivado de él, sin mayor esfuerzo, se reduce a una elemental conclusión lógica: si el universo es materia, y la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma, entonces el universo no ha sido creado, sólo se está transformando. Por tanto, siendo así, el universo no ha necesitado de ningún Dios para llegar a ser. Todo no es más que infinita e inagotable materia en movimiento.

Cuando algunos pocos años atrás me aferraba a tan inconmovible base científica del ateísmo moderno, de haber oído en ese momento tan robustas reflexiones del juez, lo habría reforzado yo mismo –secundándolo– con mi antiguo pensamiento. Mas, ¡oh juez de ciencia moderna!, lamento ya no poder hacerlo. Existe una bisagra en mi vida que une dos tiempos diferentes y contrapuestos. Es una que, ¡bendita sea!, me vino a llegar a los treinta y tres. ¡Y de qué modo vino! Si bien mi alma transita hoy en relativa paz, reconciliada consigo misma y su Divino Hacedor, tengo, no obstante, cual hombre de Tagaste, miles de interrogantes que satisfacer, con, probablemente, un millón de sinrespuestas por advenir. Cuestiones sobre Dios, el universo, los hombres, la vida, la sociedad y sus componentes. Más preguntas y súbitas interrogantes que multiplican sinrespuestas que generan, en dialéctico proceso ascendente, millones de sinrespuestas añadidas. ¿Existe acaso solución para este problema?

Sin embargo, a pesar de todo, creo haber logrado la posibilidad de extraer conclusiones contrarias más sólidas y firmes que las que ha afirmado el sabio magistrado. Al fin y al cabo, recuerdo que aún soy abogado. He sido entrenado para el trabajo dialéctico. Pero, ¡un momento! ¿Quién me llama? ¿En verdad soy abogado? ¿De qué y de quién lo soy?... Te veo.

Cuando el abogado, hablando ante el juez, tiene la impresión de que la opinión de éste sea contraria a la suya, no puede afrontarlo directamente como podría hacer con un contradictor situado en el mismo plano. El abogado se encuentra en la difícil situación de quien, para refutar a su interlocutor, debe primeramente ablandarle; de quien para hacerle comprender que no tiene razón debe comenzar por declarar que está perfectamente de acuerdo con él. De este inconveniente deriva, en la clásica oratoria forense, el frecuente recurso a la preterición, figura retórica de la hipocresía; la cual aflora por fin en ciertas frases de estilo, como en aquella tan torpe y de que tanto se ha abusado, con la que el letrado, cuando quiere recordar al juez alguna doctrina, dice muy suavemente quererla “recordar a sí mismo”.

Empero, dado que esa es justamente una práctica que no hago mía, temo que he dejado de ser un letrado. No soy (no quiero serlo) hipócrita. ¿Igitur sum? ¿Quo vadis Domine?

Típico es –se repite siempre como ejemplo de incidente denigrante– el exordio de aquel defensor que debiendo sostener una determinada tesis jurídica ante una Sala que había ya resuelto dos veces la misma cuestión contradiciéndose, comienza su discurso así:

–La cuestión que yo trato no admite más que dos soluciones. Esta Ilustre Sala lo ha resuelto ya dos veces, la primera en un sentido, la segunda en sentido contrario...

Pausa; después, con una inclinación:

–... ¡y siempre admirablemente!

Entonces, ¡qué extraño! Veo y veo, y advierto que ni ese juez ni este abogado, a pesar del medio en el que moran, se comportan ya como tales.

La mirífica fortaleza reflexiva del magistrado: “Gracias a Dios, soy ateo”, me convence, a la vez antitética y sintéticamente, de lo contrario, precisamente porque, como proposición, contiene en sí misma la negación de una afirmación que es falseada con elegante ironía.

Releía esta tarde a Popper. Releía, afanoso, sus Conjeturas y refutaciones, riquísima obra en la que, de repente, encontré una afirmación que antes había pasado por alto (y no sé por qué). Trátase de una que, cual luz al final del túnel platónico, me encegueció por lo portentoso de su reveladora iluminación que llegó hasta mí, luz yuxtapuesta a la oscurísima negritud del estadío alúmine característico del enjambre humano: “para cada conjetura existe, ha existido y siempre existirá una refutación, lo que significa que si algo tiene la posibilidad de ser falso puede ser cierto. No obstante, cuando algo no puede ser falso es tan utópico que nunca podría ser verdadero, ya que para que exista la posibilidad de que sea real, necesita su contraparte de ser falso o, lo que es lo mismo, para que exista algo real debe existir su lado irreal”.

Si Tedoro viviese aún, celebraría con Sofía y conmigo la reafirmación de su insólito esfuerzo. ¿Ya lo ves? ¡Sí, es cierto! ¡Deus est! Y por eso, tal vez al oírnos desde las Alturas, lo esté haciendo. Después de todo, 2007 no está tan lejos de hoy. ¡Vade retro insipiens!

Así que, ¿qui tunc ego sum? ¿Qui estis vos Iudica? ¿Quo vadis Domine? ¿Quo vadis fratris? Miren que gracias al ateísmo, he sido tocado y soy creyente reconverso. ¡Qué extraño!

¿Tan igual que el hijo ilegítimo de Madame de Tencin y del caballero Destouches, dices tú?

Uhmmm... A esta hora de la madrugada, se me antoja pensar que el “señor S” tenía, después de todo, mucho de razón en sus coléricas –aunque enfermizas y hormonales– afirmaciones: quizás, tal vez, sí estoy loco. ¿Et vos, Iudica?

Pax vobiscum tuum.