domingo, 8 de julio de 2012

Quodlibetum I

Recensión al Prólogo a la "Dialéctica del hecho social, valor y norma como
definición ontológica del Derecho"
de Miguel Polaino-Orts
Luis Alberto Pacheco Mandujano


1. En el prólogo con el que gentilmente Miguel Polaino-Orts ha colaborado en la publicación de mi libro “La dialéctica del hecho social, valor y norma como definición ontológica del Derecho (Crítica marxista de la «Teoría Tridimensional del Derecho» del señor M. Reale)”, se encuentra un conjunto de reflexiones que me animan a generar la polémica con tan dilecto amigo y conocedor eximio de la Filosofía del Derecho –aunque él, muy humildemente, niegue a priori ostentar pericia en este conocimiento–, lo que me posibilita, además, aclarar ciertas ideas. Vamos a contestar aquí ese conjunto de reflexiones, una por una.

2. Comentando mi concepción de la norma, en la segunda página del prólogo dice Polaino-Orts que para él “… la norma es la tesis, el delito la antítesis y la pena la síntesis que produce la reafirmación de la vigencia quebrada de la norma…” Y más adelante agrega: “… la norma como tesis es una propuesta social, pero hasta que no sea realmente infringida no se convierte en verdadera norma con toda su virtualidad reforzada…” Con estas ideas, lo que mi crítico anticipa, en suma, es que mi postura acerca de la norma, entendida como síntesis del proceso dialéctico que genera el Derecho, es errada.

3. Lo primero que debe ponerse de relieve aquí es que Polaino-Orts comete en este caso una falacia ignoratio elenchi que lo lleva a obtener un error de raciocinio en su reflexión. No digo que su razonamiento per sé, sea errado; lo es con respecto a mi postura. En efecto, al tomar como premisa fundamental de su conclusión su propia idea jakobsiana de la norma, que en el sistema hegeliano-funcionalista se considera como tesis de una integración dialéctica (norma-delito-pena), ignora que la premisa de la que debió partir era el objeto de la crítica, esto es, mi concepción de la norma, en su forma genérica.

4. Esto lleva a que al conjugar su idea de norma con la idea que de la misma doy en mi libro, Miguel no sólo comete el referido argumentum ignoratio elenchi, sino que, al ser nuestros conceptos de aquella categoría distintos –porque se corresponden a sistemas distintos: el general (en mi caso) y el penal (en el caso de Polaino-Orts)– se produce, a la vez, una falacia lingüística del equívoco, dado que, al usar la categoría norma como término medio de su inferencia, no se repara que ella tiene en nuestros sistemas contenidos semánticos y conceptuales diferentes.

5. Así, queda impoluta mi idea de la norma: ella es el resultado de la dialéctica hecho social/valor, donde el primero es la tesis, y el segundo la antítesis. La norma, así entendida, es la síntesis, el resultado elevado, dialéctico, del hecho social valorado. Mi crítico no ha dicho aquí nada al respecto, ni por comparación.

6. Sin embargo, a pesar de lo antedicho, no escapo a la polémica de la conjugación y comparación de sistemas filosóficos. La norma –y esto sólo para aclarar mi concepto–, en términos generales, jamás puede ser considerada tesis de la integración dialéctica que origina al Derecho, porque eso sería afirmar que ella es una categoría puesta naturalmente, cayendo así en apriorismos que la ciencia ya ha desterrado hace buen tiempo. La norma, por el contrario, es un concepto cuyo contenido es llenado por la experiencia misma, experiencia que resulta de la relación dialéctica que existe entre los hechos sociales y los valores, en la forma como lo explico en mi libro. No cabe, así, la afirmación de mi crítico que dice que: “… si fuera cierto que el valor niega el hecho social entonces la norma carecería de contenido, al menos empírico o axiológico, lo cual es falso…”

7. Esto mismo evidencia que la norma no es punto de partida, pero tampoco es punto de llegada del Derecho, sin más. La norma es síntesis, y, como tal, es un producto dialéctico que favorece el avance, el movimiento, del Derecho. No es cierto, por eso, tampoco, lo afirmado en el prólogo acerca de que “…la norma no es producto de un mero proceso dialéctico (como él piensa: la norma como mera “síntesis”), esto es, no es una mera meta sino un punto de partida…”

8. Mi explicación, además, tiene la ventaja de que por ella no se entiende al Derecho solamente como el orden jurídico positivo, como pura norma positiva, sino, en esencia, como un fenómeno social que se manifiesta, después, en cualquier tipo de orden normativo singular, como, por ejemplo el llamado Derecho positivo, o el denominado Derecho consuetudinario. Los sistemas normativos, cualesquiera sean éstos, son así formas del proceso de desarrollo de la dialéctica interna del Derecho. En unos casos son consuetudinarios, en otros positivos. Lo importante reside en descubrir la esencia general del proceso dialéctico del Derecho que se refleja luego en estas formas. La ambición de mi teoría es comprender y explicar la totalidad del Derecho, y no una sola de sus manifestaciones.

9. Ahora bien, por otro lado, cuando Polaino-Orts agrega que “… la norma tiene un contenido de orientación de conductas, y lo tiene porque el valor no sólo no niega el hecho social sino que precisamente lo reafirma…”, me da la razón y no me contradice puesto que cuando digo que los valores niegan los hechos sociales, debe entenderse que esta negación no es una negación desnuda,  vana, sino que es una negación dialéctica, una negación orientadora que conserva lo mejor de lo negado (aufheben, como diría Hegel), y, reafirmando los hechos positivos de lo negado, no por ello debe asumirse que la negación siempre suprime totalmente.

10. Pero por esto mismo, tampoco puede ser posible que se deduzca mal que esta relación convierte al valor en un elemento fijo e inmutable. Miguel Polaino-Orts, equívocamente a nuestro juicio, escribe por eso: “… no creo que el valor niegue siempre un hecho social, porque si así fuera se convertiría el valor en una constante histórica sin movilidad alguna, lo cual es erróneo...”

11. La negación dialéctica da sentido positivo de dirección al movimiento; en este plano no sólo se niega (en el sentido común del término), sino que, además, se reconduce afirmativamente lo negado. Es la conservación de lo positivo de lo que se contradice en conjunto. El término negación debe ser entendido aquí como su antónimo lingüístico, afirmación. Y es que se afirma tanto una aseveración, como una negación. De la misma manera, cuando algo se niega dialécticamente es porque se contradice y se afirma algo. El mismo ejemplo que pone de relieve el principio de confianza jakobsiano, de Polaino-Orts, confirma este hecho: “El principio de confianza en que los conductores detendrán sus vehículos ante un semáforo en rojo no sólo afirma el cumplimiento del rol de conductor respetuoso con la norma, sino que a su vez reafirma la norma que aconseja no privar a nadie de su vida atropellándola en un paso de cebras”. Aquí se halla inserta la negación valorativa de la acción que priva la vida de un sujeto, y se reafirma lo contrario: el respeto por la vida ajena.

12. Por otro lado, es preciso reafirmar que la negación de los valores hacia los hechos sociales es permanente. Esto siempre debe tenerse presente, porque no aceptar esta realidad sería creer erróneamente que los hechos sociales son siempre puros y que, conduciéndose como tales, se hallan exentos de corrupción, situación que es totalmente irreal. Otra vez Polaino-Orts nos da la razón con la primera parte de su ejemplo: “Si un sujeto se dispone a cruzar la calle, valora cuán grande es el riesgo de que su vida sufra daño injustificado o quede indemne”. La valoración del sujeto está poniendo de relieve que no siempre los hechos sociales son como se esperan: puramente positivos, imperturbados. Así, creo dejar sin base lo que Miguel afirma después, diciendo que: “no puede extraerse, como a mi juicio hace incorrectamente el autor, que los valores (“antítesis”) estén siempre en contraposición a los hechos sociales (“tesis”). En mi opinión, la propia movilidad de los valores indica únicamente que no hay constantes axiológicas, pero no las hay en un sentido o en otro, esto es, ya sea para afirmar, ya para negar los hechos sociales, de manera que los valores no pueden negar permanentemente los hechos sociales, porque de lo contrario se convertirían en constantes axiológicas “invariantes” (de negación), incurriendo al fin y al postre en el mismo error que Pacheco denuncia de Reale.” Parece que mi crítico no termina de captar bien el sentido dialéctico que le he reconocido al término negación: la negación no es exterior al objeto o fenómeno (como parece haber entendido Polaino-Orts), sino que es el resultado de su propio desarrollo interior; por ejemplo, en el caso social, la base económica es negada por la supraestructura en el ámbito de la penetración de ambos contrarios dentro de la misma unidad: la sociedad; los hechos sociales son negados por los valores dentro de esa misma unidad.

13. Por todo esto, el hecho de que los valores siempre nieguen a los hechos sociales no significa que aquéllos se convierten en constantes, puesto que ellos –los valores– son, más bien, el reflejo de la base económica de la sociedad, el fruto del tipo de relaciones de producción que caracterizan a la sociedad, entendida ésta como la unidad de aquéllas, y que siempre está en movimiento dialéctico. Lo que se quiere decir, en consecuencia, es que el movimiento de los valores se halla en relación directa con el movimiento de la supraestructura la que, a su vez, está determinada por el movimiento de la base económica de la sociedad.

14. En este punto, debo volver a explicar que lo fundamental en una sociedad, en última instancia, desde el punto de vista realista material, es su base económica, la que se genera a partir del trabajo de los hombres y sus relaciones materiales de existencia, y es la base sobre la cual se construye una supraestructura que contiene, entre otros elementos de carácter espiritual, a los valores de la sociedad. La supraestructura social refleja, como espíritu de la sociedad, la forma material de existencia de los hombres. La dinamicidad de ésta determina la existencia y dinamicidad de aquélla. Siendo ello así, los valores no pueden ser constantes, sino que, por ser elementos integrantes de la supraestructura, se hallan, también, con ella, en movimiento dialéctico, por más que éste sea lento en apariencia. Pero como la supraestructura no es un mero reflejo inactivo de la sociedad, sino que, con relativa independencia de la base económica, actúa influenciando antitéticamente sobre ésta; de la misma manera, los valores actúan como antítesis –desde la supraestructura– de los hechos sociales, los que se condicen con la base económica, específicamente, con las relaciones de producción.

15. Ahora bien, es preciso puntualizar que la supraestructura no es sino la misma expresión amplia de la consciencia social de los hombres; en una palabra, hablamos de la cultura.  Gramsci le llamaba, por eso mismo, superestructura cultural, desde la cual –explicaba él– se imprime una hegemonía ideológica de la clase social que ostenta el poder. La clase dominante se legitima a través de este proceso ante los dominados y éstos terminan por asumir la dominación cultural y material como algo natural que aceptan y hacen, por ello, propios los valores sociales, culturales y morales de sus dominadores. Dicho en otras palabras, los valores expresan, en suma, el contenido total de la superestructura cultural; ellos son el vehículo canalizador, por así decirlo, de toda la superestructura. De ahí, precisamente, el sentido de movilidad de los valores en su ubicación superestructural en relación con la base económica.

16. Finalmente, dice Polaino-Orts que no es partidario del tridimensionalismo; ni del idealista de Reale, ni del científico materialista. Agrega que se muestra “partidario del multidimensionalismo de que ha hablado sugerentemente Polaino Navarrete en el ámbito del Derecho penal en su reciente obra peruana Derecho Penal. Modernas bases dogmáticas (Editora Jurídica Grijley, Lima, 2004, Cap. 1)”. En dicho libro se exponen dos formas de multidimensionalismo: una, la tetradimensionalidad, y otra, la pluridimensionalidad. A cada una de esas formas hay que darles su lugar al momento de responderlas, aunque no sea Polaino-Orts su autor, sino su padre, Polaino Navarrete; y es que es a él a quien ha apelado, finalmente.

17. Sobre la primera forma de multidimensionalidad, Polaino Navarrete dice que: “… las tres aludidas dimensiones del Derecho (sociedad, norma y valor) a la postre no son suficientes para estudiar el fenómeno jurídico en su conjunto, ni para propiciar un conocimiento lo más aproximado posible del Derecho tenido en cuenta. Se requiere, junto a las tres anteriores, una cuarta dimensión, representada por el factor tiempo (la Historia). La importancia de esta dimensión en la Ciencia en general fue resaltada por la “teoría de la relatividad” de Einstein,  en la Sociología por la “teoría de los sistemas sociales” y en el Derecho por diferentes autores…”  De este conjunto de ideas es necesario destacar dos cosas: primero, la inserción, en la teoría tridimensional, de una dimensión temporal, y, segundo, la patente –nuevamente– postura adoptada por casi todos los juristas hasta el día de hoy de apartar al Derecho de la Ciencia, y considerar a éste como si no fuera tal cosa. Ya al respecto hemos apuntado lo suficiente en la misma Introducción de nuestro libro, por lo que, sin decir nada más, nos remitimos al mismo in extenso. Vamos a examinar, mejor, el primero de estos casos.

18. Al primer caso remata Polaino Navarrete con el vigésimo primero de los pies de página de su libro, donde asevera que “…uno de los principales representantes de una moderna concepción de la teoría tridimensionalidad del Derecho (Antonio-Enrique Pérez Luño)… puede hablar de un tránsito del tridimensionalismo al tetradimensionalismo. La relevancia del factor temporal (su entendimiento como magnitud relativa y no absoluta) ya había resaltado la “teoría de la relatividad” de Albert Einstein, con aportaciones ulteriores de autores como Bertrand Russell…”  El examen aquí debe llevarse, del plano filosófico, primero, en ascenso hacia el físico, después, para verificar la solidez de nuestra argumentación filosófico general, y pasar por último al plano sociológico, porque es posible establecer una inclusión del concepto de materia en la vida social,  materia que se expresa, entre otras formas, en el tiempo.

19. Lo primero que debe definirse es si el tiempo es real o constituye una pura abstracción de la consciencia del hombre. Los idealistas –objetivos y subjetivos–, dicen, en términos generales, que el tiempo está determinado por la consciencia humana. Nada más irreal por anticientífico. Apoyado en sólidas bases científicas, el materialismo dialéctico sentencia que el tiempo –como el espacio– es inseparable de la materia (la que existe objetiva e independientemente de la consciencia del hombre); o, mejor aún, el tiempo es una forma de existencia de la materia en el cual se expresa la sucesión en que van existiendo los fenómenos que se sustituyen unos a otros.  En esto justamente se revela la universalidad y generalidad de la materia, la que se halla en permanente situación de movimiento.

20. La física moderna, confirmando los postulados filosóficos del materialismo dialéctico, ha desechado las viejas representaciones del tiempo entendido como único en el universo infinito. La principal contribución en este aspecto está dada por la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein, en la que el espacio y el tiempo no existen de por sí, al margen de la materia, sino que se encuentran en una interconexión universal de tal naturaleza que en ella pierden su independencia y aparecen como partes relativas de un espacio-tiempo único e indivisible.  Por ende, si el tiempo, ya desde el plano filosófico, ya desde el orden físico, es, en consecuencia, una forma de movimiento de la materia, la pregunta es ¿cabe, entonces, separar al tiempo de la materia? Filosóficamente es imposible (el tiempo es forma de movimiento de la materia). Físicamente, también (el tiempo y el espacio se hallan inextricablemente unidos en la materia). Además, la sola idea ya violaría, desde sí, la Ley de Identidad, y es que materia y tiempo, como se ve, son una y la misma cosa.

21. El tiempo es forma de movimiento de la materia. Esto queda claro. Pero cómo se vincula esto al campo social. Recordemos que así como en filosofía los elementos más generales de existencia en el universo son el ser (universo y naturaleza, en una palabra, materia) y el pensamiento, así también en la sociedad existen un elemento material y un elemento ideal. En lenguaje social hablamos, respectivamente, el uno, de las relaciones materiales de producción, las que definen a la base económica de la sociedad; el otro, la consciencia social de los hombres, o lo que es lo mismo, la superestructura social.

22. Así entonces, el tiempo, que es materia en movimiento, en relación con la sociedad, está representado por la historia, la que, por definición filosófica expresa la sucesión en que van existiendo los fenómenos sociales que se sustituyen unos a otros y que están definidos, en última instancia, por las condiciones materiales de existencia. De manera que la historia no se desliga de la materia de la sociedad (por decirlo de alguna forma), la que siempre está determinada, en última instancia, por su base económica. Siendo ello así, vinculado el asunto al Derecho, forma objetiva de existencia de la sociedad, y en forma consecuente con el materialismo filosófico y con mi concepción tridimensional del Derecho, basada ésta en aquél, se entiende que la dimensión de los hechos sociales subsume en sí a la historia; ¿por qué desligar el tiempo de la materia social entonces? No hay razón alguna ¡Hacerlo es metafísica! Lógicamente demuestro que la tal dimensión temporal es un invento innecesario de la metafísica, que incluso tiene repercusiones en el plano práctico, cosa de la cual habré de hablar en otro escrito.

23. Ahora bien, sobre la segunda forma de pluridimensionalidad, llamada por Polaino-Orts multidimensionalismo, y por Polaino Navarrete teoría pluridimensional,  que es a la que se acoge Polaino-Orts en el prólogo que aquí se responde, dice Polaino Navarrete que: “… Probablemente las dimensiones básicas de toda experiencia jurídica (las señaladas por la teoría tridimensional del Derecho: sociedad, norma y valor; así como las resaltadas por la tesis tetradimensionalista: las tres anteriores, más el factor tiempo) no sean las únicas que pueden ayudar a la descripción (esto es, al conocimiento) de un concreto sistema jurídico. Hay otras perspectivas igualmente válidas, para describir el Derecho. Por esta razón quizá sea más conveniente hablar de una teoría pluridimensional del sistema social, y por tanto, del sistema jurídico…”  Y a reglón seguido, para refrendar su afirmación, agrega todo un párrafo del texto de Niklas Luhmann, “Soziologie als Theorie sozialer Systeme”, del cual se destaca lo siguiente: “… Este aumento de relaciones estructurales potencia igualmente el número de posibles perspectivas de análisis de la realidad jurídica, de modo que se constituye en el sistema social como una estructura pluridimensional para cuya descripción no es posible atender a un número limitado de dimensiones…”

24. Sin ánimos de entrar en polémica con la teoría de sistemas de Luhmann, simplemente pondremos de relieve aquí que una división en subsistemas de la sociedad y de sus instituciones, prácticamente ad infinitum, genera siempre, desde el punto de vista teórico, un análisis (en el sentido epistemológico de la palabra) que atomiza la realidad casi al extremo de hacer perder su esencia, de modo que a la síntesis (del mismo modo, en el sentido epistemológico del término) de la misma, lo que se encuentra como resultado es un rompecabezas artificioso que puede tener partes armónicas entre ellas, pero que no es más que una fotografía que resalta el fenómeno de lo percibido, mas no así su esencia. Quizás por eso suceda que el funcionalismo de Luhmann mantenga en sí tintes reaccionarios para seguir reproduciendo el sistema capitalista, además de sufrir de serias dificultades para el estudio de sociedades complejas, ya que le resulta difícil aplicar sus modelos funcionalistas, especialmente en sociedades de clases que conceden una gran importancia al conflicto. De ahí que, como solución, ha emergido la aplicación de la teoría de sistemas y la obra sociológica de Talcott Parson. Lo más importante de esta teoría tal vez radique en el hecho de que en torno a la sociedad, considera que ésta no se compone de seres humanos, sino de comunicaciones entre hombres (lo que ya dice mucho de esta teoría). En fin, tampoco somos partidarios de reducir ni la sociedad ni el Derecho hasta extremos de división en subsistemas. En todo caso, al fin y al cabo, quizá no habría nada más que decir aquí puesto que, a la larga, este sugerente multidimensionalismo ha sido explicado por Polaino Navarrete “…en el ámbito del Derecho penal…” y no de la Filosofía del Derecho.

25. La Filosofía es la ciencia de las generalizaciones, y la generalización que hacemos, basada en la razón, nos dice que el Derecho es una realidad social que tiene su origen ontológico (entiéndase dialéctico) en tres dimensiones de la realidad socio-jurídica, lo cual no significa en absoluto limitación teórica de su estudio. El reflejo teórico de su generalización nos dice eso. No se olvide, además, que la teoría resulta del reflejo de la realidad. La realidad no puede reflejar a la teoría.

26. La enorme calidad, finura y distinción académica de nuestro amigo Miguel Polaino-Orts, unidas su mayor calidad de persona, nos ha permitido poder realizar ahora esta –como se señaló al inicio del texto– aclaración de ideas mías que quizás no fueron debidamente explicadas en mi libro, lo que suele suceder a veces cuando uno escribe de Filosofía. Esto es de agradecer a un amigo. Sin él, esto no sería posible. Esperemos ahora con calma la probable argumentación que él pueda, si es de su gusto y parecer, dar en contra.

 

lunes, 2 de julio de 2012

Entrevista al Prof. Luis Alberto Pacheco Mandujano sobre la Dialéctica del Derecho

Entrevista brindada al semanario "Sólo 4", suplemento sabatino del diario "Correo", el 16 de junio de 2009
Link: http://zonaletrada-solo4-jbg.blogspot.com/2009/06/critica-la-razon-judicial-doctor-en.html

El señor S (versión original)


Por: Luis A. Pacheco Mandujano
(Publicado, con ligeras modificaciones, en el Suplemento Cultural "Sólo 4" del diario Correo de Huancayo, edición del sábado 12 de febrero de 2011: http://suplementosolo4.blogspot.com/2011/02/el-senor-s.html#comment-form)

Para cuando el señor S, abogado y político local de larga data, el individuo que, como Drácula, solía vivir en la nocturnidad del día y sostenerse de sangre ajena, recibió aquel inolvidable 6 de agosto dos certeros, sonoros y vigorosos bofetones en el rostro de parte de uno los enemigos que él mismo había cultivado, ya era decrépito, y aunque se juraba a sí mismo lo contrario para negarlo, se sentía más que agotado.

Era el resultado de su vida misma: fuera de tres fiascos conyugales, numerosos flirteos estériles, los que más bien parecían esconder –a modo de freudiano exorcismo interno– alguna forma de homosexualidad latente, y con menos reconocimientos íntimos y más negaciones cobardes de sus consecuencias matriciales y concupiscientes, se había pasado dos décadas enteras buscando una ocasión, en cuanto proceso electoral se había convocado –que a lo largo de ese tiempo fueron más de quince–, para ocupar un cargo público. En cada oportunidad había fracasado estrepitosa y vergonzosamente.

Para ser sinceros y completos en la descripción, su contumacia en aquello último revelaba que de lo único que no estaba cansado era de seguir insistiendo en asuntos que la vida misma le había demostrado de sobra que no estaban reservados para él. Jamás llegaría a ser autoridad pública socialmente elegida. Y ya que había diseñado su existencia para tal fin, haciéndose creer, por él mismo y por sus aduladores portátiles, que tenía un futuro en este camino, las cuentas finales de su misérrima biografía eran calamitosas. La conclusión final le enrostraba la verdad: su existencia toda era un monumental fracaso. Si alguna vez durante su primera juventud el señor S asemejaba a un idílico idealista, un tipo que aparentaba enderezar su ser y su existencia en función de ciertos valores, la contundente catana que la historia le había dado –tal vez porque la Providencia ya lo había descubierto como un Caín– le obligó, después, a descubrirse tal cual ante la desnudez del alma: era un donnadie, un sujeto vacío de todo, un auténtico perdedor.

El señor S sabía todo esto muy bien en su interior. Ese era su secreto. Por eso, para contradecir a la “maldita” realidad, y siguiendo el proceder consuetudinario que todo perdedor se ve obligado a ejecutar para sobrevivir, la imagen que de sí diseñaba para quienes lo conocían, o para quienes él quería que lo conocieran, e incluso para su propio espejo, trataba de ser la de un gentleman, un caballero bien portado, un experimentado político y un hábil jurisconsulto. Pero el efecto real que con ello lograba siempre le era extrañamente adverso. La comunidad de letrados lo consideraba un pésimo abogado porque se había hecho la fama de ser un hábil político, mientras que la cofradía de políticos locales lo veía como un pésimo político porque gozaba el derecho de ser reconocido como uno de los letrados más fuertes de la zona. S sabía que no era ni lo uno ni lo otro. Sabía –aunque se lo negaba a sí mismo– que era nada.

Y las bofetadas bien ganadas que había recibido resultaron ser, para él y para todos, un hecho emblemático. Quien se los propinó no era cualquiera. Se trataba de quien, otrora, había sido uno de sus mejores amigos, alguien leal a él, alguien que lo apreció verdaderamente, pero que, aún así, fue traicionado por el mismísimo señor S y demolido con la ayuda y complicidad de los esbirros con los que solía convivir y moverse. ¿Por qué? En verdad, el señor S era víctima agobiada de la fiebre desmesurada de poder, de ésa que enferma y envilece el alma; de la misma que advertía Lord Acton.

Esta felonía convirtió el sentimiento amical en odio atroz, en una fuerza de enemistad que sólo desaparecería con la muerte.

Por eso el episodio devenía representativo; uno podía, si era inteligente, darse cuenta que existe una regla práctica, casi una enseñanza bíblica, que debiera tenerse siempre muy en cuenta en la vida: no siembres vanamente enemistad entre tus semejantes, ni conviertas inútilmente a nadie en enemigo; pero, más aún, no conviertas en enemigos a tus amigos. Ellos serán siempre los más férreos y duros, vanamente ganados, adversarios que con justicia obrarán contra ti.

El señor S, sin embargo, parecía no saber esto. Es que su actitud demostraba, en esencia, la falta de escrúpulo con que trataba problemas para cuya solución le faltaban los conocimientos más elementales. Era un cipayo. Su propio modo escolar de hablar lo revelaba. No pronunciaba palabras; las balbuceaba. Seguramente ante los ojos de Sartre habría sido considerado un imbécil.

Los lapos fueron, pues, con todo, mortales para S, y llegaron justamente cuando el tiempo se le acababa. En cuatro meses más estaría de nuevo caminando por las calles llenas de gente que, desde ya, lo identificaba, no como un buen ejemplo de persona o como un valor humano viviente, sino sólo como un perdulario, un idiota, un felón. ¿A dónde iría, entonces? No tenía amigos, sólo sobones, aduladores que actuaban a su lado por conveniencia. Pero hasta eso tenía un costo que en poco tiempo no podría pagar más.

El señor S, que temblaba de miedo en su interior por enfrentar su verdad, era nadie, era ínfimo y era nada. Pronto ya no sólo sería un cansado decrépito, sería también un paria, sin casa, sin amigos, sin compañeros, sin mujer, sin familia, la institución natural que detestó siempre al no haber tenido la capacidad suficiente para definir su dialéctica hormonal. Y peor aún, ya no sólo no sería jamás autoridad pública socialmente elegida, tampoco sería hombre. Debía entonces perecer.

Acerca de las estructuras lógico-objetivas de la Teoría Finalista del Delito

Breve esbozo jusfilosófico para una crítica mayor al ontologismo
subyacente en el finalismo welzeliano[1]


Luis Alberto Pacheco Mandujano[2]

En la segunda nota que se halla en la página 31 de la edición 2002 del clásico “Nuevo Sistema del Derecho Penal. Una introducción a la doctrina de la acción final” de H. Welzel, publicada por la editorial “B de f” de Montevideo, se puede leer la siguiente proposición: “Estructuras lógico-objetivas (sachlogische Strukturen) son estructuras de la materia de la regulación jurídica destacadas por la lógica concreta (Sachlogische), que se orienta directamente en la realidad, objeto de conocimiento”.

Ante tan enrevesada idea, resulta natural que surja una sencilla pregunta: ¿qué quiere decir esto?; o, formulada la interrogante de otra manera, mejor cuestionaremos, ¿qué es una estructura lógico-objetiva del Derecho, en general?

La respuesta a la cuestión nos la ofrece el maestro vienés, H. Kelsen. En el Capítulo I de su celebérrima “Teoría Pura del Derecho. Introducción a la Ciencia del Derecho”[3] se esclarece el tema, con el rigor gnoseológico que sólo la lógica formal pudo proporcionar al Padre del neopositivismo jurídico para formular sus esclarecedoras tesis: existiendo dos mundos coetáneos en la realidad, uno el físico, llamado por la tradición del idealismo alemán Mundo del Ser (Sein), y otro, el abstracto, el de la consciencia social, el del espíritu objetivo,[4] llamado Mundo del Deber Ser (Dasein),[5] existen, también, dos clases de relaciones lógicas –y por ende, relaciones de carácter ontológico,[6] según la consideración kelseniana de inspiración filosófica idealista moderna– que, de modo objetivo y lógico, subyacen[7] como razón correspondiente de cada uno de estos dos universos: una, la relación lógica de causalidad y, la otra, la relación lógica de imputación.

Gracias a ciertas evidencias empíricas, se ha podido inferir que la primera de las antedichas relaciones –la relación lógica de causalidad– es aquella que subyace en el siguiente supuesto: dados dos eventos, A y B, A es causa de B si y sólo si se cumplen dos condiciones lógicas, dos sucesos importantes, a saber:

  • La ocurrencia de A es seguida de la ocurrencia de B; o,
  • La no ocurrencia de B implica la no ocurrencia de A.

Así pues, cuando dos eventos, A y B, cumplen las dos condiciones anteriores, decimos que existe una relación causal entre ambos. En concreto, "A es causa de B" o, lo que es lo mismo, "B es efecto de A". Eso es lo que entendemos por principio de causalidad.

Empero, si bien es cierto la no ocurrencia de B no tiene por qué estar ligada necesariamente a la no concurrencia de A en el segundo suceso, cierto también es que cuando se presenta entre ambas situaciones el nexo condicional correspondiente, tanto en el primero como en el segundo evento, la ocurrencia (o no ocurrencia) de B deviene efecto necesario respecto de la ocurrencia (o no ocurrencia) de A.

Esta condición resaltada –la necesidad mediadora existente entre A y B– diferencia ontológicamente, pues, la relación de causalidad de la relación de imputación porque en ésta, dados dos eventos, A y B, B es consecuencia de A si y sólo si B representa el significado del acto de un individuo in­tencionalmente dirigido a la realización de algo,[8] y que, como efecto, es imputable a la condición A. En este sentido, B no puede ser consecuencia necesaria de A, sino sólo efecto probable, en tanto la regla de imputación medie entre ambos eventos.

Tal diferencia puede ser expresada a través de unas estructuras lógico-objetivas que revelen la diferencia y oposición ontológica existentes entre una y otra relación lógica, subyacentes ambas, pero de modo correspondiente, a los mundos del ser y del deber ser. La primera de las antedichas relaciones se regirá por la estructura siguiente: “Si A es, entonces B es”. La segunda de ellas presenta la estructura “Si A es, entonces B debe ser”.

Unos ejemplos aclararán la aparente (y sólo aparente) ininteligibilidad de estas estructuras. Cuando decimos: “Si someto un litro de agua al fuego a 100°C, entonces el agua hierve”, subyace en esta proposición la primera estructura; pero si aseveramos que Pedro mata a Pablo, no podríamos afirmar con la misma posición tajante que en el anterior caso, que Pedro irá necesariamente a la cárcel, porque lo correcto sería, más bien, sentenciar “Si Pedro mata a Pablo, entonces Pedro debe ser sancionado con pena de cárcel”.

Estas estructuras lógico-objetivas denotan, al mismo tiempo, dos particularidades que resaltan con singular notoriedad: primero, que mientras en la primera proposición (Si A es, entonces B es) se describe un hecho propio de la naturaleza tal como es, en la segunda (Si A es, entonces B debe ser) se prescribe una conducta que debiera ser observada en sociedad; y, segundo, en el caso de la primera estructura rige, entre antecedente y consecuente lógicos, una relación de necesidad, ya que es evidente que B es consecuencia forzosa de A, mientras que en el segundo caso se presenta una relación de imputación probable, dado que B, como consecuencia lógica de A, es consecuencia posible que –de presentarse entre las situaciones representadas por A y B, el nexo objetivo que las relacione– sería imputable a su antecedente A.

Ahora bien, percibiéndose aquí una clarísima influencia kantiana en Kelsen,[9] es natural reconocer que para éste –así como para el mismo Kant en lo que le respecta– ambas estructuras lógicas son asumidas como objetos de la razón de existencia objetiva e independiente de las cosas mismas y, por lo mismo, constituyen formas puras, pre-empíricas, del entendimiento humano. De ahí que, siendo estructuras lógico-objetivas de los mundos antedichos, son, al mismo tiempo, estructuras ontológicas de la realidad que, como son, son formas a priori del mundo ideal –pero no objetivo, real– de las “cosas en sí”.

H. Welzel, compartiendo estos postulados en forma evidente, aunque tácita,[10] y dejándose seducir por el pensamiento ontológico de N. Hartmann –aunque lo negase en todos los idiomas– y por la psicología –llevada al extremo de psicologismo– de R. Hönigswald, K. Bühler y Th. Erismann, consideró que “…la acción humana es ejercicio de [una] actividad final… es, por tanto, un acontecer ‘final’ y no solamente ‘causal’…”, idea que parece constituir, en verdad, una especie derivada de la ley de imputación kelseniana[11] porque resulta evidente que todo deber ser apunta siempre a la realización de un fin predeterminado,[12] que es lo que constituye el eje central de la teoría finalista de la acción.

Una estructura lógico-objetiva del Derecho, en general, y del Derecho Penal, en particular, es, en consecuencia, una estructura lógica que, como forma del entendimiento puro, pre-existe a las cosas del Mundo del Ser, y expresando una realidad de modo objetivo –siempre de acuerdo a la consideración de la jusfilosofía idealista–, subyace a la realidad concreta, resultando así el verdadero objeto del conocimiento, lo que no las cosas mismas sobre las que se proyectan –platónicamente hablando–. Estas estructuras, por último, y por lo antedicho, forman también parte del reino del deber ser, el que Kant –y por tanto Kelsen– separa casi de modo absoluto del mundo nouménico del ser.

Quedan respondidas, de esta manera, las preguntas formuladas al inicio de este opúsculo.

Más bien, la pregunta nueva que ahora surge es: ¿constituyó el descubrimiento de estas estructuras –por su aporte profundo, irrecusable e insoslayable al desarrollo real de la ciencia jurídica– un avance positivo para el Derecho, en general, y para el Derecho Penal, en particular? No lo creemos así. Ya en otra parte hemos precisado con la claridad dialéctico-científica que corresponde al caso cómo actúa y razona, en verdad, la Ontología,[13] y develamos el sentido dañoso de su influencia sobre las ciencias, en general, y sobre el Derecho, en particular: no se olvide que la Ontología es la parte central de la Metafísica, la cual se erige, aún en nuestros días, como la ciencia de lo inmaterial,[14] esto es, la “ciencia de las verdades que se realizan tanto sin materia como en la materia, [o] ciencia de los seres sin materia (espíritus puros y, principalmente, Dios)”.[15] ¡Esto no es, ni puede ser, ciencia!

Las estructuras lógico-objetivas del Derecho trasladan, por eso y así, al Derecho mismo al reino de lo inmaterial inexistente. ¿Qué valor científico puede atribuírsele, entonces, a semejante ideología que absolutiza lo que no son sino, en verdad, categorías que reflejan en el pensamiento lo que acontece en la realidad objetiva y concreta? Y, más aún, ¿qué grado de cientificidad puede reconocérsele a una teoría que, en términos prácticos, casi hace pender su concepción acerca del Derecho, de Dios, ser absoluto y rey del reino del mundo de las ideas, del Mundo del Deber Ser? ¡Ninguna!

Las consideraciones teóricas ontologistas explicadas en este ensayo, se reflejan, después, en efectos prácticos tremendamente antipopulares y antidemocráticos. ¿Cómo? ¿De qué manera? El limitado espacio del que disponemos nos obliga a retomar después, y más ampliamente, el tema, en un estudio mayor cuyo desarrollo habremos de ampliar próximamente. Con tal compromiso, quedemos, por el momento, con este breve esbozo.

[1]  Artículo publicado en la Revista Gaceta Penal & Procesal Penal, Tomo 28, Lima, octubre de 2011 (una publicación del Grupo Gaceta Jurídica), páginas 387–390.
 
[2] Profesor de Filosofía del Derecho y Lógica Jurídica en la Facultad de Derecho y CC.PP. de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega (Lima, Perú). Estudios de posgrado realizados en: i) Maestría en Derecho con Mención en Derecho Penal (EUPG-UNCP, 2004-2005); ii) Maestría en Derecho Penal y Derecho Procesal Penal (ESN-UC, 2009-2010). Ganador de la beca nacional para cursar estudios de Maestría en Filosofía e Investigación (EPG-UAP, 2007-2008); Website: www.luispachecomandujano.blogspot.com
 
[3] Para estos efectos, cfr. KELSEN, Hans, “Teoría Pura del Derecho. Introducción a la ciencia del Derecho”. Traducido por Moisés Nilve. 18ava. edición (de la edición en francés de 1953), Buenos Aires, EUDEBA 1982.
 
[4] Para recordar –por lo menos con el solo término– a G. W. F. Hegel.
 
[5] La concepción de un Mundo del Ser y otro del Deber Ser no es sino, como se sabe, una clásica consideración gnoseológica sobre la realidad que fuera propuesta por el filósofo de Köenisberg, I. Kant. Su aplicación teórico-práctica en el ámbito del Derecho corresponde a Kelsen (cfr. KELSEN, H., opus cit., páginas 15 y siguientes).
 
[6] Como es sabido, la Lógica formal aristotélica ha sido, desde la modernidad, la base misma de la Ontología. Al respecto, cfr. REDMOND, W., “La Naturaleza de la Lógica según Espinoza Medrano”. En: PUCP, “Humanidades”, Revista del Departamento de Humanidades, 1970-1971, tomo 4, páginas 244 y siguientes. Asimismo, es de recordar que en el pensamiento de Hegel, la Lógica tuvo la misión de edificar conceptos, a la vez que buscó descubrir las leyes generales del ser, sentido en el cual, como bien ha afirmado R. Verneaux (profesor de Filosofía Moderna del Instituto Católico de París durante los años 80 del siglo XX), “... en una filosofía idealista no puede haber distinción entre Lógica y Metafísica...” (sic. VERNEAUX, R., “Historia de la Filosofía Moderna”. Editorial Herder, Barcelona, 1984, página 229). Es más, ya en tiempos de Aristóteles –e incluso, mucho antes, con Parménides–, como bien ha puntualizado Julián Marías al analizar el sentido del lógoz en el pensamiento filosófico del estagirita,  se halla que “... la Lógica no es otra cosa que Metafísica...” (cfr. MARÍAS, Julián, “Historia de la Filosofía”, página 72). Y si se considera –como corresponde– que la Ontología resulta siendo la parte central de la Metafísica (cfr. GRENET, P. B., “Ontología”, Curso de Filosofía Tomista, tomo 3. Editorial Herder, Barcelona, 1980, página 14), debe entonces concluirse que la conexión entre Lógica y Metafísica –conforme a lo anteriormente señalado– marca también una intrínseca conexión entre Lógica y Ontología (cfr. PACHECO MANDUJANO, L. A., “La dialéctica del hecho social, valor y norma como definición ontológica del Derecho. Crítica marxista de la “Teoría Tridimensional del Derecho” del señor Reale”, Fondo Editorial de la Universidad Alas Peruanas, primera edición, Huancayo, 2008, nota II de la Introducción).
 
[7] Que es, más o menos, lo mismo que decir “se orientan directamente en la realidad, objeto de conocimiento”, como ha puntualizado Welzel en esa segunda nota de su citado libro.
 
[8] B debe hacer algo, no por una afirma­ción de ser tal como “B hace o hará lo que le ordene A”, porque, en realidad, B puede no hacer lo que A le ordena. Que B debe hacer algo, es el significado subyacente al acto de ordenar, esto es, el significado que este acto tiene desde el punto de vista del individuo que ordena.
 
[9] La filosofía kantiana es la fuente filosófica que sirvió a Kelsen para la construcción de su “Teoría Pura del Derecho”. Al respecto, cfr. RECASÉNS SICHES, L., “Tratado General de Filosofía del Derecho”, séptima edición, Editorial Porrúa, S. A., México, 1981, página 406.
 
[10] Cfr. WELZEL, H., “El Nuevo Sistema del Derecho Penal. Una introducción a la doctrina de la acción final”, traducción y notas por J. Cerezo Mir. Reimpresión, editorial B de f, Montevideo, Buenos Aires, 2002, páginas 30 y ss.
 
[11] Lo que no resultaría nada extraño si se considera que los prolegómenos de la “Teoría Pura del Derecho” de Kelsen se encontraban en formación desde 1909, y encontraron concreción, pasando por el “Reine Rechtslehre” de 1934, en su “Théorie pure du droit. Introduction a la science du droit” de 1953; mientras que las ideas fundamentales de la doctrina finalista de la acción de Welzel se publicaron en el artículo titulado “Kausalität und Handlung” en 1931, y, sobre todo, en su manual “Das deutsche Strafrecht” de 1960.
 
[12] Definición racional que compatibiliza coherentemente con el postulado desarrollado en la nota 5 de este mismo ensayo.
 
[13] Cfr. PACHECO MANDUJANO, L. A., “Consideraciones mínimas previas al estudio de la ontología pura y de la ontología jurídica”; en: Revista “El Jurista” del Ilustre Colegio de Abogados de Junín, Huancayo, 2005, Año VII, noviembre de 2005, páginas 121-135.
 
[14] Garrigou-Lagrange considera aún que “la metafísica debe merecer el nombre de ciencia con mucha mayor razón que las ciencias positivas [por cuanto ella vendría a determinar] el por qué o la razón de ser necesaria de lo que afirma” (Sic. GARRIGOU-LAGRANGE, R., “Dios. Su existencia. Solución tomista de las antinomias agnósticas”, página 65. El agregado aclaratorio es nuestro).
 
[15] Sic. GRENET, P. B., ídem. El agregado aclaratorio es nuestro.